EL PECADO, 24 de Febrero

«Ten piedad de mí, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa misericordia borra mi delito» (SI 51, 1).

1.— » Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron con la predicación de Jonás y aquí  hay algo más que Jonás» (Lc 11, 32). Late una gran amargura en estas palabras de Jesús. Los ninivitas habían pecado, pero con la predicación de Jonás hicieron penitencia y cambiaron de vida, mientras muchos hijos de Israel han rechazado no a un profeta, sino al Hijo de Dios. El pecado del  orgullo  impide  creer en Dios, aceptar su palabra, seguir su ley. También ahora el pecado invade todo el mundo y  es la raíz de todos los males que  aquejan a  la  humanidad y despedazan a la Iglesia. Y sin embargo, mientras el hombre, abusando de su libertad, se aleja voluntariamente de Dios, el Señor no cesa de llamarlo de nuevo, de invitarle al retorno. Los caminos  del Señor son caminos de amor infinito: él llama al hombre a participar de su vida divina, a vivir en  comunión íntima y personal con él. Los caminos del hombre pecador van en dirección completamente opuesta: rechazan el amor, rompen las relaciones de  amistad con Dios. Estas son las consecuencias del pecado mortal. Pero no es sólo esto. «El pecado es… una disminución del hombre mismo, que le impide conseguir su propia plenitud» (GS 13), plenitud que él puede  conseguir sólo en la comunión con Dios, única  fuente de vida, de caridad y de gracia.

Dios, que es la causa de todo ser, ha de estar presente también en el pecador, pero no está presente en él como Padre, como Huésped, como Trinidad que se ofrece al hombre para ser objeto de conocimiento y de amor. Por ese camino el hombre, creado para ser el templo vivo de la Trinidad, se hace incapaz de vivir en sociedad con las tres Personas divinas, se cierra el camino de la unión con Dios y obliga a Dios a romper toda relación de amistad. Y todo esto porque prefiere el bien limitado y caduco de una miserable  criatura,  de una satisfacción egoísta, de un placer terrenal al Bien sumo. Ahí está la malicia del pecado: repudiar el don de Dios, traicionar al Creador, al Padre y al Amigo.

2.— La historia en todas sus páginas documenta los desastrosos efectos del Un solo pecado transformó en un instante a Lucifer de ángel de luz en ángel de las tinieblas y en eterno enemigo de Dios. Un solo pecado desposeyó a Adán y Eva del estado de amistad con Dios, privándoles de todo don sobrenatural y preternatural, condenándoles a la  muerte  y arrastrando en su desgracia a toda la humanidad. Pero más fuertemente aún que estos hechos, es la Pasión de Jesús lo que nos revela la enorme malicia y la fuerza destructora del pecado. Los miembros desgarrados de Cristo, su dolorosísima muerte en la cruz, proclaman que el pecado es una especie de deicidio. El Hijo de Dios, por causa del pecado, se ha convertido en «varón de dolores… herido de Dios y humillado… herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. (Is 53, 3-5). Y como respuesta a esa malicia, Cristo ha abrazado voluntariamente la muerte por la salvación del hombre pecador. «Cordero inocente, con su sangre derramada libremente nos ha merecido la vida y en él Dios nos ha  reconciliado consigo mismo y entre nosotros y nos ha sacado de la esclavitud de Satanás y del pecado (GS 22).

Jesús no ha excluido ‘a nadie de los beneficios de su obra redentora. Dirigiéndose a la misma generación que le rechazaba, Jesús decía: «Esta generación… busca una señal y no se le dará otra señal que la señal de Jonás» (Lc 11, 29). Como Jonás que después de pasar tres días en el vientre del pez, fue devuelto a la tierra y mandado a predicar a Nínive, así Jesús después de  estar tres días en el sepulcro, resucitará de la muerte para dar vida a todos los que crean en  él. La muerte y  la resurrección de Cristo son la señal más espléndida de su amor para con los hombres pecadores y al mismo tiempo la máxima prueba de  su divinidad. Quien acepte a Cristo se salvará, podrá lavar los  pecados en su sangre redentora y resucitar en él a una vida nueva.

Hay sin embargo muchos que siguen rechazando esta señal y buscando otras, y por eso permanecen en sus propios pecados. Fiel a la ley de la solidaridad, todo cristiano está obligado no sólo a convertirse personalmente de su pecado, sino también a luchar, a sufrir y a pagar por los pecados de los hermanos, apresurando con la oración y con el amor su conversión.


Oh mi Dios y mi verdadera fortaleza! ¿Qué es esto, Señor, que para todo somos cobardes, si no es para contra Vos? Aquí se emplean todas las fuerzas de los hijos de Adán. Y si la razón no estuviese tan ciega, no bastarían las de todos juntos para atreverse a tomar armas contra su Criador y sustentar guerra continua contra quien los puede hundir en los abismos en un momento; si no, como está ciega, quedan como locos, que buscan la muerte, porque en su imaginación les parece con ella ganar la vida… ¡Oh Sabiduría que no se puede comprender! ¡Cómo fue necesario todo el amor que tenéis a vuestras criaturas para poder sufrir tanto desatino, y aguardar a que sanemos, y procurarlo con mil maneras de medios y remedios!

Cosa es que me espanta cuando considero que falta el esfuerzo para irse a la mano de una cosa muy leve, y que verdaderamente se hacen entender a sí mismos que no pueden. aunque quieren, quitarse de una ocasión y apartarse de un peligro adonde pierden el alma y que  tengamos esfuerzo y ánimo para acometer a una tan gran Majestad como sois Vos. ¿Qué es esto, Bien mío?, ¿qué es esto? ¿Quién da estas fuerzas? (STA. TERESA DE JESUS, Exclamaciones, 12, 1-2).

Angosta es la casa de mi alma para que vengas a  ella:  sea ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala. Hay en ella cosas que ofenden tus ojos: lo confieso y lo sé; ¿pero quién la limpiará o a quién otro clamaré fuera de ti: «De los pecados ocultos líbrame, Señor, y de los ajenos perdona a tu siervo? Creo, por eso hablo. Tú lo sabes, Señor.

¿Acaso no he confesado ante ti mis delitos contra ti, ¡oh Dios mío!, y tú has remitido la impiedad de mi corazón? No quiero contender en juicio contigo, que eres la verdad, y no quiero engañarme a mí  mismo, para  que no se engañe a sí misma mi iniquidad. No quiero contender en juicio contigo, porque si miras a las iniquidades, Señor, ¿quién, Señor, subsistirá?

Con todo, permíteme que hable en presencia de tu misericordia, a mí, tierra y ceniza; permíteme que hable, porque es a tu misericordia, no al hombre, mi burlador, a quien hablo. Tal vez también tú te reirás de mí; más vuelto hacia mí, tendrás compasión de mí. (S. AGUSTIN, Confesiones, I, 3, 6; 6, 7).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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