LIBRANOS DEL MAL, 25 de Febrero

«El día en que grité, tú me escuchaste, aumentaste la fuerza en mi alma« (SI 138, 3).

1.— « Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único. Ven en mi socorro, que estoy sola y no tengo socorro sino en ti» (Est 14, 3). Así oraba la reina Ester, antes de ir a la presencia de Asuero para alcanzar la gracia de que perdonase a su pueblo amenazado de exterminio. La oración es la grande fuerza del que confía en Dios. El cristiano sabe que puede depositar en el Señor sus tribulaciones, que puede contar con su ayuda en cualquier dificultad y de manera particular en la difícil empresa de su conversión. Cuando el hombre entra dentro de sí mismo y reflexiona sobre su miseria y debilidad, sobre las asechanzas que de todas  las  partes le asaltan «se reconoce incapaz de superar por sí mismo con seguridad los asaltos del mal» (GS 13).  No le queda otro camino de  salvación que  refugiarse en Dios: «Señor… no tengo otro socorro sino en ti».

El hombre siente que en sí mismo no tiene fuerzas suficientes para llevar a feliz término el grande compromiso cuaresmal: morir completamente al pecado para vivir con plenitud en Cristo resucitado. Pero el mismo Cristo, antes de abandonar a los suyos, rogó al Padre que les preservase del Maligno (Jn 17, 15), es decir, de las seducciones del mundo, de los ataques de Satanás. Ya antes les había enseñado esta petición: «y no nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal» (Mt 6, 13). Es evidente que Jesús no pretendía que sus discípulos estuviesen libres de toda  clase de tentaciones y de peligros, cosa por una parte de verdad imposible en esta vida y cuando sabemos por otra que el Señor permite esas tentaciones y peligros para probar la  virtud del hombre. Lo que sí intentaba Jesús era asegurar a sus discípulos la fuerza que les hiciera capaces de resistir. El solo mal del cual quiere librarles es el pecado, que es la única verdadera desgracia, porque separa al hombre de Dios.

Cuando el cristiano está decidido a no ceder a las tentaciones y con corazón sincero invoca la ayuda divina, ciertamente su oración es escuchada, porque está pidiendo aquello que Dios desea más que él mismo, ya que precisamente por salvar al mundo del pecado sacrificó a su propio Hijo Unigénito. No conviene sin embargo olvidar que juntamente con la oración son necesarias la mortificación y las obras de penitencia, según aquella palabra del Señor: «Velad y orad para  que no caigáis en tentación» (Mt 26,  41). La  vigilancia y el ayuno fueron siempre considerados como  actos muy importantes de la penitencia.

2.— «Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan!» (Mt 7, 11). Entre las cosas buenas que el cristiano puede pedir al Señor están ciertamente en primer lugar la conversión y la liberación del pecado. Incluso a personas consagradas al servicio de Dios puede suceder que tengan que luchar fatigosamente para desprenderse de alguna debilidad aun no suficientemente vencida y que siempre rebrota; o también que se encuentren enredados en situaciones que amenazan derrumbar promesas hechas a Dios, propósitos y compromisos de santidad. Y tal vez, en ese estado, no se ora bastante, no se recurre a Dios con plena confianza, no se pide, no se busca, no se golpea a la puerta, como quiere el Evangelio: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama se le abrirá» (Mt ib 8). ¿Acaso pueden fallar estas palabras del Señor?

El pecado, sin embargo, no debe ser  considerado  sólo como un mal personal; cualquier pecado —más o menos grave, más o menos conocido—, grava sobre toda la sociedad, sobre la humanidad entera y trata de descolocar su centro fuera de  Dios. Combatir al pecado es aliviar al mundo de un peso, es sanar a la Iglesia de una herida. Esta idea debe hacer al cristiano más celoso en la lucha contra el pecado en su propia persona y más fervoroso en la oración para que todos los hombres sean liberados del mismo. Siguiendo los pasos de la oración enseñada por Jesús, la  Iglesia reza todos los días: «Líbranos, Señor, de todos los males… y que con la ayuda de tu misericordia seamos siempre libres del pecado» (MR). La Iglesia hace suya  la certeza dada por Cristo y asegura a sus  hijos que  por muy graves que sean los peligros que les rodean, con la ayuda de Dios, podrán verse siempre libres del pecado. Si el  pecado causa tanta desgracia en el mundo es porque se ora muy poco. Se  intenta combatirlo con medios  buenos,  pero demasiado humanos; se piensan muchas iniciativas, pero son muy pocos los que se empeñan a oponerse al pecado con la oración y la  penitencia. El Concilio recomienda particularmente en Cuaresma «la oración por los pecadores» (SC 109). No conviene olvidar este aviso de la Iglesia.


Te doy gracias, Señor, de todo corazón… Daré gracias a tu nombre por tu misericordia y tu lealtad…

Cuando te invoqué, me escuchaste, acreciste el valor  en  mi alma… El Señor es sublime, se fija en el humilde, y  de lejos conoce   al soberbio. Cuando camino entre peligros, me conservas la vida; extiendes tu izquierda contra la ira de mi enemigo, y tu derecha me salva… Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos. (Salmo 138, 1-3. 6-8).

Señor, no me salvaré sino en ti. Si tú no eres mi descanso, no podrá ser curada mi enfermedad… Sé para mí Dios protector y lugar defendido para salvarme. Si eligiere otro sitio, no podré salvarme… No hay manera de huir de ti si no es yendo a ti. Si huyo de ti airado, iré a  ti  aplacado. Porque tú eres mi firmeza y refugio. Para hacerme fuerte por  ti,  pues soy débil de mi propia cosecha, me refugiaré en ti. Que tu gracia me haga firme e inconmovible contra todas las tentaciones del enemigo.

Pues en mí está la humana flaqueza, en mí está la primera cautividad, en mí está también la ley de los miembros que se opone a la ley de la mente, y que pretende arrastrarme cautivo a la ley del pecado; todavía  el cuerpo corruptible agrava al alma. Por muy firme que me sienta debido a tu gracia mientras lleve el cuerpo terreno, en el cual está depositado tu tesoro, seguiré temiendo por la fragilidad del recipiente. Luego tú eres mi firmeza para que sea fuerte en este mundo contra todas las tentaciones. Pero, si son muchas y me perturban, tú eres mi refugio. (S. AGUSTIN, Enarraciones sobre los salmos, 70, I, 5). 

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D

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