LA VIÑA DEL SEÑOR, 5 de Marzo

«Lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame» (SI 51, 4).

1.— Lo mismo que Jeremías, el profeta perseguido por su pueblo, así José, el hebreo odiado por sus hermanos, es figura del Mesías paciente. Recordando las historias dolorosas de aquellos personajes bíblicos, la liturgia cuaresmal quiere ayudar a sus fieles a que comprendan más profundamente el misterio de Jesús y a descubrir mejor la hondura de la malicia humana, con la finalidad de una conversión En la triste aventura de José lo que domina es la envidia de sus hermanos que han decidido librarse, matándolo, del joven soñador; la piedad de uno de  ellos les detiene  de cometer el delito, y entonces terminan vendiéndolo por «veinte siclos de plata» (Gn 37, 28). Un  precio poco inferior a aquel que, muchos siglos más tarde, será pactado por Judas para entregar a Jesús en manos del Sanedrín. También Cristo será víctima de la envidia y del odio de sus hermanos: los nazaretanos fueron los primeros en querer apedrearlo, un apóstol lo venderá, sus connacionales, a quienes tanto había beneficiado, lo colocarán en la cruz. El mismo Jesús sintetizó esta triste historia en la parábola de los malos viñadores, los cuales por dos veces mataron a los siervos de su amo y la tercera llegaron a matar a su hijo. El pueblo elegido, llamado antes que todos a la salvación, no sólo rechazó y asesinó a los profetas enviados por Dios, sino que reservó incluso el mismo destino al Hijo de Dios.

Orgullo, envidia, ambición, odio, son las pasiones que entran en juego en la conjura fraterna contra José, pero se destacan aún más en la que es víctima Jesús. Con esas pasiones van muy unidos el endurecimiento de corazón, el rechazo de la gracia. Pasiones y culpas de las que no sólo estuvieron manchados los judíos, sino de las que todo hombre lleva dentro de sí el germen y produciendo no raras veces en su vida pésimos frutos. La cuaresma es una invitación a examinar  con sinceridad la propia conciencia para descubrir no sólo las culpas actuales, sino también todo —pasiones,  vicios, tendencias— que pueda conducir al pecado, que necesite una verdadera conversión.

2.— La parábola de los viñadores se abre refiriéndose a la célebre alegoría de Isaías: la viña plantada por Dios, objeto de sus amorosos cuidados, pero que  llegado el tiempo de la cosecha no da más que uvas amargas. Dios se queja: «¿Qué más se puede hacer ya a mi viña, que no se lo haya hecho yo? Yo esperaba  que diese uvas. ¿Por qué ha dado agraces? (Is 5,  4).  Es la imagen transparente de la ingratitud del pueblo elegido que en olvidando  los grandes  beneficios recibidos de Dios, le vuelve las espaldas y se hace tan duro de corazón que rechaza al Hijo de Dios, persiguiéndolo y crucificándolo. Por eso la viña será destruida, dice el profeta; será confiada a otros viñadores, precisa el evangelio. La viña de la parábola evangélica es el reino de Dios ofrecido a Israel, pero éste se hace indigno de él. Jesús por eso concluirá: «Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un  pueblo que rinda sus frutos» (Mt 21, 43).

Esta historia sigue repitiéndose. Otros hombres son llamados por Dios a cubrir los puestos que dejara vacíos el antiguo Israel; el Señor les ha dado su Reino, les ha agraciado con vocaciones privilegiadas, les ha convertido en su nuevo pueblo, la Iglesia; pero también son pocos los que rinden los frutos esperados  y muchos simplemente no corresponden. Las pasiones siguen infiltrándose en la viña del Señor y transforman a los viñadores de siervos e hijos fieles en hombres ingratos, avariciosos, rebeldes, traidores. Entonces, ¿no se repetirá todo lo que un día se verificó para Israel?

La parábola invita a un serio examen de conciencia, a no cerrar nuestros ojos sobre los movimientos descontrolados de las pasiones, a controlar con cuidado la propia conducta y así prevenir los estragos del mal. Pero por mucho que el hombre se vigile y se examine con sinceridad, es incapaz de descubrir todos los pliegues y las sombras de su corazón; necesita una luz muy superior, que solamente Dios puede concederle. He aquí por qué el examen de conciencia no puede reducirse a una fría introspección, sino que  debe consistir más bien en ponerse cara a cara con Dios, mirarse en él, verse a la luz de su verdad y de su infinita bondad, de su amor eterno, de sus innumerables gracias y dones. En esta  actitud, resaltan con mayor facilidad incluso los más pequeños defectos, y sobre todo el hombre se siente impulsado más fuertemente al arrepentimiento, a la conversión, y  al mismo tiempo una fuerza nueva le lleva a confiar más en Dios que en sí mismo.


¡Ven, oh Señor Jesús! Extirpa todo escándalo de este tu reino, que es mi alma, y reina en él, pues tienes todo el derecho. Mira: sale a flote la avaricia, y reclama un puesto en mí; el orgullo, y quiere dominarme; la soberbia, y quiere erigirse en reina; la lujuria, y  grita: «aquí mando yo»;  la ambición, la maledicencia, la envidia y la rabia se pelean dentro de mí por ver a quién doy la preferencia. Por mi parte, hago todo lo posible por resistir, lucho hasta desfallecer; te invoco, Jesús, Señor mío, me defiendo por tu causa, pues sé que te pertenezco. Quiero que seas tú mi Dios y mi Señor, y grito:-¡No tengo a otro rey fuera de mi Señor Jesús!

Ven, pues, ¡oh Señor!, destruye con tu poder a estos enemigos, y reinarás en mí, porque tú eres mi Rey y mi Dios. (SAN BERNARDO, Super «haissus»).

Eres rico, Señor, en gracia y en misericordia, purificas a todos los pecadores de sus culpas. ¡Purifícame con el hisopo, ten piedad de mí! Concédeme tu misericordia, corno al publicano y a la pecadora. ¡Oh Cristo, que limpias a los pecadores de sus culpas, y  acoges a  todos  los que hacen penitencia, Redentor del género humano, sálvame por tu misericordia…

Mis pecados me han aplastado contra el suelo y me han derribado de la altura en que estaba. Me he precipitado en mi propia ruina como en un abismo. ¿Quién podrá devolverme mi prístina belleza sino tú, ¡oh Creador sapientísimo!, que me plasmaste desde el principio a tu imagen y semejanza? Voluntariamente me he convertido en cómplice del demonio y en esclavo del pecado. ¡Líbrame, Señor, por tu misericordia, ten piedad de mí!…

Sé que tu gracia ha dicho a los pecadores: Llamad y os  responderé, pulsad y os abriré. Yo llamo corno la pecadora del Evangelio, suplico como el publicano y como el hijo pródigo. He pecado contra el cielo y contra ti.

¡Oh Salvador!, libra a mi alma del pecado, porque mis culpas han despertado tu cólera, ten piedad de mí, por tu misericordia. (Himno penitencial, de Oraciones de los primeros cristianos).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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