CREER EN EL AMOR, 26 de Diciembre

«Cantaré eternamente tus misericordias, oh Señor, las misericordias de tu amor» (Ps 89, 2).

1.— En la creación nos amó Dios tanto, que nos hizo a su imagen y semejanza, pero en la redención nos ha amado hasta el extremo de hacerse él mismo semejante a nosotros.

La Navidad es la fiesta por excelencia del amor, del amor que se revela no en los sufrimientos de la cruz, sino en la amabilidad de un Niño, Dios nuestro, que ex­tiende hacia nosotros sus brazos para darnos a entender que nos ama. Si la consideración de la infinita justicia puede movernos a ser más fieles en el servicio de Dios, ¡cuánto más tiene que movernos la consideración de su infinito amor! Para correr en el camino de los manda­mientos divinos nuestras almas tienen que dilatarse, convencidas de la infinita caridad de Dios para con nosotros; por eso ‘justamente queremos abismarnos en la contem­plación del misterio natalicio. «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como Unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad­» (Jn 1, 14). Pero en Belén la gloria del Verbo eterno, con­sustancial al Padre y como él eterno, omnipotente, omnis­ciente, creador del universo, se halla del todo escondida en un niño que desde el primer instante de su vida terre­na no sólo comparte de lleno todas las debilidades huma­nas, sino que las experimenta en las condiciones más po­bres y despreciadas. «Acuérdate, oh Creador de las cosas —canta la liturgia natalicia — que un día, naciendo del seno purísimo de la Virgen, tomaste un cuerpo semejante al nuestro… Tú solo desde el seno del Padre viniste a salvar al mundo» (Breviario Romano). Sí, la oración habla conmovida al corazón de Dios y al corazón del creyente: recuerda a Dios las maravillas realizadas por su amor para la salvación de los hombres, y repite al creyente esta grande verdad: «Dios es amor». Ante el pesebre de Belén repitamos incesantemente: «Hemos conocido y creído la caridad que Dios nos tiene» (1 Jn 4, 16).

2.— «¡Dios es amor!» (1 Jn 4, 16). Es inmenso el te­soro que encierran estas palabras, tesoro que Dios des­cubre y revela al alma que sabe concentrarse totalmente en la contemplación del Verbo Encarnado. Mientras no se comprende que Dios es amor infinito, infinita bondad, que se da y se derrama a todos los hombres, para comu­nicarles su bien y su felicidad, la vida espiritual está todavía en capullo, no se ha desarrollado aún, ni es suficientemente profunda. Mas cuando el alma, iluminada por el Espíritu Santo, penetra en el misterio de la caridad divina, su vida espiritual llega a la plenitud y adquiere la madurez.

Como mejor se intuye el amor infinito de nuestro Dios es acercándonos al pobre pesebre donde yace hecho carne por nosotros. Jesús, el Verbo, la palabra del Padre, dice a todos y a ‘cada uno una gran palabra: ¡Dios te ama!

«Las virtudes y los atributos divinos se descubren por medio de los misterios del Hombre Dios», enseña San Juan de la Cruz (Cántico 37, 2); y siempre el primero que se manifiesta entre estos atributos es la caridad, que constituye la misma esencia divina. De la contemplación amorosa y callada de Jesús Niño nace fácilmente en nosotros un sentimiento profundo y penetrante de su infinito amor, no sólo creemos, sino que experimentamos, en cierto modo, que Dios nos ama. Entonces la voluntad acepta plenamente las enseñanzas de la fe, las acepta con amor, con todas sus fuerzas, y el alma se entrega con ímpetu incontenible a esa fe en el amor infinito. Dios es caridad: esta verdad, fundamental en toda la vida cristiana, ha penetrado profundamente en el alma; ella la siente y la vive, porque casi la ha palpado, por decirlo así, en su Dios Encarnado. Quien cree con esta decisión en el Amor infinito, se entregará a él sin medida, total­mente. Así creyó y se entregó el protomártir San Esteban que hoy recuerda la Iglesia como para ofrecer a sus hijos la respuesta más auténtica al amor de Dios: el martirio abrazado para mantenerse fiel al que vino a salvarlos.

Oh Dios eterno, tú bajaste desde las alturas elevadas de tu divinidad hasta el barro de nuestras humanidad, porque mi bajo entendimiento no podía ni comprender ni mirar tu altura. Para que con mi pequeñez pudiese ver yo tu grandeza, te hiciste Niño, encerrando la grandeza de tu divinidad en la pequeñez de nuestra humanidad. Y así te has manifestado a nosotros en el abismo de tu Unigénito Hijo y yo he podido conocerte a ti, abismo de caridad. Avergüénzate, avergüénzate, ciega criatura, tan honrada y exaltada por tu Dios, que aún no reconoces que Dios ha bajado de la altura de su divinidad a la bajeza del fango de tu humanidad, movido únicamente por su inmensa caridad. ¡Oh amor inestimable, oh amor inestimable! ¿Qué le dices tú, alma mía? Te digo, oh Padre Eterno, y te suplico, benignísimo Dios, que nos comuniques a nosotros y a todos tus siervos el fuego de tu caridad. (STA. CATALINA DE SENA).

¡Oh Señor mío, que de todos los bienes que nos hicisteis, nos aprovechamos mal! Vuestra Majestad buscando modos y maneras e invenciones para mostrar el amor que nos tenéis; nosotros, como mal experimentados en amaros a Vos, tenémos­lo tan en poco, que de mal ejercitados en esto vanse los pensamientos adonde están siempre y dejan de pensar los grandes misterios que este lenguaje encierra en sí, dicho por el Espíritu Santo… El amor que nos tuviste y tienes me espanta a mí más y me desatina, siendo lo que somos; que teniéndole, ya entiendo que no hay encarecimiento de palabras con que nos le muestras, que no le hayas mostrado más con obras. (STA TE­RESA DE JESUS, Conceptos).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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