GLORIA A DIOS, 28 de Diciembre

«Gloria a Dios en las alturas. Gloria a ti, oh Jesús, nacido de la Virgen» (Lc 2, 14; Breviario Romano).

1.— Al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas» (Lc 2, 13-14). El Verbo se hizo carne para nuestra salvación, para nuestra felicidad. Y, sin embargo, el fin primario de la Encarnación, como de todas las obras de Dios, es su gloria; porque él, Bien único y absoluto, no puede querer nada sino para su gloria. Al enviar a su Hijo Unigénito para salvar a los hombres, quiso glorificar su infinita bondad, quiso glori­ficarse a sí mismo en la obra de nuestra salvación, llevada a cabo por un acto supremo de su amor miseri­cordioso. La obra de la creación glorifica a Dios en su sabiduría y omnipotencia, la obra de la Encarnación le glorifica en su amor. Y, como Dios no podía manifestar mayor misericordia y mayor amor que dando a su Hijo para salvar a los hombres, ninguna obra tampoco puede glorificarle por encima de la Encarnación del Verbo. Por eso en el nacimiento del Redentor cantaron los ángeles: «Gloria a Dios en lo más alto de los cielos». Canto que la Iglesia ha recogido y amplificado en aquel Gloria que se repite en toda misa festiva: «Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te damos gracias, Señor Dios, Rey celestial». En ninguna ocasión, como en las fiestas de Navidad, se siente la necesidad de repetir este canto, más con el corazón que con los labios. Todo creyente se siente más que nunca impulsado a alabar a su Dios, tan inmenso, tan grande, tan hermoso, pero al mismo tiempo tan bueno, tan misericordioso, tan lleno de amor. «Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas con sabiduría y amor… Y tanto amaste al mundo, Padre Santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como Salvador a tu único Hijo» (Plegaria eucarística, IV). Pero no basta el canto: el alma quería transformarse en una incesante «alabanza de su gloria».

2.— «Todos fuimos predestinados en Cristo para que seamos encomio de su gloria» (Ef 1, 11-12). Todo cristiano es por sí mismo un argumento de la gloria de Cristo: su elevación al orden sobrenatural, su santificación, su felicidad eterna, tienen como fin supremo la gloria de aquel que le ha redimido. El cristiano, y más aún el alma consagrada, ha de portarse de tal modo que todas sus obras y su vida entera sean una alabanza de gloria a la Santísima Trinidad y a Cristo nuestro Señor.

La Iglesia nos presenta estos días las «primicias» de estos «verdaderos cristianos» que, con sus obras y hasta con la muerte, cantaron las glorias del Redentor: los vemos en el cortejo del Niño-Dios, como ángeles de la tierra que unen sus cantos a los ángeles del cielo. San Esteban, el protomártir, nos enseña que el alma que ama fielmente debe estar dispuesta a darlo todo, a darse a sí misma, y aun la vida por la gloria de Dios. San Juan Evangelista, «el bienaventurado Apóstol a quien fueron revelados los secretos celestiales» y que más que nadie penetró en el misterio de Dios-Caridad, nos dice que el amor del prójimo «es el precepto del Señor y que, si se observa, él sólo basta» (Brev. Rom.) para glorificar al que es amor infinito.

Los Santos Inocentes, «los primeros tiernos pimpollos de la Iglesia» (Brev. Rom.), demuestran que la voz de la inocencia es un himno de gloria a Dios, muy seme­jante al de los ángeles: «De la boca de los niños y de los que maman has hecho salir la alabanza (Ps 8, 3). Pero este himno resuena más fuerte y elocuente aún, cuando se une al sacrificio de la sangre: «Los Inocentes Mártires Confesaron la gloria de Dios no con las palabras, sino con la muerte» (Brev. Rom.).

Que la vida de todo cristiano sea un himno de ala­banza al Señor, no con las palabras, sino con las obras, «para testimoniar con nuestra vida la fe que confesamos de palabra» (Colecta).

¡Oh eterno e infinito Bien, oh Loco de amor! ¿Necesitas, acaso, de tu criatura? Sin embargo, así lo parece, porque obras de tal manera como si sin ella no pudieses vivir, siendo así que tú eres vida y que todo tiene vida para ti, y sin ti nada vive. ¿Cómo has enloquecido de esta manera? Te enamoraste de tu hechura, te complaciste y te deleitaste con ella en ti mismo, y quedaste ebrio de su salud. Ella te huye, y tú la vas buscando. Ella se aleja, y tú te acercas. Ya más cerca de ella no podías llegar al vestirte de su humanidad. (STA. CATALINA DE SENA, Diálogo).

Tú, siendo grande y rico, por amor nuestro te hiciste pe­queño y pobre, quisiste nacer fuera de casa en un establo, ser envuelto en pañales, amamantado con leche de la Virgen y reclinado en el pesebre entre el buey y el asnillo. Entonces «alboreó para nosotros el día de la redención nueva, de la reparación antigua, de la felicidad eterna; entonces destilaron miel los cielos por todo el mundo». Abraza ahora, alma mía, aquel divino pesebre, posa tus labios en los pies del Niño y bésalos con amor. Medita luego en la vela de los pastores; admira el innumerable ejército de los ángeles que hacen la salva; mezcla tu voz a las celestes melodías, cantando con el corazón y con la boca: Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad. (S. BUENAVENTURA, El árbol de la vida).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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