EL QUE SE HUMILLA… 13 de Marzo

«¡Oh Señor!, tú salvas al humilde y humillas a los altaneros» (Sal 18, 28).

1.— La parábola del fariseo y del publicano la contó el Señor «por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás» (Lc 18, 9). Es fácil para el hombre caer en esta tentación, y puede serlo particularmente para aquellos que hacen profesión de vida devota. El hecho de observar la  ley de Dios, de  practicar los ejercicios de piedad, de hacer limosnas, y tal vez algunas penitencias, puede suscitar en un espíritu no purificado de orgullo un cierto sentido de suficiencia: un presentarse a Dios con la cabeza erguida, con la secreta convicción de tener cierto derecho a ser escuchado con preferencia a tantos otros que son «ladrones, injustos, adúlteros» (ibid 11). Pero Dios piensa de distinta manera, y sobre el  fariseo lleno de sí, da la preferencia al publicano, que es pecador, pero humilde: «no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho diciendo: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador»» (ibid 13). A juzgar por su conducta externa, la postura moral del fariseo es, sin duda alguna, mejor que la del publicano; pero lleva en su corazón el  gusano del orgullo que mata a la caridad: este hombre no ama a Dios, ni al prójimo. En lugar de alabar a Dios y testimoniarle su amor, se ama a sí mismo y ama la propia excelencia; en vez de amar al prójimo, desprecia al publicano. Tampoco en este último existe la caridad, porque el desorden moral la ha destruido; pero hay humildad: es consciente de su miseria, se duele de ella, se arrepiente, invoca la misericordia de Dios. Y Dios, que ve los sentimientos sinceros de su corazón, le justifica; la humildad realiza el gran milagro: le restablece en la caridad. Con el fariseo acaece lo contrario: permanece cerrado en su orgullo, y la gracia de Dios no le alcanza. «Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido» (ibid 14). La parábola es una vigorosa llamada al  valor de la humildad, que ninguna otra virtud moral puede suplir. La oración misma no le es agradable a Dios, si no sale de un corazón humilde que reconoce con sencillez y franqueza la propia miseria en presencia del Altísimo.

2.— «Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da la gracia» (Sant 4, 6). He aquí toda la importancia de la humildad; limpia el corazón humano del orgullo, del amor propio, y le abre a Dios, a su amor, a su gracia. La santidad consiste en el amor, porque sólo el amor puede unir al hombre con Dios; sin embargo, la humildad es su fundamento, porque prepara el terreno a la caridad, cava los cimientos. La humildad es al amor lo que los cimientos son al edificio. Cavar los cimientos de una casa no es construirla, pero es el trabajo preliminar. Cuanto más profundos son los cimientos, cuanto más firmes, tanta mayor altura puede alcanzar la casa sin peligro de venirse abajo. «La humildad —dice santa Teresa de Avila— es el cimiento del edificio [de la vida espiritual]; y si no hay ésta muy de veras, aun por vuestro bien no querrá el Señor subirlo muy alto, porque no dé todo en el suelo» (M VII, 4, 8).

A medida que la humildad va vaciando al alma de las vanas y orgullosas pretensiones del propio yo, va dando  lugar a Dios.  Y cuando la persona  espiritual «viniere a quedar resuelta en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios, que es el mayor y más alto estado a que en esta vida se puede llegar» (san Juan de la Cruz, S   II, 7, 11). En consecuencia, cuanto más alto es el ideal de santidad y de unión con Dios a que el hombre aspira, tanto más debe descender, es decir, cavar en sí mismo el abismo de la humildad que atrae el  abismo de  la  misericordia infinita. Es  necesario, por  lo  tanto, humillarse «bajo la poderosa mano de  Dios» (1Pe 5, 6), reconocer sinceramente la propia nada, tomar conciencia de la propia indigencia; y quien quiera gloriarse, que se gloríe solo —como dice san Pablo— de sus debilidades, para que habite en él la fuerza de Cristo. Pues cuando el hombre es débil y se reconoce tal, entonces es cuando es fuerte (2Cor 12, 9-10).

El sublime ideal de la unión con Dios supera totalmente la capacidad humana; si el hombre puede aspirar a ella, no es porque pueda confiar en sus propias fuerzas, sino sólo porque confía en la ayuda de Dios, el cual «ensalza a los humildes; a los hambrientos los llena de bienes, y a los ricos los despide vacíos» (Le 1, 52- 53).


Cuanto más grande seas, humíllate más, y hallarás gracia ante el Señor. Porque grande es el poder del Señor, y es glorificado en los humildes… A muchos extravió su temeridad, y la presunción pervirtió su pensamiento.

Hay quien es débil y pobre, pobre en fuerzas y sobrado en flaqueza. Pero el Señor le mira con bondad y le levanta de su batimiento, y yergue su cabeza con admiración de todos. (Eclesiástico 3,  18-20; 11, 12, 13).

¡Oh Señor!, ¿Qué bien he merecido yo, pecador? ¿Qué bien he merecido yo, inicuo? De Adán procede Adán, y de Adán se originan muchos pecados. Soy hijo de Adán…, y con mi mala vida he añadido pecados al pecado de Adán. ¿Qué bien merecía yo, que era otro Adán? Con todo, tú, el Misericordioso, me amaste, no por mi hermosura, sino para hacerme hermoso. (In Ps, 132, 10).

Si busco lo que de mí hay en mí, hallo el pecado. Si busco lo que de mí hay en mí, hallo la mentira. Fuera del pecado,  todo lo que encuentre en  mí es tuyo. (Sr 32, 10).

No a mí, ¡oh Señor!, sino a tu nombre daré gloria. Vivifícame por tu nombre, Señor: según tu justicia, no según la mía; no porque lo haya merecido, sino porque tú eres misericordioso. Si yo presentase mi mérito, no merecería de ti otra cosa sino el suplicio. Arrancaste de raíz mis méritos e introdujiste tus dones. (SAN AGUSTIN, In Ps 142, 18).

¡Oh Rey del cielo!, no hay dama que así te haga rendir como la humildad. Esta te trajo del cielo en las entrañas de  la Virgen, y con ella te traeremos nosotras de un cabello a nuestras almas. Y quien más humildad tuviere, más te tendrá, y quien menos, menos. (Cf. SANTA TERESA DE JESUS, Camino, 16, 2).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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