EL VERBO SE HA HECHO CARNE, Miércoles IV Semana de Adviento

«¡Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, ven a salvarnos, Señor, Dios nuestro!» (Leccio­nario).

1.— El Verbo es la segunda Persona de la Santísima Trinidad. En el seno de la única naturaleza divina hay tres personas, tres términos subsistentes. También noso­tros somos «subsistentes»; la «subsistencia» es lo que nos permite decir «yo» y atribuir a este yo las diversas acciones que realizamos. En Dios, en la naturaleza divina, hay tres Términos que pueden decir «yo» respecto a las operaciones divinas, operaciones que son comunes a los tres, porque proceden de una sola naturaleza poseída por todas las tres divinas personas. El Verbo posee la natu­raleza divina como el Padre y el Espíritu Santo; posee sus mismas propiedades divinas de infinitud, eternidad, omnipotencia, omnisciencia, etc.; todas las excelencias y perfecciones divinas son del Verbo; como lo son de las demás Personas. El Verbo obra las mismas acciones divinas que el Padre y el Espíritu Santo: acciones íntimas de conocimiento y de amor que constituyen la vida misma de la Santísima Trinidad; acciones exteriores de creación, conservación de las criaturas, etc.

¡El Verbo es Dios! San Juan Evangelista, al abrir su Evangelio y antes de hablar del nacimiento temporal de Jesús, nos presenta la generación eterna del Verbo exis­tente ab aeterno en el seno del Padre, igual en todo al Padre, pero distinto de él. «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1, 1). El Verbo es la única palabra del Padre que expresa todo el Padre; el Padre, dándole toda su esencia y naturaleza divina, le comunica igualmente toda la acción divina. He aquí, pues, que el Verbo es causa eficiente y principio de toda vida natural y sobrenatural: «todas las cosas fueron hechas por él, y sin él no se hizo nada» (Jn 1, 3). Pero el Verbo, resplandor del Padre, no sólo es vida, sino también luz, luz que revela a los hombres las grandezas y misterios de Dios: «En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (ib. 1, 4). Vida natu­ral, vida de gracia, luz, conocimiento de Dios: todo nos viene del Verbo, que es Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo.

2.— «El Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14). Por ser Dios, el Verbo es eterno e inmutable y sigue siendo necesariamente lo que era, «Manet quod erat». Pero esto no impide que él, juntamente con el Padre y el Espíritu San­to, cree en el tiempo una naturaleza humana, la cual en vez de tener un yo limitado y débil como el nuestro, quede totalmente bajo el gobierno de su yo divino. Así lo ha hecho: la naturaleza humana por él asumida es la misma naturaleza que la nuestra, pero, en lugar de per­tenecer a un yo humano, pertenece al yo divino, a la Persona subsistente del Verbo; y, en consecuencia, las operaciones y pasiones de esta naturaleza humana son también del Verbo. El Verbo después de la Encarnación tiene una doble naturaleza: la naturaleza divina, única, que posee en comunidad con el Padre y con el Espíritu Santo, y la naturaleza humana, que es de la misma calidad y posee las mismas propiedades que la nuestra.

El Verbo permaneció siendo lo que era, y, sin embargo, a pesar de ser Dios, no se desdeñó de tomar nuestra pobre naturaleza humana degenerada por el pecado, «an­tes se anonadó tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2, 7). De esta manera el Verbo eterno se hizo realmente el Emmanuel, el «Dios con nosotros», que plantó su tienda en medio de los hombres, hecho en todo semejante a ellos para librarlos de la es­clavitud del pecado y del yugo de Satanás.

Todo esto obró Dios en su inmensa caridad: lleno de misericordia hacia sus pobres criaturas hundidas en el abismo del pecado, no dudó en decretar la Encarnación redentora de su Unigénito Hijo. «En efecto, Cristo Jesús fue enviado al mundo como verdadero mediador entre Dios y los hombres… Así, pues, el Hijo de Dios marchó por los caminos de la verdadera encarnación para hacer a los hombres partícipes de la naturaleza divina» (AG 3). ¡Este es el fruto de la excesiva caridad con que Dios nos ha amado! (Ef 2, 4).

¡Oh alta y eterna Trinidad!… nosotros somos árboles de muerte y tú eres árbol de vida. ¡Oh Deidad eterna, qué her­mosura ver en tu luz el árbol puro de tu criatura, que sacaste de ti suma pureza, con suma inocencia, uniéndola y plantándola en la humanidad, que tú formaste con el fango de la tierra!… Pero este árbol de vida se alejó de la Inocencia, cayó por la desobediencia y de árbol de vida se convirtió en árbol de muerte. Por lo cual tú, alta y eterna Trinidad, como ebrio de amor, y loco por tu criatura, viendo que este árbol ya no podía dar más que frutos de muerte porque estaba separado de ti que eres la vida, le diste el remedio con el mismo amor con que le habías creado, injertando tu divinidad en el árbol muerto de nuestra humanidad. ¡Oh dulce y suave injerto! ¡Tú, suma dulzura, te has dignado unirte con nuestra amargura; tú esplendor, con las tinieblas; tú, sabiduría, con la necedad; tú, vida, con la muerte; tú, infinito, con nosotros finitos! ¿Quién te obligó a esto para dar vida a tu criatura, habiéndote injuriado ­ella tanto? Sólo el amor… y así con este injerto se destruye la muerte. (STA. CATALINA DE SENA, Preghiere ed Elevazioni).

¡Oh Verbo divino! Eres tú el águila adorada que yo amo, la que me atrae. Eres tú quien, lanzándote a la tierra del destie­rro, quisiste sufrir y morir a fin de atraer a las almas hasta el centro del eterno foco de la Trinidad bienaventurada. Eres tú quien, remontándote hasta la luz Inaccesible que será para siempre tu morada, permaneces todavía en el valle de las lágrimas, escondido bajo la apariencia de una hostia blanca. Águila eterna, quieres alimentarme a mí con tu divina sustancia, a mí, pobrecito ser que volvería a la nada, si tu mirada no me diese la vida a cada instante.

¡Oh Jesús! Déjame que te diga en un arranque de gratitud que tu amor raya en locura. ¿Cómo quieres que ante esta locura mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo habría de tener límites mi confianza? (STA. TERESA DEL NIÑO JESÚS, Manuscritos autobiográficos B).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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