Domingo II del Tiempo Ordinario (Ciclo B)

«Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1Sam 3,9).

La idea central que la palabra de Dios nos propone en este domingo es que Dios se relaciona personalmente con cada hombre y que a cada uno de nosotros nos encarga una misión particular en el mundo.

Un ejemplo emblemático es la vocación de Samuel, don de Dios a sus padres ancianos, que, por ello, lo consagraron al servicio del Señor en el templo desde la niñez. El autor compone un relato dramatizado, dividido en varias partes, dotado de suspense y desenlace. Quiere resaltar así la importancia del origen del profetismo en Israel, en que Dios inaugura una nueva forma de comunicación con los hombres por medio de otros hombres, esas personas de las que Dios se sirvió para dirigirse a su pueblo, hasta la llegada del que es la Palabra de Dios, presencia y expresión humana de Dios.

Juan el Bautista lo desvela a dos de sus discípulos, uno de ellos Andrés y el otro seguramente el autor del cuarto evangelio, Juan evangelista. La escena es también animada: con la declaración del Bautista, que lo identifica como Cordero de Dios, que redimirá al mundo con el derramamiento de su sangre. Esta insinuación pone en movimiento a dos de sus discípulos, que siguen los pasos de Jesús, el cual los invita a irse con Él, lo que constituyó el principio de la vocación de Andrés y Juan, que fueron, vieron y se quedaron con Jesús aquel día. Este primer encuentro le bastó a Andrés para convencerse de que Jesús era el Mesías, y así se lo dice a su hermano Simón, a quien al verlo el Señor, le anuncia, con el cambio de nombre por el de Pedro, la misión para la que lo destinará en su Iglesia.

Un asunto que nos preocupa a los seres humanos es saber si Dios interviene en la vida de los hombres o por el contrario, una vez que ha creado el mundo, deja que todo discurra según las leyes fijadas en la naturaleza: la fortuna y la desgracia, la salud y la enfermedad, la vida y la muerte…

Yo diría que ambas interpretaciones son correctas, pues en un sentido somos parte de la naturaleza y en otro la superamos en cuanto seres espirituales personales.

No hay duda de que provenimos de la naturaleza y somos naturaleza, como los demás seres que la constituyen. Por lo cual rige para nosotros la ley de la gravedad y podemos caernos de un andamio y matarnos; y, si conducimos con exceso de velocidad, corremos el riesgo de salirnos en una curva y estrellarnos; o bien nos puede invadir el coronavirus y terminar con nosotros, o un cáncer o un infarto. El mismo Jesús se sometió a las leyes de la naturaleza y no quiso manejarlas a su antojo tentando a Dios.

De igual modo es cierto que, por su condición de ser espiritual, el hombre puede controlar y aun contrariar sus instintos: por ejemplo moderando el hambre con un ayuno de carácter religioso, o eligiendo el celibato por el Reino de los cielos, o entregando el tiempo a los enfermos, o sacrificando la vida por la fe…

Normalmente Dios deja que la naturaleza que Él ha creado rija nuestro ser natural con algunas excepciones: por ejemplo los milagros de Jesús y de algunos de sus predecesores o seguidores. Hoy sigue Dios haciendo milagros, requeridos por la Iglesia para la canonización de los santos, sobrepasando las leyes de la naturaleza.

Pero es en el orden de la vida espiritual (personal) donde Dios entabla una relación particular (única) con cada ser humano: como personas, Dios nos trata personalmente y no nos abandona. Dios nos llama a la existencia como seres únicos, personales. Nosotros mismos tenemos conciencia de nuestra unicidad. Dios nos conoce por nuestro nombre, nos constituye en nuestro ser personal. No somos personas porque nos conocemos, sino que primero somos y luego nos conocemos. Mas lo que verdaderamente nos constituye en un tú es el reconocimiento de los demás y sobre todo el amor. Aunque este reconocimiento humano no basta pues ahora nos lo puede dar y luego quitárnoslo. Lo que verdaderamente nos convierte en personas es que Dios nos conoce, nos ama y se dirige a nosotros como interlocutores suyos: esto no nos faltará jamás. Dios nos toma en serio, nos propone participar en su vida eterna y nos hace responsables de nuestra decisión. La contrapartida que nos pide es la de formarnos a nosotros mismos conforme al plan que Él nos propone, que ha de incluirlo a Él, a nosotros mismos, a los demás y al mundo.

¡Pues claro que Dios siempre ha tomado parte en la historia humana! Se trata de una relación personal presidida por la libertad. Pero esto es sólo el comienzo. La máxima inmersión de Dios en la historia de los hombres tuvo lugar cuando se implicó en ella, no desde fuera, sino como parte de la misma, haciéndose hombre. Otra forma de proceder, tratando de manejar a los hombres como marionetas habría alterado la naturaleza de las relaciones humanas que Dios creó y que se caracterizan por la libertad.

Sí. Dios se dirige a nosotros, nos habla, nos instruye, nos asiste permaneciendo a nuestro lado…, nos llama, nos propone. Tan cerca como lo estuvo Jesús de Andrés y de Juan y de Pedro. Es preciso, pues, que nos estemos con Él, abramos nuestros oídos y nos dejemos inspirar.

Modesto García, OSA

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