PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA, 4 de Enero

«Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» (Ef 1, 3.5).

1.— Cristo Jesús «es la imagen de Dios invisible; primogénito de toda criatura, porque en él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles… Todo fue creado por él y para él. El es antes que todo, y todo subsiste en él» (Cl 1, 15-17). En este texto de San Pablo se halla sintetizada toda la excelencia de Jesús. Como Verbo, él es la imagen substancial y perfectísima del Padre, pues tiene su misma naturaleza y procede de él por generación eterna. Como Verbo, es el primogénito de toda criatura, porque fue engendrado por el Padre antes que se realizara la creación; y, además, por medio de él, su Verbo, su sabiduría infinita, fueron creadas por el Padre todas las cosas. «Es, pues, de saber —escribe San Juan de la Cruz— que con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que fue darles el ser natural, comunicándoles muchas gracias y dones natura­les… El mirarlas… era hacerlas… en el Verbo su Hijo» (Cántico 5, 4). Pero el Verbo no es sólo el primogénito de toda criatura, sino que, por ser Dios como el Padre, es también su Creador de tal manera que «sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1, 3). Todas estas excelencias que pertenecen al Verbo por su naturaleza, convierten, por razón de su Encarnación y de la consecue­nte unión hipostática, en excelencias propias de Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre; que por eso afirma San Pablo que «en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» (Cl 2, 9).

Jesús ha querido ocultar en la humildad del pesebre estos infinitos resplandores de su divinidad, pero no­sotros, guiados por la fe y el amor, debemos descubrirlos y ensalzarlos.

2.— Jesús es el primogénito de todos los hombres y la fuente de su vida no sólo en el orden natural, o sea, respecto de su creación, sino también, y de un modo es­pecialísimo, en el orden sobrenatural, o sea, respecto de la vida de la gracia. En efecto, «con sola esta figura de su Hijo las dejó vestidas [a las criaturas] de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue cuando se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios, y, por consiguiente, a todas las criaturas en él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el hombre» (S. JUAN DE LA CRUZ, Cántico, 5, 4).

El Verbo se ha encarnado únicamente para comunicar­nos el ser sobrenatural, para hacer de nosotros hijos de Dios. De esta manera, él, Hijo único de Dios por natu­raleza, viene a ser el primogénito de muchos hermanos que en él y por él han sido hechos hijos de Dios por gracia. Este es el admirable y misterioso esquema de nuestra elevación al estado sobrenatural: «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en él nos eligió antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante él, y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» (Ef 1, 3-5).

Dios Padre desde toda la eternidad quiso elevar a los hombres a la dignidad de hijos suyos y por eso junta­mente con la vida natural, dio a nuestros primeros padres la vida sobrenatural; pero ellos la perdieron con su primer pecado. Mas Dios había ya previsto esta caída y la había permitido en vista de un plan más grandioso que el pri­mitivo, plan que habría manifestado de un modo insupe­rable su amor y misericordia infinita: la Encarnación de su Unigénito, para que por medio suyo «recibiésemos noso­tros la adopción de hijos» (GI 4, 4).

En este plan maravilloso contemplamos dos sublimes misterios: Jesús primogénito de todas las criaturas aun en el orden sobrenatural, y precisamente en cuanto hom­bre; y nosotros, hijos del pecado, hechos en él y por él hijos adoptivos de Dios.

¡Oh Cristo!, sólo tú eres visible, tú manifiestas la imagen del Padre omnipotente, y nos haces así conocer la grandeza del Padre y del Hijo. Como el Padre potente en la esfera celeste, lo mismo tú, su Hijo, eres en nuestra tierra, el Primero… el Señor omnipotente… Tú eres nuestro modelo, nuestro ordenador y nuestro barquero; nuestro camino y la puerta que conduce a la luz. Te damos gracias, alabanzas y bendiciones y ante ti doblamos las rodillas con confianza.

Te pedimos todo lo que es justo: concédenos estar sólida­mente establecidos en nuestra fe, y poseer la salud del cuer­po para poder alabarte. Así te cantaremos sin cesar y en todas las ocasiones; y nosotros te alabaremos porque en todas partes eres celebrado. Tú el Inmortal, el Infatigable, el Eterno. Tú eres el modelo y la esencia del alma; nuestro Padre bienaventurado, nuestro Rey y nuestro Dios. Si te miramos, Señor, no moriremos. Si confesamos tu nombre, no corremos el riesgo de perdernos. Si te rogamos, seremos satisfechos. (Oración a Cristo primogénito, en: Oraciones de los primeros cristianos).

Con el Verbo podemos decir: «¡Oh Padre, yo soy tu hijo, he salido de ti!» Tú, Verbo, lo dices necesariamente, por derecho, siendo esencialmente el Hijo de Dios por naturaleza; nosotros lo podemos decir por gracia en cuanto hijos adoptivos. Tú lo dices desde toda la eternidad, nosotros en el tiempo, aunque el decreto de esta predestinación es eterno…

¡Oh Jesús!, tú eres el Hijo de Dios, la imagen perfecta de tu Padre, le conoces y estás todo en él, ves su faz; acrecienta en mí la gracia de adopción que me hace hijo de Dios. Enséñam­e a ser, por tu gracia y mis virtudes, como tú y en ti, digno hijo del Padre celestial… Esto quiero pedir y buscar sin tregua; que en ti, oh Jesús, todos mis pensamientos, mis as­piraciones, mis deseos y toda mi actividad se dirijan, por la gracia de la filiación y del amor, al Padre de los cielos. (C. MARMION, Cristo en sus misterios).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D

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