DIOS CON NOSOTROS, 24 de diciembre

«Mañana será destruido el pecado de la tierra y reinará sobre nosotros el Salvador del mundo» (Leccionario).

1.— De todas las obras que Dios ha realizado en el tiempo y fuera de sí, la más grande es la Encarnación redentora del Verbo, porque tiene por término no una simple criatura, por sublime que sea, sino a Dios mismo, el Verbo eterno, que toma en el tiempo una naturaleza humana; la más grande, porque siendo la suprema manifestación del amor misericordioso de Dios, es, entre to­das, la obra que más le glorifica, y le glorifica precisa­mente en relación con la caridad que es la esencia mis­ma de Dios; la más grande, finalmente, por el bien inmen­so que trae a los hombres, pues la salvación, la santi­ficación, la felicidad eterna de todo el género humano dependen por completo de la Encarnación del Verbo, de Jesucristo Verbo encarnado.

Dios Padre nos eligió «en él antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados… En él tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados, según las riquezas de su gracia… Dios nos dio vida por Cristo… y nos resucitó y nos sentó en los cielos en Cristo Jesús. (Ef 1, 4-7; 2, 4-6).

Jesús, el Verbo encarnado, es la fuente única de nuestra salvación y de nuestra santidad. «El que es ima­gen de Dios invisible (CI 1, 15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado» (GS 22). Sin Cristo el hombre no podría llamar a Dios con el dulce nombre de Padre, ni amarlo como un hijo ama a su padre, ni esperar ser admitido nunca a su intimidad; sin él no habría ni gracia ni visión beatífica de Dios. Sin Jesús quedaría el hombre prisionero dentro de los límites de una vida puramente humana, privado de todo horizonte sobrenatural para el tiempo y para la eternidad.

2.— La Encarnación del Verbo —la obra más grande de Dios, destinada a iluminar y a salvar al mundo entero­— se lleva a cabo en la oscuridad, en el silencio, en medio de las circunstancias más humildes y más humanas. El edicto del César obliga a María y a José a dejar su casita de Nazaret; y he aquí que se ponen en camino, a pie, como los más pobres, no obstante la incomodidad de María, que está en trance de ser madre. No se han creído autorizados a retrasar el viaje, no han puesto dificultad alguna, han obedecido con prontitud y sencillez. Quien se lo manda es un hombre, pero en la orden del emperador su profundo espíritu de fe descubre la volun­tad de Dios. Y así van confiados en la Providencia: Dios lo sabe, Dios proveerá: «Para los que buscan a Dios todas las cosas cooperan a su bien» (Rm 8, 28).

Nada sucede por pura casualidad: aun el lugar del nacimiento del Salvador ha sido indicado por el profeta: «Y tú, Belén de Efratá, pequeño entre los clanes de Judá, de ti me saldrá quien señoreará en Israel» (Mq 5, 1). La profecía se cumple por la obediencia de los humildes esposos. En Belén no hay albergue para ellos (Lc 2, 7); y tienen que cobijarse en una gruta de las afueras. La miseria de aquel aposento de animales no les inquieta, ni les escandaliza; saben que el Niño que ha de nacer es el Hijo de Dios, pero saben también que las obras de Dios son tan distintas de las de los hombres… Y si Dios quiere que su obra más grande se realice precisa­mente allí, en aquella miserable cueva, en la más extre­mada pobreza, María y José nada tienen que objetar. Hubiera bastado una brizna de espíritu humano para turbarse, para dudar, para desconcertarse… María y José son profundamente humildes, por eso son dóciles y están llenos de fe en los designios de Dios. Y Dios, conforme a su estilo, se sirve de todo esto que es humilde y despreciable a los ojos del mundo, para llevar a feliz término su obra más grande: la Encarnación del Verbo.

En el silencio y en la oscuridad de la noche María dará a luz un hijo: «el Hijo del Altísimo» (Lc 1, 32). De esta manera se hará historia «lo que el Señor había anunciado por el profeta, que dice: He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre Emmanuel, qué quiere decir «Dios con nosotros»» (Mt 1, 22-23).

¡Oh amor sumo y trasformado! ¡Oh visión divina! ¡Oh inefa­ble! ¿Cuándo, oh Jesús, me harás comprender que naciste por mí y que es tan glorioso el comprenderlo? En verdad, el ver y comprender que has nacido para mí me llena de toda delec­tación. La certeza que nos viene de la Encarnación es la misma que se deriva de la Navidad: ha nacido para el mismo fin por que quiso encarnarse. ¡Oh admirable, cuán admirables son las obras que realizas por nosotros! (B. ANGELA DE FOLIGNO, II Libro della B. Angela).

Jesús, te espero; los malos te rehúsan; afuera sopla un viento glacial… ven a mi corazón; soy pobrecillo, pero te ca­lentaré todo lo que pueda;, a lo menos quiero que te com­plazcas de los buenos deseos que tengo de hacerte una buena acogida, de amarte, de sacrificarme por ti. Por tu parte tú eres rico y ves mis necesidades; tú eres llama de caridad, y purificarás mi corazón de todo lo que no es tu Corazón sacratísimo; eres la santidad increada, y me colmarás de gracias fecundan­tes de verdadero progresó espiritual. Ven, Jesús, tengo tantas cosas que decirte… ¡tantas penas que confiarte! tantos deseos, tantas promesas, tantas esperanzas. Deseo adorarte, besar tu frente, oh pequeño Jesús, darme a ti de nuevo, para siempre. Ven, oh Jesús, no tardes ya más, acepta mi invitación y ven. (JUAN XXIII, Diario del alma).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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