NO PEQUES MÁS, 22 de Marzo

«Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve» (Sal 51, 9).

1. — El episodio de Susana, que resiste a la seducción de hombres corrompidos a costa de ser falsamente acusada de adulterio e injustamente expuesta a la muerte, formaba parte de la antigua catequesis de los catecúmenos; cuantos se preparaban al bautismo tenían que aprender de esta mujer pura y fuerte la fidelidad a la ley de Dios y la rectitud de la conciencia, por encima de cualquier riesgo. Al mismo tiempo, Susana, liberada de las intrigas de sus calumniadores por la intervención de Daniel, era presentada como figura del bautizado liberado de los lazos de Satanás por la intervención de Cristo. El cristiano, salvado por Cristo de la muerte eterna, mucho más de lo que lo fue la joven hebrea, está obligado a guardar fidelidad a Dios, tanto con la integridad de su fe, como con la de su conducta. Frente a las seducciones y a las amenazas de los enemigos del bien, el bautizado debe tener el valor de repetir como Susana: «prefiero caer en vuestras manos, a pecar delante de Dios» (Dan 13, 23).

También el Nuevo Testamento registra el episodio de una mujer acusada de adulterio; ésta, sin embargo, no es inocente como Susana, sino pecadora; y como Susana es arrastrada a juicio por hombres malignos.- Aunque adúltera, también esta mujer queda liberada, pero no por un profeta, sino por el Hijo de Dios, el único que tiene poder para perdonar los pecados. Al oír las palabras: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (Jn 8, 7), los malévolos acusadores se escabullen «uno a uno», y la mujer queda sola ante el Señor. «Quedan sólo los dos: la miseria y la Misericordia», dice san Agustín (In loan 33, 5). Y Jesús, que es la Misericordia hasta el punto de no haber venido para juzgar sino para salvar al mundo, la absuelve: «Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). Mientras la liberación de Susana es símbolo del bautismo, la de la adúltera parece tener mayor analogía con el sacramento de la penitencia. Aunque bautizado, el hombre tiene siempre la triste posibilidad de pecar; el mundo, entonces, grita escandalosamente  y querría la condena, pero Jesús, que ha pagado con su propia vida la salvación de los pecadores, quiere que nadie se pierda, y perdona: «Anda, y no peques más».

2. — El bautismo injerta al hombre en Cristo y le  hace vivir su vida, al igual que el sarmiento vive de la linfa que le viene del tronco. La penitencia refuerza el injerto cuando el pecado lo debilita, remueve los obstáculos que impiden el curso de la linfa divina y aumenta su flujo. El sacramento de la penitencia es, de este modo, el remedio para las enfermedades morales de todos los creyentes,  y, como el bautismo, recibe su fuerza y eficacia del misterio pascual de Cristo. «El frecuente acto sacramental de la penitencia — afirma el Concilio— favorece en sumo grado la necesaria conversión al amor del Padre de las misericordias» (PO 18). La conversión del corazón le es indispensable no sólo a quien cae en culpa grave, sino también a quien, aun viviendo en gracia, necesita continuamente verse libre de cualquier pecado con advertencia para alcanzar la plenitud de la vida en Cristo. Y aunque sólo en el primer caso es estrictamente necesaria, la confesión sacramental es también muy útil en el segundo, para sostener a los fieles en su esfuerzo de purificación y en su empeño de santidad. El sacramento de la penitencia, además de la función que ejerce de perdonar  los pecados, tiene también la de sanar las heridas y la de prevenir nuevas caídas acrecentando la gracia para que el penitente pueda vencer más fácilmente las tendencias defectuosas, resistir a las tentaciones y practicar la virtud. Todo esto está garantizado por la acción de Cristo operante en el sacramento: es él quien perdona, sana, fortalece, «el que nos ama y nos libra de nuestros pecados por su sangre» (Ap 1, 5). De aquí se sigue la importancia que tiene la confesión frecuente para todos los que tienden a la perfección.

La frecuencia, sin embargo, no debe ir en detrimento de la seriedad. El Concilio advierte que la confesión, para ser eficaz, debe ir «preparada por el diario examen de conciencia», y debe ser hecha «con espíritu contrito» (PO 18, 5).  La diaria confrontación de la propia conducta interna y externa con el Evangelio evidencia todo aquello que se contrapone a las enseñanzas y a  los ejemplos de Cristo. Es éste la piedra de toque para comprobar hasta qué punto la propia vida es efectivamente «cristiana», es decir, movida por un auténtico espíritu evangélico, o, por el contrario, no lo es, influida todavía por las vanidades del mundo y arrastrada por las pasiones. De este examen de conciencia, hecho bajo la mirada del Crucifijo, nace espontáneamente la contrición del corazón;  y la confesión que tras este examen se haga será una gran ayuda, no sólo para huir del pecado, sino también para progresar en la vida espiritual.


No apartes de mí, Señor, tu misericordia; que tu piedad y tu fidelidad me guarden por siempre… Se me echan encima mis iniquidades, y no puedo levantar la vista. Superan en número a los cabellos de mi cabeza,  y me falla el corazón. Agrádate en librarme, Señor; corre, Señor, en mi ayuda…

Cuanto a mí, pobre y menesteroso, mi Señor cuidará de mí. Tú eres mi socorro y mi libertador. ¡Dios mío, no tardes! (Salmo 40, 12-14-18).

Mírame, ¡oh Jesús, misericordia infinita! Vuelve hacia mí tu rostro, devotamente te lo suplico, para que bajo tu mirada pueda llorar mis pecados.

Una vez, miraste a Pedro, caído en pecado; bajo tu mirada, y por efecto de la ayuda divina, él lloró amargamente; vuelto a tu gracia, permaneció siempre fiel. Miraste también al ladrón, a aquel criminal, a fin de que te reconociese humildemente como a Señor de majestad; y así mereció pasar contigo las puertas del paraíso.

Miraste a María, la pecadora; súbitamente herida por los remordimientos, sin nada más pedir, y postrada a tus pies, lloró sus culpas. Lavó tus pies con sus lágrimas, los enjugó con sus cabellos para obtener tu perdón, y con sus perfumes preciosos te embalsamó por adelantado. Le fue perdonado mucho, porque mucho amó; ella veneró la Pasión de aquél que la amaba, y derramó sobre su cabeza el perfume.

¡Oh santa voluntad, oh Creado:, todo bondad! ¡Oh Rey que proteges a los que esperan en ti para arrebatárselos a la muerte! ¡Oh Pastor bueno, que llevas a hombros a tus ovejas! Sé Pastor también para mí, pecador postrado, desfallecido, mezquino; levántame, tiéndeme la mano, dígnate ponerme en pie, para que pueda estar así en tu presencia, ¡oh dulcísimo Señor! (SAN LEON IX, de Algunas oraciones compuestas por los Papas).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D

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