IV. Catequesis sobre la Adoración al Santísimo Sacramento del Altar

Creo humildemente que para poder enseñar algo, así sea poco, sobre la importancia de la adoración al santísimo sacramento del altar debo hacer referencia a mi experiencia personal. Desde muy joven, cada vez que acudo al templo, tengo una gran necesidad de acercarme al lugar donde está el Santísimo Sacramento, y arrodillarme a conversar con Jesús Sacramentado. Siempre he recibido respuestas de su dulce compañía, hasta en el más profundo de los silencios, donde él se hace aún más presente.

Podría hablarles de los momentos en los que veo cómo con frialdad llegan personas a la casa del señor, al templo, y no se acercan a él. Esto es como llegar a la casa de un gran amigo y dejarlo en la puerta con la mano extendida. No existe mayor desprecio que llegar a la casa de alguien a quien decimos querer y distraernos en saludar a los otros y no al que nos invita. De igual manera ocurre cuando asistimos a una fiesta, o a una celebración y después de que disfrutamos de la misma nos vamos de la casa sin despedirnos de quien compartió todo con nosotros. Es lo mismo que ocurre cada vez que entramos al templo y no saludamos al Señor en el Santísimo, o salimos del templo y no nos despedimos de nuestro Señor.

Es un gran misterio el que ocurre, pero tenemos que tener la real convicción de que tenemos a un Dios vivo que se quedó con nosotros en el Santísimo Sacramento y se nos da en cada una de las comuniones que recibimos. El Señor instauró la celebración de la consagración de su cuerpo y su sangre para quedarse con nosotros. Sale a acompañarnos o bendecirnos en su exposición, en las horas santas, en la minerva y en tantas ocasiones en las que se mantiene presente para estar con nosotros. Son estos los momentos en los que debemos hacerle compañía y estar ahí con Él orando por nosotros y todos los que no pueden orar en ese momento. Nuestra disposición siempre debe ser a estar en compañía con el mejor de los amigos, el que nunca nos abandona, aquel que todo lo sabe y que todo lo ve, que nos acompaña en las dificultades y en las gracias que nos otorga, y solo a través de Él llegamos al Padre, es Dios presente siempre en nuestras vidas.

Si queremos aprender hacer adoradores, solo tenemos que observar la disposición de hombres y mujeres santas que han sido adoradores del Santísimo Sacramento. Como por ejemplo: el Santo Padre Pio, San Juan Pablo Segundo o La Beata Madre Carmen, entre tantos otros. Y debemos prestar atención a todas las manifestaciones que Dios ha hecho en su divina presencia en el Santísimo Sacramento del Altar. Cada vez que estemos en un templo, no olvidemos pasar primero por el Santísimo y al salir despedirnos de nuestro Dios presente. Y en el momento de la comunión recibámoslo con la humildad, pureza y entrega que Él merece, debemos entender que es él mismo el que desea que lo recibamos en nuestro corazón, y nos convirtamos por un instante en su sagrario para tenerlo muy cerca, No es necesario ir al altar, ya somos su altar, Él esta y se mantendrá con nosotros. Debemos aprovechar al máximo ese momento para estar con Él, no existe nadie más en el recinto que importe, no podemos permitirnos distraernos, ni distraer a otros con saludos o acercamientos. Ya habrá momentos para estar con los otros, es solo para Dios ese momento. De igual forma cuando estemos en disposición en oración frente al Santísimo, entendamos que es una conexión personalísima con Dios, debemos guardar silencio y respetar el silencio que otros tienen en su oración profunda con Dios, son instantes de total entrega.

Sepan que el misterio divino de la entrega y oración al Santísimo Sacramento del Altar Dios se hace presente en un todo para decirnos, aquí estoy contigo y ten fe de que siempre estaré para acompañarte en cada instante de tu vida.

Oración de adoración Eucarística compuesta por san Juan Pablo II

Señor Jesús:

Nos presentamos ante ti sabiendo que nos llamas y que nos amas tal como somos.

«Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Hijo de Dios» (Jn. 6,69).

Tu presencia en la Eucaristía ha comenzado con el sacrificio de la última cena y continúa como comunión y donación de todo lo que eres.
Aumenta nuestra FE.

Por medio de ti y en el Espíritu Santo que nos comunicas, queremos llegar al Padre para decirle nuestro SÍ unido al tuyo.

Contigo ya podemos decir: Padre nuestro.

Siguiéndote a ti, «camino, verdad y vida», queremos penetrar en el aparente «silencio» y «ausencia» de Dios, rasgando la nube del Tabor para escuchar la voz del Padre que nos dice: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia: Escuchadlo» (Mt. 17,5).

Con esta FE, hecha de escucha contemplativa, sabremos iluminar nuestras situaciones personales, así como los diversos sectores de la vida familiar y social.

Tú eres nuestra ESPERANZA, nuestra paz, nuestro mediador, hermano y amigo.

Nuestro corazón se llena de gozo y de esperanza al saber que vives «siempre intercediendo por nosotros» (Heb. 7,25).

Nuestra esperanza se traduce en confianza, gozo de Pascua y camino apresurado contigo hacia el Padre.

Queremos sentir como tú y valorar las cosas como las valoras tú. Porque tú eres el centro, el principio y el fin de todo.

Apoyados en esta ESPERANZA, queremos infundir en el mundo esta escala de valores evangélicos por la que Dios y sus dones salvíficos ocupan el primer lugar en el corazón y en las actitudes de la vida concreta.

Queremos AMAR COMO TÚ, que das la vida y te comunicas con todo lo que eres.

Quisiéramos decir como San Pablo: «Mi vida es Cristo» (Flp. 1,21).

Nuestra vida no tiene sentido sin ti.

Queremos aprender a «estar con quien sabemos nos ama», porque «con tan buen amigo presente todo se puede sufrir». En ti aprenderemos a unirnos a la voluntad del Padre, porque en la oración «el amor es el que habla» (Sta. Teresa).

Entrando en tu intimidad, queremos adoptar determinaciones y actitudes básicas, decisiones duraderas, opciones fundamentales según nuestra propia vocación cristiana.

CREYENDO, ESPERANDO Y AMANDO, TE ADORAMOS con una actitud sencilla de presencia, silencio y espera, que quiere ser también reparación, como respuesta a tus palabras: «Quedaos aquí y velad conmigo» (Mt. 26,38).

Tú superas la pobreza de nuestros pensamientos, sentimientos y palabras; por eso queremos aprender a adorar admirando el misterio, amándolo tal como es, y callando con un silencio de amigo y con una presencia de donación.

El Espíritu Santo que has infundido en nuestros corazones nos ayuda a decir esos «gemidos inenarrables» (Rom. 8,26) que se traducen en actitud agradecida y sencilla, y en el gesto filial de quien ya se contenta con sola tu presencia, tu amor y tu palabra.

En nuestras noches físicas y morales, si tú estás presente, y nos amas, y nos hablas, ya nos basta, aunque muchas veces no sentiremos la consolación.

Aprendiendo este más allá de la ADORACIÓN, estaremos en tu intimidad o «misterio».

Entonces nuestra oración se convertirá en respeto hacia el «misterio» de cada hermano y de cada acontecimiento para insertarnos en nuestro ambiente familiar y social y construir la historia con este silencio activo y fecundo que nace de la contemplación.

Gracias a ti, nuestra capacidad de silencio y de adoración se convertirá en capacidad de AMAR y de SERVIR.

Nos has dado a tu Madre como nuestra para que nos enseñe a meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo la Palabra y poniéndola en práctica, se hizo la más perfecta Madre.

Ayúdanos a ser tu Iglesia misionera, que sabe meditar adorando y amando tu Palabra, para transformarla en vida y comunicarla a todos los hermanos.
Amén.

Por Larrys Torres

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