MENSAJEROS DE SALVACIÓN, Sábado I Semana de Adviento

«¡Oh Señor!, tú eres digno de alabanza: tú reúnes a los dispersos, sanas a los de quebrantado corazón y vendas sus heridas. (Ps 147, 1-3).

1.— «Está esperando el Señor para haceros gracia, y se levanta para tener misericordia de vosotros… Pueblo de Sión, ya no llorarás más; te hará gracia a la voz de tu amor; al oírte te responderá» (Is 30, 18-19). Con delicadas expresiones describe Isaías el amor incansable de Dios para con, su pueblo. Pero la plena manifestación de ese amor se realizó en la persona del Mesías, que realizó y encarnó de la ma­nera más sublime cuanto los profetas habían anuncia­do. «Jesús recorría ciudades y aldeas… Viendo a la muchedumbre, se enterneció de compasión por ella, porque estaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor» (Mt 9, 35-36). Jesús es el Emmanuel, o sea, Dios mismo que por amor a los hombres ha puesto su tien­da en medio de ellos para curar sus heridas y sanar sus llagas (Is 30, 26).

Pero Jesús no sólo se ha prodigado por todos, sino que invita también a sus amigos a que colaboren en su obra. Por eso ante las muchedumbres necesitadas de guía y de ayuda «dijo a los discípulos: La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad; pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 37-38). «¡Rogad!» He aquí la primera colaboración que Jesús pide a los suyos: solicitar al Padre celestial los obre­ros suficientes para la evangelización de todo el mun­do. Y hasta hay criaturas a quienes él confía una misión de oración perenne; las cuales, «por mucho que urja la necesidad del apostolado activo, mantienen siempre su puesto eminente en el Cuerpo místico de Cristo… y lo dilatan con misteriosa fecundidad apos­tólica» (PC 7). A otros escoge Jesús como obreros suyos y los manda a trabajar directamente en su viña: «Y llamando a sus doce discípulos… los envió, con la siguiente recomendación: id… y predicad que el reino de Dios se acerca» (Mt 10, 1. 5-7).

Todos los cristianos, aunque en formas diversas, están llamados a colaborar en la obra de la salvación, pues «la vocación cristiana es, por su misma natura­leza, vocación también al apostolado» (AA 2). Salvado por Cristo, el creyente debe a su vez convertirse, con él y en él, en mensajero y en transmisor de la salvación para los demás.

2.— Cuando Jesús mandó a sus apóstoles a pre­dicar el reino de los cielos, les dijo: «Gratis lo habéis recibido, dadlo gratis» (Mt 10, 8). El Maestro, al llamarlos a sí, les había anunciado y traído la sal­vación: el perdón de los pecados y el ofrecimiento gratuito de su gracia. Ahora les toca a ellos hacer lo mismo con sus hermanos: anunciarles el evangelio, alumbrar sus inteligencias y preparar sus corazones a la conversión. Y no sólo eso, mas deben ocuparse también, como Jesús, del bien material de los hom­bres: Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos y arrojad a los demonios» (Mt 10, 8). El Hijo de Dios que ha querido tomar carne humana, sabe muy bien que el hombre no es sólo espíritu, y quiere salvarlo por lo tanto en la Integri­dad de su persona. Del mismo modo que no se puede desencarnar al hombre, tampoco es posible, procurar eficazmente su bien espiritual prescindiendo de su bien material. Jesús que enseñaba a las muchedumbres y multiplicaba los panes para apagar su hambre, que perdonaba los pecados y curaba los cuerpos, nos recuerda que la obra de la salvación debe comprender a todo el hombre; mostrando al—mismo tiempo el ca­mino palia llegar más fácilmente al corazón humano. El camino que ha seguido su amor infinito para llegar a los hombres es el que tienen que seguir también sus discípulos para cooperar a la salvación de los hermanos.

Para salvar a la humanidad Jesús quiso encarnarse conformándose en todo a la situación concreta de los hombres; del mismo modo los apóstoles deben saber encarnarse en las condiciones de vida esen­ciales de sus propios hermanos, como tomándolas para sí. Y esto no toca sólo a los apóstoles de pro­fesión —sacerdotes, religiosos, personas consagradas a Dios— sino también a cada uno de los fieles; y para hacerlo no hace falta enseñar, sino anunciar el Evangelio más con la vida que con las palabras, tes­timoniarlo con la caridad, con el amor, con el servicio fraterno y generoso prestado a todo el que se encuen­tra en necesidad. De esta manera los fieles cooperan con la voluntad salvadora de Dios, «manifestando a todos, incluso en el propio servicio temporal, la ca­ridad con que Dios amó al mundo» (LG, 41).

¡Oh Pastor de Israel!; apresta el oído. Tú que conduces a tu, pueblo como un rebaño…, despierta tu poder, ven y sálvanos… Dios de los ejércitos: restáuranos; haz brillar tu rostro y seremos salvos…

¡Dios de     los ejércitos!, vuélvete ya;  mira desde los cielos y contempla y visita esta viña, esta viña que ha plantado tu diestra… Sea tu mano sobré el varón de tu diestra, sobre el hijo del hombre, a quien para ti corroboraste; y no nos apartemos más de ti; nos darás la vida e invocaremos tu nombre.

Yahvé, Dios de los ejércitos, restáuranos; haz brillar tu faz sobre nosotros, y seremos salvos. (Salmo 80, 2-4, 15-20).

¡Oh Señor!, tú das a mi alma un deseo tan grandísimo de no te descontentar en cosa ninguna, por poquito que sea, ni hacer una imperfección, si pudiese, que por solo eso, aunque no fuese por más, querría huir de las gentes y he gran envidia a los que viven y han vivido en los de­siertos. Por otra parte, me querría meter en mitad del mundo, por ver si pudiese ser parte para que un alma ala­base más a Dios…

Habed lástima de mí, mi Dios; ordenad ya de manera que yo pueda cumplir en algo mis deseos para vuestra honra y gloria. No os acordéis de lo poco que lo merezco y de mi bajo natural. Poderoso sois Vos, Señor, para que la gran mar se retire y el gran Jordán, y dejen pasar los hijos de Israel…

Alargad, Señor, vuestro poderoso brazo… Parézcase vues­tra grandeza en cosa tan baja, para que, entendiendo el mundo que no es nada de ella, os alaben a Vos, cuésteme lo que me costare, que eso quiero y dar mil vidas porque un alma os alabe un poquito más a su causa, si tantas tuviera. (STA. TERESA DE JESÚS; Moradas).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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