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Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
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«¡Oh Señor!, firme es tu misericordia con nosotros, tu fidelidad dura por siempre» (Sal 117, 2).
1. — Ezequiel contempló, en visión profética, un manantial que brotaba por el lado derecho del templo, cuya agua iba creciendo y creciendo en caudal, y con una fuerza tan fecundante, que adondequiera que llegase, llevaría consigo la vida. «Adondequiera que llegue esa corriente todo quedará saneado y habrá vida» (47, 1-9. 12). Hasta el Mar Muerto quedará saneado al contacto con aquella agua, se poblará de peces, y en sus incultas riberas crecerá toda clase de árboles frutales. Es una imagen de la eficacia sanativa y vivificadora de la gracia que brota del costado atravesado de Cristo para purificar y santificar a todos los que se adhieran a él por la fe. La visión de Ezequiel adelanta el simbolismo del agua, tan frecuente en el Nuevo Testamento y particularmente en el Evangelio de san Juan. Hace pensar en el agua viva prometida por Jesús a la Samaritana, en la piscina de Siloé, donde el ciego de nacimiento se lavó y adquirió la vista, o en las aguas de Betesda, junto a las cuales Jesús sanó al paralítico.
Este último episodio nos induce a reflexionar sobre la situación de impotencia en que se encuentra el hombre frente a la vida sobrenatural. El paralítico espera desde hace treinta y ocho años la curación, por sí solo no puede alcanzar las aguas sanativas de la piscina y no encuentra a nadie que le meta en ella. Pero el agua es un signo, mientras que la virtud sanativa se halla en Cristo; él es quien cura y salva. A su palabra «el hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar» (Jn 5, 9). Algo parecido acontece en los sacramentos, signos y vehículos de la gracia; la Iglesia los administra, pero es Cristo quien obra en ellos, es él quien salva y santifica. El hombre puede y debe trabajar por liberarse del pecado, pero el medio más calificado para su purificación es el sacramento, en el que Cristo le lava con su propia sangre; debe empeñarse en adquirir la virtud, pero nada aumenta en él tan directamente el amor como la Eucaristía, en la que Cristo le nutre con su propia carne. Mediante los sacramentos, la buena voluntad de la criatura se encuentra con la acción de Cristo y se ve corroborada por la fuerza santificadora de su gracia.
2. — Sin la gracia, el hombre se encuentra en la esterilidad de la muerte, en la impotencia de la parálisis; pero cuando le alcanza y posee la gracia, florece en él la vida, y es una vida divina: amistad, comunión con Dios, santidad. Infundiendo la gracia en el hombre, Dios mismo, Uno y Trino, hace morada en él: «Al que me ama… mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23). Es ésta una realidad infalible que se actúa en toda criatura que vive en la gracia y en el amor. Sin embargo, Dios no se entrega completamente al hombre, no le trasforma del todo en sí, no le consuma en su unidad, hasta que no le halla desembarazado de todo lo que es contrario a su voluntad y con la perfección de Dios están, no sólo el pecado, sino también los mínimos defectos voluntarios, las imperfecciones y las infidelidades deliberadas. Dios no puede querer tales cosas, no puede admitir a la perfecta unión con él a una criatura que esté ligada a ellas. Por consiguiente, la colaboración del hombre con la acción de la gracia consiste, sobre todo, en liberarse, con la ayuda de la gracia misma, de todo aquello que es contrario a Dios. El hombre —enseña san Juan de la Cruz—se dispone a la unión con Dios por «la pureza y amor», es decir, renunciando completamente a todo por su amor (S II, 5, 8). Pureza y amor van al mismo ritmo: cuanto más el hombre ama a Dios, tanto más capaz se hace de renunciar a todo apego a sí mismo y a las criaturas, de combatir y vencer defectos e imperfecciones, realizando en sí de este modo, una gran pureza interior. Por otra parte, a mayor pureza, corresponde un amor más intenso; el hombre purificado se siente libre para concentrar en Dios todas sus fuerzas. Pureza y amor se entrelazan y se integran mutuamente hasta hacerse inseparables, «porque el amar [a Dios] es obrar en despojarse y desnudarse por Dios’de todo lo que no es Dios» (ibid 7). Programa arduo, pero realizable, porque la voluntad del cristiano está potenciada por la fuerza sanativa y vivificadora de la gracia, porque Dios, presente en él, le apoya en sus esfuerzos, y mientras le invita a la comunión con él, le facilita el camino.
¡Bendito seas, oh Creador y Señor mío! No te indignes, si te hablo como un herido habla al médico, como uno que sufre habla a quien puede consolarle, como un pobre al rico provisto de todo bien.
El herido dice: ¡Oh médico, no me desprecies, a mí, que estoy herido, pues eres mi hermano.
¡Oh tú, que eres el mejor de los consoladores, no me desprecies porque estoy en la ansiedad, más bien da a mi corazón la calma y concede a mis sentidos el consuelo!
El pobre dice: ¡Oh tú, que eres rico y no necesitas de nada, mírame, estoy debilitado por el hambre; vuelve a mí tu mirada, porque estoy desnudo, y dame ropas para que pueda calentarme!
Por eso te suplico de este modo: ¡Oh Señor, omnipotente y bonísimo!, mira las llagas con que mis pecados me hirieron desde la infancia; lloro por el tiempo perdido inútilmente. Mis fuerzas no bastan para sostenerme en la fatiga, pues se gastaron en vanidades. Y puesto que eres la fuente de toda bondad y misericordia, te conjuro a que tengas piedad y misericordia, te conjuro a que tengas compasión de mí. Toca mi corazón con la mano de tu amor, pues eres el mejor de los médicos; consueta a mi alma, pues eres el buen consolador. (SANTA BRIGIDA, Las celestiales revelaciones).
Ponme, ¡oh Dios mío!, en esa desnudez en que se gusta el todo, vacíame el espíritu y la memoria de todo lo creado, para que sólo te guste a ti…, o mejor, no te guste, que ésta es una palabra sensible, sino que esté en ese vacío, en esa áspera nada, solemne, misteriosa, en la que está el todo, que eres tú, a quien el alma suspira y gime por unirse.
¡Oh Dios mío!, no sé decírmelo a mí mismo, pero muero de la sed de unirme a ti, y sé que tú sólo te unes en pureza… Tus palabras martillean mi alma: «no llevéis nada», y veo que llevo demasiado, y esto me causa una tristeza que se convertiría en desesperación, si no supiese que tú puedes socorrer misericordiosamente a quien te busca. (G. CANOVAI, Suscipe, Domine).
Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D