VIVIR EL BAUTISMO, 8 de Marzo

«¡Oh Dios!, que eres luz y no hay en ti tiniebla alguna, que yo ande en la luz como tú estás en la luz» (1 Jn 1, 5-7).

1.— El hecho de que Naamán sirio estuviese leproso y fuera curado en las aguas del Jordán es un símbolo del bautismo que purifica al hombre del pecado. Las aguas del Jordán, que serán un día santificadas por el bautismo de Jesús, son un preludio de las aguas bautismales que reciben de Cristo su poder regenerador. Y así como Naamán, bañándose en el río, vio que su carne quedaba «limpia como la de un niño» (2Re 5,  14), del mismo modo el cristiano, rociado por el agua  del bautismo, renace a una nueva vida, resplandeciente de inocencia y  de gracia, como Adán en el primer día  de su creación.

El sentido de la eficacia del bautismo es tan vivo en san Pablo, que él lo considera como una muerte definitiva al pecado, y cree normal para el cristiano la abstención del pecado mismo. «Haced cuenta de que estáis muertos al pecado —escribe a los Romanos—. El pecado no tendrá ya dominio sobre vosotros» (Rom 6,11-14). El bautismo, sin embargo, no confirma en gracia; limpia del pecado, pero le deja al hombre en sus condiciones de debilidad, de fragilidad, de suerte que la abstención del pecado es fruto de una constante lucha contra el mal y de una cotidiana fidelidad a la gracia. Se inserta aquí la necesidad de valorizar la virtud purificadora, regeneradora, del bautismo, dándole un puesto en nuestra propia vida, dejándola ahondar en las profundidades de nuestro propio ser. Dondequiera que el hombre descubra en sí mismo tendencias viciosas —egoísmo, orgullo, vanidad, avaricia, pereza, envidia, y demás—, allí mismo debe abrirse a la gracia bautismal para que ésta le limpie, le purifique, y allí mismo debe prestar su colaboración con generoso acto de renuncia, de desapego. «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la hallará» (Mt 16, 24-25). Estas exigencias impuestas al seguimiento de Cristo comenzaron para el hombre el día mismo de su bautismo, y en la gracia del bautismo, que le hace partícipe de la muerte del Señor, encuentra el hombre la fuerza para vivirlas.

2.—El bautismo no sólo tiene una eficacia negativa, es decir, purificar al hombre del pecado, sino que tiene también una eficacia sumamente positiva: la de plasmar al hijo de Dios. Son hijos de Dios precisamente los que renacen del agua y del Espíritu» (Jn 3, 5). Considerando la plenitud de este renacimiento, san Juan de la Cruz escribe: «Renacer en el Espíritu Santo en esta vida, es tener un alma simílima a Dios en pureza, sin tener en sí mezcla de imperfección, y así se puede hacer pura transformación por participación de unión, aunque no esencialmente» (S II, 5, 5). El doctor místico indica así el vértice supremo a que conduce el pleno desarrollo de la gracia bautismal. La primera y  fundamental disposición es una íntegra pureza interior, porque la vida divina, participada mediante la gracia, no puede invadir y trasformar completamente al hombre si no le encuentra totalmente puro. El alma, dice san Juan de la Cruz, es como una vidriera embestida por un  rayo del sol; aunque el  rayo sea de por sí luminoso, capaz  de iluminar y penetrar el cristal, no lo podrá hacer, si no lo encuentra terso, limpio de toda mancha. «Si la  vidriera tiene algunos velos de manchas o nieblas, no le podrá esclarecer y transformar en su luz totalmente como si estuviera limpia de todas aquellas manchas y sencilla. Antes tanto menos la esclarecerá cuanto ella estuviere menos desnuda de aquellos velos y  manchas, y tanto más cuanto más limpia estuviere» (ibid 6). Dios es el sol divino que resplandece sobre las almas, deseoso de invadirlas y penetrarlas hasta transformarlas en su propia luz y en su propio amor; pero para hacerlo, espera a que el hombre se decida a liberarse de «todo velo y mancha» de  pecado. Entonces es cuando Dios encuentra a una criatura libre de cualquier apego al mal, e inmediatamente la llena de sí, de su propia vida; aquí está el principio, el germen de la gran trasformación que el Señor quiere obrar en ella. Y cuanto más el hombre se purifica de todo pecado, de toda costumbre defectuosa y de toda imperfección, tanto más apto se hace para ser totalmente penetrado  y trasformado por la gracia divina. Así es como el bautismo realiza gradualmente en el cristiano ese profundo renacimiento y esa plena trasformación que le hacen semejante a Dios, que le hacen vivir de la vida misma  de Dios, como el hijo es semejante al padre y  vive de  la vida que ha recibido del padre.


Señor Dios nuestro…, tú creaste el agua para hacer fecunda la tierra y para favorecer nuestros cuerpos con el frescor y la limpieza.

La hiciste también instrumento de misericordia al  librar a  tu pueblo de la esclavitud y al apagar con ella su sed en el desierto; por los profetas la revelaste como signo de la nueva alianza que quisiste sellar con los hombres. Y cuando Cristo descendió a ella en el Jordán, renovaste nuestra naturaleza pecadora en el baño del nuevo nacimiento.

Que de nuevo nos vivifique ahora y nos haga participar en el gozo de todos nuestros hermanos bautizados en la Pascua de Cristo  nuestro Señor. (MISAL ROMANO. Vigilia pascual. Bend. del agua bautismal).

¡Oh Señor Dios!, misericordioso y veraz, creador y redentor mío, que   con la luz santa de tu rostro me has señalado, que al caro precio de la sangre de tu Unigénito me has redimido, y por el bautismo me has regenerado en la esperanza de la vida eterna con la potencia de tu Espíritu, haz que yo renuncie eficazmente a Satanás, a sus seducciones y obras, con corazón puro y sincero… Haz que crea fielmente, con fe recta y cálida, coronada de obras de vida, que me adhiera a ti, y que en tal unión persevere inmutablemente hasta el fin.

¡Oh Señor Jesucristo!, sumo Sacerdote, que volviste a darme la vida con tu muerte preciosa, aleja de mí con la eficacia de tu presencia, en y por la virtud del Espíritu Santo, todas las insidias del enemigo, rompe en mí todas las ataduras del pecado, y, por tu misericordia, mantén apartada lejos de mí toda ceguedad de corazón. Que tu perfecta caridad, ¡oh  Cristo!, me haga triunfar virilmente de toda tentación… Que tu luminosa verdad me guíe y me haga caminar a tus ojos con la sinceridad de un corazón perfecto.

Que, por tu gracia, mi conducta sea tal, que merezca yo ser templo de Dios, morada del Espíritu Santo. (SANTA GERTRUDIS, Ejercicios, 1).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *