EN BUSCA DE DIOS, Jueves II Semana de Adviento

Señor, «alégrense y regocíjense en ti cuantos te buscan» (Ps 70, 5).

1.— «Yo, Yahvé, tu Dios, fortaleceré tu diestra, y yo te digo: No temas, yo voy en tu ayuda» (Is 41, l3). De esta manera aseguraba Dios a Israel su continua presencia y protección.

Si el antiguo pueblo de Dios tenía todos los motivos para confiar en el Señor y sentirlo siempre a su lado, mucho más fuertes son los motivos que tiene para ello el nuevo pueblo de Dios, el pueblo cristiano. Dios no sólo está al lado de cada uno de los creyentes y le guía con providencia paterna, sino que ha puesto dentro de él su templo y morada: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cr 3, 16). La palabra infalible de Jesús resuena continuamente en el corazón del cristiano: «Si alguno me ama… vendre­mos a él y en él haremos morada» (Jn 14, 23).

Pero queda todavía una grande pregunta: Si Dios está en todos los que viven en gracia, ¿por qué les resulta tan difícil encontrarlo y advertir su presencia? He aquí cómo responde San Juan de la Cruz: «Es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma; por tanto el alma que le ha de hallar conviene salir de todas las cosas según la afi­ción y voluntad, y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma, siéndole todas las cosas como si no fuesen» (Cántico 1, 6). La respuesta es bien clara: Dios está en nosotros, pero está escondido. Para hallarlo hay que salir de todas las cosas según el afecto de la voluntad. Esto quiere decir desasirse, privarse, renunciar, aniquilarse, morir espiritualmente a sí mismos y a todas las cosas, no tanto y no sólo separándose de ellas materialmente, cuanto y sobre todo desasiéndose de ellas con el afecto y la voluntad. Es el camino de la nada, del total desasi­miento; es la muerte del hombre viejo, condición indis­pensable para revestirse de Cristo y vivir en Dios. Tam­bién San Pablo lo dijo: «Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Cl 3, 3).

La búsqueda amorosa de Dios escondido en nosotros responde en intensidad y grado a esta muerte al mundo y a nosotros mismos. Cuanto más morimos, más encon­tramos a Dios.

2.—«¿Pensáis que importa poco para un alma… en­tender esta verdad y ver que no ha menester para hablar con su Padre eterno ir al cielo ni para regalarse con él, ni ha menester hablar a voces?… Ni ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí y no extrañarse de tan buen huésped» (STA. TERESA, Camino 213, 2). Pero la verdad es que también los cristianos, y hasta las almas consagradas a Dios se contentan con frecuencia con una vida superficial, del todo exterior, que los hace incapaces de recogerse en su interior para encontrarse con Dios. Hay dentro de noso­tros todo un mundo de tendencias, de impulsos y de pa­siones ardientes, que nos arrastran hacia las criaturas y nos inducen a darles nuestro corazón, a colocar en ellas nuestra esperanza, a buscar nuestro consuelo en su me­moria. Y vivimos en este mundo superficial que nos absorbe hasta el punto de olvidarnos de esa vida más pro­funda, totalmente interior, en la cual estaría el alma en íntima unión con su Dios. Diríase que el Señor nos espera en el fondo de nuestra alma, pero nosotros no llegamos a ese fondo, embebidos como estamos en mil negocios exteriores, a los cuales prestamos toda nuestra atención.

«El que ha de hallar una cosa escondida —advierte S. Juan de la Cruz—, tan a lo escondido y hasta lo escon­dido donde ella está ha de entrar, y cuando la halla, él también está escondido como ella. Como quiera, pues, que tu Esposo amado es el tesoro escondido en el campo de tu alma, por el cual el sabio mercader dio todas sus cosas, convendrá que para que tú le halles, olvidando todas las tuyas… te escondas en tu retrete interior del espíritu» (C 1, 9). Sin una cierta separación y evasión del mundo exterior y de la vida superficial, es imposible llegar hasta Dios presente pero escondido en nosotros, y vivir en comunión con quien no nos abandona si nosotros no le abandonamos primero.

¡Oh, pues, alma hermosísima entre todas las criaturas, que tanto deseas saber el lugar donde está tu Amado, para buscar­le y unirte con él! Ya se te dice que tú misma eres el aposento donde él mora y el retrete y. escondrijo donde está escondido; que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti, que está en ti, o por mejor decir, tú no puedes estar sin él…

¿Qué más quieres, ¡oh alma!, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca. Ahí le desea, ahí le adora y, no le vayas a buscar fuera de ti, porque te distraerás y cansarás y no le hallarás ni gozarás más cierto ni más presto, ni más cerca que dentro de ti (S. JUAN DE LA CRUZ, Cántico).

Un alma que transige con su yo, que se preocupa de su sensibilidad, que se entretiene en pensamientos inútiles o en cualquier clase de deseos, es un alma que dispersa sus fuerzas y no está orientada totalmente hacia Dios. Su lira no vibra al unísono y el divino Maestro, al pulsarla, no puede arrancar de ella armonías divinas. Tiene aún, demasiadas tendencias hu­manas. Es una disonancia. El alma que aún se reserva algo para sí en su reino interior, que no tiene sus potencias reco­gidas en Dios, no puede ser una perfecta alabanza de gloria… porque la unidad no reina en ella. En vez de proseguir con sen­cillez su himno de alabanza a través de todo, necesita reunir constantemente las cuerdas de su instrumento dispersas por todas partes: ¡Qué indispensable es esta bella unidad interior para el alma que quiere vivir en la tierra la vida de los bienaventurados, es decir, de los seres simples, de los espíritus! (ISABEL DE LA TRINIDAD, Últimos ejercicios espirituales, 2; Obras).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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