Homilía de Noche Buena, Parroquia San José de Chacao

SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR,

25 DE DICIEMBRE DE 2021


¡Qué inmensa alegría queridos hermanos poder estar celebrando juntos en esta noche el nacimiento del Salvador! Con fe profunda y corazón agradecido nos hemos reunido en esta noche santa para conmemorar un año más el gran acontecimiento del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Indudablemente lo hacemos, teniendo en nuestro corazones a tantos otros que por diversos motivos se encuentran lejos o se nos han adelantado al partir de este mundo, y ciertamente, no los podremos abrazar como en otro tiempo lo hacíamos. No obstante, el mismo amor que hoy se nos comunica en tan admirable misterio que contemplamos en el Niño Jesús, nacido para salvarnos, nos permite a nosotros también hoy, traspasar todas la barreras que nos separan, porque el amor une para siempre.


Precisamente en la primera lectura del Profeta Isaías (Is 9, 1-3.5-6), profeta que nos ha acompañado de modo particular a lo largo del Adviento y que, con una mirada luminosa contempla en el nacimiento de un niño, la persona del Mesías Salvador, describiéndonos su presencia entre nosotros como la de aquel cuya luz vencerá las tinieblas y traerá al mundo la alegría y una paz sin límites, se nos permite entrever, como tanto el profeta, como el pueblo al que representa, tienen la certeza de que la fidelidad de Dios siempre cumple sus promesas. ¿De dónde les proviene tal certeza? ¡Dios les ha demostrado en repetidas ocasiones que ha hecho una opción por su pueblo! ¡Dios ha hecho un pacto de amor que nada ni nadie lo podrá romper! Por eso, muy a pesar de las repetidas infidelidades por parte del pueblo que Él se escogió, su amor permanece siempre fiel, y por eso siempre cumplirá lo que prometió.


También nosotros tenemos esta certeza. Muy a pesar de que no siempre hemos tenido en el centro de nuestra vida a Dios como lo primero y Aquel de quien verdaderamente todo depende, de que nuestro trato o relación con Él ha podido ser en algún momento un poco frío o de simple rutina, tenemos hoy la certeza de que su amor por nosotros es siempre fiel. Por ello como el salmista hemos cantado un cántico nuevo lleno de alegría, y bendecimos su nombre
proclamando día tras día sus maravillas (cf. Sal 95).


En la segunda lectura, el Apóstol San Pablo, nos hace un resumen del inmenso regalo que nos trae la Navidad. Nos ha dicho: «Él se entregó por nosotros» (Tt 2,13). En esta pequeña frase podemos resumir el sentido de la Navidad, porque el amor es entrega sin límites. El niño que hoy nos reúne para festejar su nacimiento es el mismo que se entregó en una cruz para salvarnos.


En el Evangelio de Lucas (Lc 2, 1-14), hemos escuchado la narración de la puesta en escena de un niño que trae consigo la salvación. El niño que nace y por quien todo ha sido creado, nace paradójicamente en la sencillez de un pesebre; necesita ser cuidado, acostado y cubierto. Indudablemente el contraste de tal pequeñez nos interpela a todos al ofrecernos así la grandeza de su amor. Por ello, qué importante es redescubrir lo extraordinario de los pequeños gestos y detalles que cada día se nos presentan.


Sí, mis queridos hermanos, el nacimiento del niño que contemplamos, es expresión sublime del inconmensurable amor de Dios. De ese amor que es personal y no tiene límites, que es incondicional y que dura por toda la eternidad. Ha sido éste amor lo que ha suscitado toda la Creación, muy especialmente la de cada uno de nosotros sus hijos.


En el misterio que representa el ser humano, descubrimos que éste ha sido creado para recibir, experimentar y comunicar el amor; en esto, y solamente en esto alcanza el hombre su verdadera realización. ¿Ahora, de qué amor hablamos? Si bien hablamos de recibir y acoger el amor perfectísimo que Dios tiene para nosotros, también lo hacemos de ese amor que cada uno está llamado a comunicar a todos sin distinción.


Sólo cuando nos abrimos para recibir y comunicar ese amor es cuando comenzamos verdaderamente a vivir; de allí que Jesús nos dijera: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» ( Jn 10, 10). O aquellas otras palabras: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida» (Jn 14, 6). El Niño que nos ha nacido, con sus bracitos abiertos, quiere invitarnos a dejarnos abrazar por Él. Con sus bracitos abiertos nos está mostrando el camino de una vida verdaderamente feliz, nos está invitando a ser parte de la salvación que ha venido a traer al mundo. ¿Y, cómo ser parte de esa salvación? Acogiendo como decíamos su amor para ser así parte de la solución. Como oraba San Francisco de Asís al decir:


«¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz! Que allí donde haya odio, ponga yo
amor; donde haya ofensa, ponga yo perdón; donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya error, ponga yo verdad; donde haya duda, ponga yo fe; donde haya
desesperación, ponga yo esperanza; donde haya tinieblas, ponga yo luz; donde haya
tristeza, ponga yo alegría. ¡Oh, Maestro!, que no busque yo tanto ser consolado como
consolar; ser comprendido, como comprender; ser amado, como amar. Porque dando
es como se recibe; olvidando, como se encuentra; perdonando, como se es perdonado;
muriendo, como se resucita a la vida eterna» (Oración franciscana por la paz).


Nos decía el Cardenal Jorge Urosa Savino en años pasados: «que en esta Navidad todos crezcamos en el amor a Dios, acogiendo su misericordia, y siendo misericordiosos con los demás, con los que están cerca de nosotros, pero sobre todo, con los más pobres y necesitados (Card. Jorge Urosa Savino, Homilía de Nochebuena, 2016). Por ello, en estas navidades también yo quisiera invitarles a acoger este amor.


Pbro. Reinaldo S. Gámez F.
Párroco

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