EL PUESTO JUSTO, 4 de Marzo

«Señor, tú exploras el corazón, para dar a cada uno según su camino» (Jr 17-10).

1.— «Maldito sea aquel que fía en hombre y hace de la carne su apoyo, y se aparta del Señor en su corazón» (Jr 17, 5). El hombre soberbio, satisfecho de sí mismo y cerrado a Dios, hasta despreocupado de él, no puede ser objeto de las bendiciones divinas. Jeremías lo compara a un árbol plantado en los sitios quemados del desierto, y por eso estéril, infecundo. Es posible que prospere, que por muchos años goce también de la vida, pero llegará un momento en que su grandeza se derrumbará y su gloria se cambiará en llanto. El rico de la parábola evangélica (Lc 16, 19-31), que banquetea suntuosamente mientras el pobre Lázaro gime a su puerta, lo personifica con toda exactitud. Jesús no le condena por el simple hecho de que posea muchas riquezas, sino porque puso en ellas todo su corazón e hizo consistir su felicidad en disfrutarlas al máximo, olvidándose de Dios y del prójimo. «No endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre» (Dt 15, 7), dice el Señor; pero este hombre, despreciador de Dios, desprecia también su ley y no posee ningún sentido de piedad para con el mendigo que espera inútilmente matar su hambre con las migas que caigan de su mesa. Cuando llega la muerte, la situación se vuelve al revés: el rico se hunde en un sufrimiento eterno y el pobre comienza  a gozar de una felicidad sin fin. La parábola es el comentario práctico de las «bienaventuranzas» de los pobres, de los hambrientos, de los que lloran, porque de ellos es el reino de Dios, porque ellos serán saciados, porque ellos reirán (Lc 6, 20-21), y de los «ayes»  lanzados por Cristo contra los que ahora gozan: «¡Ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto» (ib 24-25).

En otra ocasión Jesús dijo que era muy difícil para los ricos salvarse (Lc 18, 24-25); con mucha frecuencia la riqueza engendra soberbia, de donde después se deriva la falta de piedad hacia Dios y la dureza de corazón para con el prójimo. Es raro encontrar un rico humilde. Es humilde en medio de las riquezas y de los honores solamente quien, comprendiendo su vanidad, apoya su vida en Dios y se considera administrador de los bienes que la Providencia le ha confiado, para hacer partícipes de ellos a los hermanos necesitados.

2.— Tampoco es la indigencia por sí misma la que salva a Lázaro, sino el haberla aceptado con humildad y paciencia como venida de las manos de Dios,  y confiando siempre en él. «Bienaventurado el hombre que confía en el Señor» (Jr 17, 7). La pobreza material es un medio de salvación cuando va unida a la pobreza del espíritu, a la humildad del corazón. El  pobre soberbio, que se rebela contra Dios y contra la sociedad, que anida rencores y trata de esquivar la pobreza con medios injustos y violentos, no puede identificarse con los pobres de quienes es el reino de los cielos.

En resumen, la salvación es de los humildes, de los que reconociendo su total dependencia de Dios, aceptan de  sus manos cualquier situación, próspera o adversa —bienestar o indigencia, felicidad o tribulaciones— sin ensalzarse y sin rebelarse. La humildad consiste fundamentalmente en aceptar la propia condición de criaturas que nada tienen propio, convencidos de que cuanto poseen —en el orden del ser y del obrar— lo han recibido de Dios. En consecuencia, el hombre ni puede aprovecharse egoístamente de los dones recibidos, ni gloriarse de ellos como de cosa  propia, y menos  todavía atribuirse derechos o sentirse defraudado si la Providencia le ha destinado una vida pobre, humilde, sin gloria.

Además, la humildad consiste en mantener dentro de los justos límites el amor a los propios valores, que podría llevar al hombre a considerarse más de lo que merece y a colocarse por encima de los otros. La humildad es verdad, y por eso en las relaciones con Dios y  en las relaciones con el prójimo enseña a tomar el puesto justo, el que corresponde a los designios divinos.

Frente a Dios, actitud de pobre consciente de no tener nada y de no poder nada sin la ayuda divina. «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5), dice Jesús y San Pablo comenta: »Pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar, como bien le parece» (Flp 2, 13). Actitud, pues,  de pobre,  pero de pobre  confiado, sabedor de ser amado por Dios como hijo y de poder confiar siempre en su socorro.

Frente al prójimo, actitud de pobre abierto a las necesidades ajenas, generoso en compartir con los demás sus bienes, más dispuesto a servir que a ser servido.


Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor: será como un cardo en la estepa, no  verá llegar el bien; habitará la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita.

Bendito quien confía en el Señor, y pone en el Señor su confianza:  será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año  de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.

Nada más falso y enfermo que el corazón, ¿Quién lo entenderá? Tú, Señor, penetras el corazón, sondeas las entrañas; para dar al hombre según su conducta, según el fruto de sus acciones. (Cf. Jeremías 17, 5- 10).

¡Oh Señor!, quiero mirarme a mí mismo; yo, pecador, ¿Qué merecía? Yo, vituperador de Dios, ¿Qué merecía? No se me ocurre nada fuera del castigo, nada fuera del suplicio. Bien veo lo que se me debía, y lo que tú me has dado ha sido gratuitamente. Se me dio el perdón, a mí, pecador. Se me dio la justificación, la caridad, es  decir el amor divino, para  que con ella hiciera bien todas las cosas; y por añadidura, me darás, Señor, la vida eterna y la compañía de los ángeles; y todo ello por misericordia.

¡Que no me jacte jamás de mis méritos, porque también ellos son dones tuyos! (In Ps 144, 11).

Haz que descienda a lo hondo de mi corazón y me confiese a ti: nada hay en mí que pueda agradarte, fuera de lo que tengo de ti; lo que tengo de mí mismo no puede menos de desagradarte. Si pienso en los bienes que poseo, ¿Qué es lo que no he recibido? Y si lo he recibido, ¿por qué  me glorío de ello como si no lo hubiera recibido?… De mí mismo, sólo supe perderme, y ni aun ahora habría sabido encontrarte, si tú no me hubieras hecho entrar dentro de mí (Sr 13, 3).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *