A TI ENCOMIENDO MI CAUSA, 26 de Marzo

«A ti, ¡oh Señor!, te encomiendo mi destino. y tú me sostendrás» (Sal 55, 23).

1. — «Oía el cuchicheo de la gente: «Pavor en torno». —Delatadlo, vamos a delatarlo. Mis amigos acechaban mi traspiés:  —A ver si se deja seducir y lo violaremos… Pero el Señor está conmigo, como fuerte soldado; mis enemigos tropezarán y no podrán conmigo» (Jer 20, 1011).  El  lamento de Jeremías perseguido resuena en la Liturgia cuaresmal como expresión del sufrimiento de Cristo, rechazado, calumniado, odiado a muerte. Pero al contrario de Jeremías, Jesús no invoca la venganza ni procura sustraerse a sus enemigos. Verdad es que el Evangelio afirma varias veces que «se les escabulló de las manos» (Jn 10, 39), esto se explica únicamente porque aún no ha llegado la hora fijada por el Padre. En espera de esta hora, entre los insultos de los judíos, las amenazas de detenerle, Jesús continúa su obra de evangelización, y «muchos acudieron a él»  (ibid 42). El sabe que le espera la cruz, sabe que las afirmaciones acerca de su divinidad y la resurrección de Lázaro irritarán todavía más a sus opositores y harán que los acontecimientos se precipiten, pero con serenidad y libertad soberanas prosigue su obra. Le sostiene la confianza en el Padre: «a ti encomendé mi causa» (Jer 20, 12).

«A ti encomendé mi causa». Esta es la actitud de confianza en Dios que debe adoptar y sostener el cristiano en la hora del dolor, de la persecución. «No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15, 20). Quien se proponga vivir a fondo el Evangelio, defender la verdad, hacer el bien, no podrá evitar la contradicción de ese mundo que se opuso a Cristo. Y, permitiéndolo Dios, pueden añadirse todavía sufrimientos e incomprensiones por parte de otras  fuentes de oposición, tal vez por parte de los buenos, de los amigos, hasta de los familiares o de los hermanos que comparten nuestro mismo ideal. El cristiano no se escandaliza; sabe que la cruz es parte esencial de la herencia y del seguimiento de Cristo; sabe que como Cristo salvó al hombre con la cruz, el hombre entra en el camino de la salvación y coopera a la salvación del mundo llevando su propia cruz.

2. — «Descargad en Dios todo vuestro agobio, que él se interesa por vosotros» (1Pe 5, 7). Quien se repliega sobre el propio sufrimiento termina por irritarlo y ahogarse en él, truncando en sí mismo todo arranque generoso. Quien, por el contrario, se abandona a Dios, se mantiene en equilibrio, es capaz de pensar en los otros más que en sí, está siempre pronto a entregarse. «Resistid firmes en la fe —escribe san Pedro a los cristianos perseguidos—, sabiendo que vuestros hermanos en el mundo entero pasan por los mismos sufrimientos» (ibid 9). Pensar en las tribulaciones de los demás, mayores tal vez que las propias, ayuda a olvidarse de sí mismos, a superar los sufrimientos personales para dedicarse a aliviar los sufrimientos de los demás, llevando la propia cruz en solidaridad con los hermanos que sufren, y, sobre todo, en conformidad con Cristo crucificado.

Sin embargo, puede hacerse a veces tan profunda la angustia, que casi llegue a vencernos. Conviene entonces recordar que también Jesús en Getsemaní se vio oprimido por los padecimientos hasta sudar sangre y gemir: «Me muero de tristeza» (Mt 26, 38).  Aun siendo el Hijo de Dios y Dios mismo, quiso experimentar en sí todo el abatimiento, el terror, la repugnancia de la naturaleza humana ante el sufrimiento. En la tristeza mortal de Cristo, todo hombre halla santificadas sus propias angustias y penas, y halla, al mismo tiempo, fuerzas para no sucumbir. Refugiándose con Jesús en su plegaria al Padre: «Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres» (ibid 39), el cristiano resiste los asaltos del dolor, no se ve ni arrollado ni desesperado; el abandono filial y confiado a la voluntad de Dios le hace capaz de afrontar con sencillez, y hasta con serenidad, las situaciones más trágicas, porque sabe que los que confían en el Señor no quedarán defraudados (Dan 3, 40). «Tras un breve padecer, el mismo Dios de toda gracia que os ha llamado como cristianos a su eterna gloria os restablecerá, os afianzará, os robustecerá» (1Pe 5, 10). Las tribulaciones de esta vida son siempre «un breve sufrir» en comparación con la feliz eternidad a la que nos conduce la cruz.


¡Oh Dios!, el camino de la cruz es el que reservas a los que más  amas: a los que mucho quieres, llevas por camino de trabajos, y mientras más los amas, mayores… Creer que admites a tu amistad estrecha gente regalada y sin trabajos es disparate…

Tu voluntad no es darnos riquezas, ni deleites, ni honras, ni todas estas cosas de acá; no nos quiere tan poco… ¿Queremos ver cómo se ha con los que de veras le dicen que se cumpla en ellos su voluntad? Preguntémoselo a tu Hijo glorioso, que te lo dijo cuando la oración del Huerto… Toda tu voluntad la cumpliste bien en él en lo que le diste de trabajos y dolores e injurias y persecuciones, hasta que se le acabó la vida con muerte de cruz. Esto es lo que le diste a quien más amabas… Así que estos son tus dones en este mundo. Das conforme al amor que nos tienes; a los que amas más, das de estos dones más; a los que menos, menos, y conforme al ánimo que ves en cada uno y el  amor  que te tenemos. A quien te amare mucho, verás que puede padecer mucho por ti; al que te amare poco, poco… La medida del poder llevar gran cruz o pequeña es la del amor. (Cf. SANTA TERESA DE JESUS, Camino, 18, 1.2; 32, 6, 7).

¡Oh Jesús!, me ofreces un cáliz tan amargo como mi débil naturaleza puede soportar. Pero no quiero retirar mis labios de este cáliz preparado por tu mano… Tú me enseñas a sufrir en paz… Quien dice paz no dice alegría, al menos alegría gustada. Para sufrir en paz basta querer todo lo que tú quieres. Para ser tu esposa, Jesús, es necesario parecernos a ti, ¡y tú estás todo sangrante, coronado de espinas!

Es muy consolador pensar que también tú, el Dios fuerte, conociste nuestras debilidades, temblaste a la vista del cáliz amargo, de aquel cáliz que en otro tiempo habías tan ardientemente deseado beber.

¡Oh Jesús, cómo cuesta darte lo que pides! ¡Qué dicha que esto cueste! ¡Qué alegría inefable es llevar nuestras cruces DEBILMENTE! Lejos de quejarme a ti de la cruz que me envías, me resulta incomprensible el amor infinito que te ha movido a tratarme así… Cuanto más grande sea mi sufrimiento, tanto más infinita será mi gloria… ¡Oh Jesús!, no quiero perder la prueba que me envías, es una mina de oro sin explotar… Quiero poner manos a la obra sin alegría, sin ánimo, sin fuerza… Quiero trabajar por amor. (Cf. SANTA TERESA DEL NIÑO JESUS, Cartas, 63; 184; 59).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D

 

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