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Parroquia "San José de Chacao"
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«Para vivir juntos para siempre es necesario que los cimientos del matrimonio estén asentados sobre roca firme.»
Papa Francisco, Audiencia General, miércoles 27 de mayo de 2015
“… hoy quiero hablar del noviazgo. El noviazgo (en italiano «fidanzamento») —se lo percibe en la palabra— tiene relación con la confianza, la familiaridad, la fiabilidad. Familiaridad con la vocación que Dios dona, porque el matrimonio es ante todo el descubrimiento de una llamada de Dios. Ciertamente es algo hermoso que hoy los jóvenes puedan elegir casarse partiendo de un amor mutuo. Pero precisamente la libertad del vínculo requiere una consciente armonía de la decisión, no sólo un simple acuerdo de la atracción o del sentimiento, de un momento, de un tiempo breve… requiere un camino.
El noviazgo, en otros términos, es el tiempo en el cual los dos están llamados a realizar un buen trabajo sobre el amor, un trabajo partícipe y compartido, que va a la profundidad. Ambos se descubren despacio, mutuamente, es decir, el hombre «conoce» a la mujer conociendo a esta mujer, su novia; y la mujer «conoce» al hombre conociendo a este hombre, su novio. No subestimemos la importancia de este aprendizaje: es un bonito compromiso, y el amor mismo lo requiere, porque no es sólo una felicidad despreocupada, una emoción encantada… El relato bíblico habla de toda la creación como de un hermoso trabajo del amor de Dios; el libro del Génesis dice que «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1, 31). Sólo al final, Dios «descansó». De esta imagen comprendemos que el amor de Dios, que dio origen al mundo, no fue una decisión improvisada. ¡No! Fue un trabajo hermoso. El amor de Dios creó las condiciones concretas de una alianza irrevocable, sólida, destinada a durar.
La alianza de amor entre el hombre y la mujer, alianza por la vida, no se improvisa, no se hace de un día para el otro. No existe el matrimonio express: es necesario trabajar en el amor, es necesario caminar. La alianza del amor del hombre y la mujer se aprende y se afina. Me permito decir que se trata de una alianza artesanal. Hacer de dos vida una vida sola, es incluso casi un milagro, un milagro de la libertad y del corazón, confiado a la fe. Tal vez deberíamos comprometernos más en este punto, porque nuestras «coordenadas sentimentales» están un poco confusas. Quien pretende querer todo y enseguida, luego cede también en todo —y enseguida— ante la primera dificultad (o ante la primera ocasión). No hay esperanza para la confianza y la fidelidad del don de sí, si prevalece la costumbre de consumir el amor como una especie de «complemento» del bienestar psico-físico. No es esto el amor. El noviazgo fortalece la voluntad de custodiar juntos algo que jamás deberá ser comprado o vendido, traicionado o abandonado, por más atractiva que sea la oferta. También Dios, cuando habla de la alianza con su pueblo, lo hace algunas veces en términos de noviazgo. En el libro de Jeremías, al hablar al pueblo que se había alejado de Él, le recuerda cuando el pueblo era la «novia» de Dios y dice así: «Recuerdo tu cariño juvenil, el amor que me tenías de novia» (2, 2). Y Dios hizo este itinerario de noviazgo; luego hace también una promesa: lo hemos escuchado al inicio de la audiencia, en el libro de Oseas: «Me desposaré contigo para siempre, me desposaré contigo en justicia y en derecho, en misericordia y en ternura, me desposaré contigo en fidelidad y conocerás al Señor» (2, 21-22). Es un largo camino el que el Señor recorre con su pueblo en este itinerario de noviazgo. Al final Dios se desposa con su pueblo en Jesucristo: en Jesús se desposa con la Iglesia. El pueblo de Dios es la esposa de Jesús. ¡Cuánto camino! Y vosotros italianos, en vuestra literatura tenéis una obra maestra sobre el noviazgo [«I promessi sposi» – Los novios]. Es necesario que los jóvenes la conozcan, que la lean; es una obra maestra dondeoe se cuenta la historia de los novios que sufrieron mucho, recorrieron un camino con muchas dificultades hasta llegar al final, al matrimonio. No dejéis a un lado esta obra maestra sobre el noviazgo que la literatura italiana os ofrece precisamente a vosotros. Seguid adelante, leedlo y veréis la belleza, el sufrimiento, pero también la fidelidad de los novios.
La Iglesia, en su sabiduría, custodia la distinción entre ser novios y ser esposos —no es lo mismo— precisamente en vista de la delicadeza y la profundidad de esta realidad. Estemos atentos a no despreciar con ligereza esta sabia enseñanza, que se nutre también de la experiencia del amor conyugal felizmente vivido. Los símbolos fuertes del cuerpo poseen las llaves del alma: no podemos tratar los vínculos de la carne con ligereza, sin abrir alguna herida duradera en el espíritu (1 Cor 6, 15-20).
Cierto, la cultura y la sociedad actual se han vuelto más bien indiferentes a la delicadeza y a la seriedad de este pasaje. Y, por otra parte, no se puede decir que sean generosas con los jóvenes que tienen serias intenciones de formar una familia y traer hijos al mundo. Es más, a menudo presentan mil obstáculos, mentales y prácticos. El noviazgo es un itinerario de vida que debe madurar como la fruta, es un camino de maduración en el amor, hasta el momento que se convierte en matrimonio.
Los cursos prematrimoniales son una expresión especial de la preparación. Y vemos muchas parejas que tal vez llegan al curso con un poco de desgana: «¡Estos curas nos hacen hacer un curso! ¿Por qué? Nosotros sabemos»… y van con desgana. Pero luego están contentos y agradecen, porque, en efecto, encontraron allí la ocasión —a menudo la única— para reflexionar sobre su experiencia en términos no banales. Sí, muchas parejas están juntas mucho tiempo, tal vez también en la intimidad, a veces conviviendo, pero no se conocen de verdad. Parece extraño, pero la experiencia demuestra que es así. Por ello se debe revaluar el noviazgo como tiempo de conocimiento mutuo y de compartir un proyecto. El camino de preparación al matrimonio se debe plantear en esta perspectiva, valiéndose incluso del testimonio sencillo pero intenso de cónyuges cristianos. Y centrándose también aquí en lo esencial: la Biblia, para redescubrir juntos, de forma consciente; la oración, en su dimensión litúrgica, pero también en la «oración doméstica», que se vive en familia; los sacramentos, la vida sacramental, la Confesión… a través de los cuales el Señor viene a morar en los novios y los prepara para acogerse de verdad uno al otro «con la gracia de Cristo»; y la fraternidad con los pobres, y con los necesitados, que nos invitan a la sobriedad y a compartir. Los novios que se comprometen en esto crecen los dos y todo esto conduce a preparar una bonita celebración del Matrimonio de modo diverso, no mundano sino con estilo cristiano. Pensemos en estas palabras de Dios que hemos escuchado cuando Él habla a su pueblo como el novio a la novia: «Me desposaré contigo para siempre, me desposaré contigo en justicia y en derecho, en misericordia y en ternura, me desposaré contigo en fidelidad y conocerás al Señor» (Os 2, 21-22). Que cada pareja de novios piense en esto y uno le diga al otro: «Te convertiré en mi esposa, te convertiré en mi esposo». Esperar ese momento; es un momento, es un itinerario que va lentamente hacia adelante, pero es un itinerario de maduración. Las etapas del camino no se deben quemar. La maduración se hace así, paso a paso.
El tiempo del noviazgo puede convertirse de verdad en un tiempo de iniciación. ¿A qué? ¡A la sorpresa! A la sorpresa de los dones espirituales con los cuales el Señor, a través de la Iglesia, enriquece el horizonte de la nueva familia que se dispone a vivir en su bendición. Ahora os invito a rezar a la Sagrada Familia de Nazaret: Jesús, José y María. Rezar para que la familia recorra este camino de preparación; a rezar por los novios. Recemos todos juntos a la Virgen, un Avemaría por todos los novios, para que puedan comprender la belleza de este camino hacia el Matrimonio. [Ave María…]. Y a los novios que están en la plaza: «¡Feliz camino de noviazgo!».
Papa Francisco, Audiencia General, miércoles 15 de abril de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La catequesis de hoy está dedicada a un aspecto central del tema de la familia: el gran don que Dios hizo a la humanidad con la creación del hombre y la mujer y con el sacramento del matrimonio. Esta catequesis y la próxima se refieren a la diferencia y la complementariedad entre el hombre y la mujer, que están en el vértice de la creación divina; las próximas dos serán sobre otros temas del matrimonio.
Iniciamos con un breve comentario al primer relato de la creación, en el libro del Génesis. Allí leemos que Dios, después de crear el universo y todos los seres vivientes, creó la obra maestra, o sea, el ser humano, que hizo a su imagen: «a imagen de Dios lo creó: varón y mujer los creó» (Gen 1, 27), así dice el libro del Génesis.
Y como todos sabemos, la diferencia sexual está presente en muchas formas de vida, en la larga serie de los seres vivos. Pero sólo en el hombre y en la mujer esa diferencia lleva en sí la imagen y la semejanza de Dios: el texto bíblico lo repite tres veces en dos versículos (26-27): hombre y mujer son imagen y semejanza de Dios. Esto nos dice que no sólo el hombre en su individualidad es imagen de Dios, no sólo la mujer en su individualidad es imagen de Dios, sino también el hombre y la mujer, como pareja, son imagen de Dios. La diferencia entre hombre y mujer no es para la contraposición, o subordinación, sino para la comunión y la generación, siempre a imagen y semejanza de Dios.
La experiencia nos lo enseña: para conocerse bien y crecer armónicamente el ser humano necesita de la reciprocidad entre hombre y mujer. Cuando esto no se da, se ven las consecuencias. Estamos hechos para escucharnos y ayudarnos mutuamente. Podemos decir que sin el enriquecimiento recíproco en esta relación —en el pensamiento y en la acción, en los afectos y en el trabajo, incluso en la fe— los dos no pueden ni siquiera comprender en profundidad lo que significa ser hombre y mujer.
La cultura moderna y contemporánea ha abierto nuevos espacios, nuevas libertades y nuevas profundidades para el enriquecimiento de la comprensión de esta diferencia. Pero ha introducido también muchas dudas y mucho escepticismo. Por ejemplo, yo me pregunto si la así llamada teoría del gender no sea también expresión de una frustración y de una resignación, orientada a cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma. Sí, corremos el riesgo de dar un paso hacia atrás. La remoción de la diferencia, en efecto, es el problema, no la solución. Para resolver sus problemas de relación, el hombre y la mujer deben en cambio hablar más entre ellos, escucharse más, conocerse más, quererse más. Deben tratarse con respeto y cooperar con amistad. Con estas bases humanas, sostenidas por la gracia de Dios, es posible proyectar la unión matrimonial y familiar para toda la vida. El vínculo matrimonial y familiar es algo serio, y lo es para todos, no sólo para los creyentes. Quisiera exhortar a los intelectuales a no abandonar este tema, como si hubiese pasado a ser secundario, por el compromiso en favor de una sociedad más libre y más justa.
Dios ha confiado la tierra a la alianza del hombre y la mujer: su fracaso aridece el mundo de los afectos y oscurece el cielo de la esperanza. Las señales ya son preocupantes, y las vemos. Quisiera indicar, entre otros muchos, dos puntos que yo creo que deben comprometernos con más urgencia.
El primero. Es indudable que debemos hacer mucho más en favor de la mujer, si queremos volver a dar más fuerza a la reciprocidad entre hombres y mujeres. Es necesario, en efecto, que la mujer no sólo sea más escuchada, sino que su voz tenga un peso real, una autoridad reconocida, en la sociedad y en la Iglesia. El modo mismo con el que Jesús consideró a la mujer en un contexto menos favorable que el nuestro, porque en esos tiempos la mujer estaba precisamente en segundo lugar, y Jesús la trató de una forma que da una luz potente, que ilumina una senda que conduce lejos, de la cual hemos recorrido sólo un trocito. No hemos comprendido aún en profundidad cuáles son las cosas que nos puede dar el genio femenino, las cosas que la mujer puede dar a la sociedad y también a nosotros: la mujer sabe ver las cosas con otros ojos que completan el pensamiento de los hombres. Es un camino por recorrer con más creatividad y audacia.
Una segunda reflexión se refiere al tema del hombre y de la mujer creados a imagen de Dios. Me pregunto si la crisis de confianza colectiva en Dios, que nos hace tanto mal, que hace que nos enfermemos de resignación ante la incredulidad y el cinismo, no esté también relacionada con la crisis de la alianza entre hombre y mujer. En efecto, el relato bíblico, con la gran pintura simbólica sobre el paraíso terrestre y el pecado original, nos dice precisamente que la comunión con Dios se refleja en la comunión de la pareja humana y la pérdida de la confianza en el Padre celestial genera división y conflicto entre hombre y mujer.
De aquí viene la gran responsabilidad de la Iglesia, de todos los creyentes, y ante todo de las familias creyentes, para redescubrir la belleza del designio creador que inscribe la imagen de Dios también en la alianza entre el hombre y la mujer. La tierra se colma de armonía y de confianza cuando la alianza entre hombre y mujer se vive bien. Y si el hombre y la mujer la buscan juntos entre ellos y con Dios, sin lugar a dudas la encontrarán. Jesús nos alienta explícitamente a testimoniar esta belleza, que es la imagen de Dios.
Papa Francisco, Audiencia General, miércoles 22 de abril de 2015
Queridos hermanos y hermanas:
En la anterior catequesis sobre la familia, me centré en el primer relato de la creación del ser humano, en el primer capítulo del Génesis, donde está escrito: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (1, 27).
Hoy quisiera completar la reflexión con el segundo relato, que encontramos en el segundo capítulo. Aquí leemos que el Señor, después de crear el cielo y la tierra, «modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo» (2, 7). Es el culmen de la creación. Pero falta algo: Dios pone luego al hombre en un bellísimo jardín para que lo cultive y lo custodie (cf. 2, 15).
El Espíritu Santo, que inspiró toda la Biblia, sugiere por un momento la imagen del hombre solo —le falta algo—, sin la mujer. Y sugiere el pensamiento de Dios, casi el sentimiento de Dios que lo observa, que observa a Adán solo en el jardín: es libre, es señor,… pero está solo. Y Dios ve que esto «no es bueno»: es como una falta de comunión, le falta una comunión, una falta de plenitud. «No es bueno» —dice Dios— y añade: «voy a hacerle a alguien como él, que le ayude» (2, 18).
Entonces Dios presenta al hombre todos los animales; el hombre da a cada uno de ellos su nombre —y esta es otra imagen del señorío del hombre sobre la creación—, pero no encuentra en ningún animal al otro semejante a sí. El hombre sigue solo. Cuando Dios le presenta a la mujer, el hombre reconoce exultante que esa criatura, y sólo ella, es parte de él: «es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (2, 23). Al final hay un gesto de reflejo, una reciprocidad. Cuando una persona —es un ejemplo para comprender bien esto— quiere dar la mano a otra, tiene que tenerla delante: si uno tiende la mano y no tiene a nadie la mano queda allí…, le falta la reciprocidad. Así era el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud, le faltaba la reciprocidad. La mujer no es una «réplica» del hombre; viene directamente del gesto creador de Dios. La imagen de la «costilla» no expresa en ningún sentido inferioridad o subordinación, sino, al contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son complementarios y que tienen también esta reciprocidad. Y el hecho que —siempre en la parábola— Dios plasme a la mujer mientras el hombre duerme, destaca precisamente que ella no es de ninguna manera una criatura del hombre, sino de Dios. Sugiere también otra cosa: para encontrar a la mujer —y podemos decir para encontrar el amor en la mujer—, el hombre primero tiene que soñarla y luego la encuentra.
La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a quienes confía la tierra, es generosa, directa y plena. Se fía de ellos. Pero he aquí que el maligno introduce en su mente la sospecha, la incredulidad, la desconfianza. Y al final llega la desobediencia al mandamiento que los protegía. Caen en ese delirio de omnipotencia que contamina todo y destruye la armonía. También nosotros lo percibimos dentro de nosotros muchas veces, todos.
El pecado genera desconfianza y división entre el hombre y la mujer. Su relación se verá asechada por mil formas de abuso y sometimiento, seducción engañosa y prepotencia humillante, hasta las más dramáticas y violentas. La historia carga las huellas de todo eso. Pensemos, por ejemplo, en los excesos negativos de las culturas patriarcales. Pensemos en las múltiples formas de machismo donde la mujer era considerada de segunda clase. Pensemos en la instrumentalización y mercantilización del cuerpo femenino en la actual cultura mediática. Pero pensemos también en la reciente epidemia de desconfianza, de escepticismo, e incluso de hostilidad que se difunde en nuestra cultura —en especial a partir de una comprensible desconfianza de las mujeres— respecto a una alianza entre hombre y mujer que sea capaz, al mismo tiempo, de afinar la intimidad de la comunión y custodiar la dignidad de la diferencia.
Si no encontramos un sobresalto de simpatía por esta alianza, capaz de resguardar a las nuevas generaciones de la desconfianza y la indiferencia, los hijos vendrán al mundo cada vez más desarraigados de la misma desde el seno materno. La desvalorización social de la alianza estable y generativa del hombre y la mujer es ciertamente una pérdida para todos. ¡Tenemos que volver a dar el honor debido al matrimonio y a la familia! La Biblia dice algo hermoso: el hombre encuentra a la mujer, se encuentran, y el hombre debe dejar algo para encontrarla plenamente. Por ello el hombre dejará a su padre y a su madre para ir con ella. ¡Es hermoso! Esto significa comenzar un nuevo camino. El hombre es todo para la mujer y la mujer es toda para el hombre.
La custodia de esta alianza del hombre y la mujer, incluso siendo pecadores y estando heridos, confundidos y humillados, desanimados e inciertos, es, pues, para nosotros creyentes, una vocación comprometedora y apasionante en la condición actual. El mismo relato de la creación y del pecado, en la parte final, nos entrega un icono bellísimo: «El Señor Dios hizo túnicas de piel para Adán y su mujer, y los vistió» (Gen 3, 21). Es una imagen de ternura hacia esa pareja pecadora que nos deja con la boca abierta: la ternura de Dios hacia el hombre y la mujer. Es una imagen de cuidado paternal hacia la pareja humana. Dios mismo cuida y protege su obra maestra.
Papa Francisco, Audiencia General, miércoles 29 de abril de 2015
Nuestra reflexión acerca del plan originario de Dios sobre la pareja hombre-mujer, tras considerar las dos narraciones del libro del Génesis, se dirige ahora directamente a Jesús.
El evangelista san Juan, al inicio de su Evangelio, narra el episodio de las bodas de Caná, en la que estaban presentes la Virgen María y Jesús, con sus primeros discípulos (cf. Jn 2, 1-11). Jesús no sólo participó en el matrimonio, sino que «salvó la fiesta» con el milagro del vino. Por lo tanto, el primero de sus signos prodigiosos, con el que Él revela su gloria, lo realizó en el contexto de un matrimonio, y fue un gesto de gran simpatía hacia esa familia que nacía, solicitado por el apremio maternal de María. Esto nos hace recordar el libro del Génesis, cuando Dios termina la obra de la creación y realiza su obra maestra; la obra maestra es el hombre y la mujer. Y aquí, Jesús comienza precisamente sus milagros con esta obra maestra, en un matrimonio, en una fiesta de bodas: un hombre y una mujer. Así, Jesús nos enseña que la obra maestra de la sociedad es la familia: el hombre y la mujer que se aman. ¡Esta es la obra maestra!
Desde los tiempos de las bodas de Caná, muchas cosas han cambiado, pero ese «signo» de Cristo contiene un mensaje siempre válido. Hoy no parece fácil hablar del matrimonio como de una fiesta que se renueva con el tiempo, en las diversas etapas de toda la vida de los cónyuges. Es un hecho que las personas que se casan son cada vez menos; esto es un hecho: los jóvenes no quieren casarse. En muchos países, en cambio, aumenta el número de las separaciones, mientras que el número de los hijos disminuye. La dificultad de permanecer juntos —ya sea como pareja, que como familia— lleva a romper los vínculos siempre con mayor frecuencia y rapidez, y precisamente los hijos son los primeros en sufrir sus consecuencias. Pero pensemos que las primeras víctimas, las víctimas más importantes, las víctimas que sufren más en una separación son los hijos. Si experimentas desde pequeño que el matrimonio es un vínculo «por un tiempo determinado», inconscientemente para ti será así. En efecto, muchos jóvenes tienden a renunciar al proyecto mismo de un vínculo irrevocable y de una familia duradera. Creo que tenemos que reflexionar con gran seriedad sobre el por qué muchos jóvenes «no se sienten capaces» de casarse. Existe esta cultura de lo provisional… todo es provisional, parece que no hay algo definitivo.
Una de las preocupaciones de que surgen hoy en día es la de los jóvenes que no quieren casarse: ¿Por qué los jóvenes no se casan?; ¿por qué a menudo prefieren una convivencia, y muchas veces «de responsabilidad limitada»?; ¿por qué muchos —incluso entre los bautizados— tienen poca confianza en el matrimonio y en la familia? Es importante tratar de entender, si queremos que los jóvenes encuentren el camino justo que hay que recorrer. ¿Por qué no confían en la familia?
Las dificultades no son sólo de carácter económico, si bien estas son verdaderamente serias. Muchos consideran que el cambio ocurrido en estas últimas décadas se puso en marcha a partir de la emancipación de la mujer. Pero ni siquiera este argumento es válido, es una falsedad, no es verdad. Es una forma de machismo, que quiere siempre dominar a la mujer. Hacemos el ridículo que hizo Adán, cuando Dios le dijo: «¿Por qué has comido del fruto del árbol?», y él: «La mujer me lo dio». Y la culpa es de la mujer. ¡Pobre mujer! Tenemos que defender a las mujeres. En realidad, casi todos los hombres y mujeres quisieran una seguridad afectiva estable, una matrimonio sólido y una familia feliz. La familia ocupa el primer lugar en todos los índices de aceptación entre los jóvenes; pero, por miedo a equivocarse, muchos no quieren tampoco pensar en ello; incluso siendo cristianos, no piensan en el matrimonio sacramental, signo único e irrepetible de la alianza, que se convierte en testimonio de la fe. Quizás, precisamente este miedo de fracasar es el obstáculo más grande para acoger la Palabra de Cristo, que promete su gracia a la unión conyugal y a la familia.
El testimonio más persuasivo de la bendición del matrimonio cristiano es la vida buena de los esposos cristianos y de la familia. ¡No hay mejor modo para expresar la belleza del sacramento! El matrimonio consagrado por Dios custodia el vínculo entre el hombre y la mujer que Dios bendijo desde la creación del mundo; y es fuente de paz y de bien para toda la vida conyugal y familiar. Por ejemplo, en los primeros tiempos del cristianismo, esta gran dignidad del vínculo entre el hombre y la mujer acabó con un abuso considerado en ese entonces totalmente normal, o sea, el derecho de los maridos de repudiar a sus mujeres, incluso con los motivos más infundados y humillantes. El Evangelio de la familia, el Evangelio que anuncia precisamente este Sacramento acabó con esa cultura de repudio habitual.
La semilla cristiana de la igualdad radical entre cónyuges hoy debe dar nuevos frutos. El testimonio de la dignidad social del matrimonio llegará a ser persuasivo precisamente por este camino, el camino del testimonio que atrae, el camino de la reciprocidad entre ellos, de la complementariedad entre ellos.
Por eso, como cristianos, tenemos que ser más exigentes al respecto. Por ejemplo: sostener con decisión el derecho a la misma retribución por el mismo trabajo; ¿por qué se da por descontado que las mujeres tienen que ganar menos que los hombres? ¡No! Tienen los mismos derechos. ¡La desigualdad es un auténtico escándalo! Al mismo tiempo, reconocer como riqueza siempre válida la maternidad de las mujeres y la paternidad de los hombres, en beneficio, sobre todo de los niños. Igualmente, la virtud de la hospitalidad de las familias cristianas tiene hoy una importancia crucial, especialmente en las situaciones de pobreza, degradación y violencia familiar.
Queridos hermanos y hermanas, no tengamos miedo de invitar a Jesús a la fiesta de bodas, de invitarlo a nuestra casa, para que esté con nosotros y proteja a la familia. Y no tengamos miedo de invitar también a su madre María. Los cristianos, cuando se casan «en el Señor», se transforman en un signo eficaz del amor de Dios. Los cristianos no se casan sólo para sí mismos: se casan en el Señor en favor de toda la comunidad, de toda la sociedad. De esta hermosa vocación del matrimonio cristiano, hablaré también en la próxima catequesis.
Papa Francisco, Audiencia General, mayo 16 de 2015
En nuestro camino de catequesis sobre la familia hoy tratamos directamente la belleza del matrimonio cristiano. Esto no es sencillamente una ceremonia que se hace en la Iglesia, con las flores, el vestido, las fotos… El matrimonio cristiano es un sacramento que tiene lugar en la Iglesia, y que también hace la Iglesia, dando inicio a una nueva comunidad familiar.
Es lo que el apóstol Pablo resume en su célebre expresión: «Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 32). Inspirado por el Espíritu Santo, Pablo afirma que el amor entre los cónyuges es imagen del amor entre Cristo y la Iglesia. Una dignidad impensable. Pero en realidad está inscrita en el designio creador de Dios, y con la gracia de Cristo innumerables parejas cristianas, incluso con sus límites, sus pecados, la hicieron realidad.
San Pablo, al hablar de la vida nueva en Cristo, dice que los cristianos —todos— están llamados a amarse como Cristo los amó, es decir «sumisos unos a otros» (Ef 5, 21), que significa los unos al servicio de los otros. Y aquí introduce la analogía entre la pareja marido-mujer y Cristo-Iglesia. Está claro que se trata de una analogía imperfecta, pero tenemos que captar el sentido espiritual que es altísimo y revolucionario, y al mismo tiempo sencillo, al alcance de cada hombre y mujer que confían en la gracia de Dios.
El marido —dice Pablo— debe amar a la mujer «como cuerpo suyo» (Ef 5, 28); amarla como Cristo «amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (cf. v. 25-26). Vosotros maridos que estáis aquí presentes, ¿entendéis esto? ¿Amáis a vuestra esposa como Cristo ama a la Iglesia? Esto no es broma, son cosas serias. El efecto de este radicalismo de la entrega que se le pide al hombre, por el amor y la dignidad de la mujer, siguiendo el ejemplo de Cristo, tuvo que haber sido enorme en la comunidad cristiana misma.
Esta semilla de la novedad evangélica, que restablece la originaria reciprocidad de la entrega y del respeto, fue madurando lentamente en la historia, y al final predominó.
El sacramento del matrimonio es un gran acto de fe y de amor: testimonia la valentía de creer en la belleza del acto creador de Dios y de vivir ese amor que impulsa a ir cada vez más allá, más allá de sí mismo y también más allá de la familia misma. La vocación cristiana a amar sin reservas y sin medida es lo que, con la gracia de Cristo, está en la base también del libre consentimiento que constituye el matrimonio.
La Iglesia misma está plenamente implicada en la historia de cada matrimonio cristiano: se edifica con sus logros y sufre con sus fracasos. Pero tenemos que preguntarnos con seriedad: ¿aceptamos hasta las últimas consecuencias, nosotros mismos, como creyentes y como pastores también este vínculo indisoluble de la historia de Cristo y de la Iglesia con la historia del matrimonio y de la familia humana? ¿Estamos dispuestos a asumir seriamente esta responsabilidad, es decir, que cada matrimonio va por el camino del amor que Cristo tiene con la Iglesia? ¡Esto es muy grande!
En esta profundidad del misterio creatural, reconocido y restablecido en su pureza, se abre un segundo gran horizonte que caracteriza el sacramento del matrimonio. La decisión de «casarse en el Señor» contiene también una dimensión misionera, que significa tener en el corazón la disponibilidad a ser intermediario de la bendición de Dios y de la gracia del Señor para todos. En efecto, los esposos cristianos participan como esposos en la misión de la Iglesia. ¡Se necesita valentía para esto! Por ello cuando saludo a los recién casados, digo: «¡Aquí están los valientes!», porque se necesita valor para amarse como Cristo ama a la Iglesia.
La celebración del sacramento no puede dejar fuera esta corresponsabilidad de la vida familiar respecto a la gran misión de amor de la Iglesia. Y así la vida de la Iglesia se enriquece con la belleza de esta alianza esponsal, así como se empobrece cada vez que la misma se ve desfigurada. La Iglesia, para ofrecer a todos los dones de la fe, del amor y la esperanza, necesita también de la valiente fidelidad de los esposos a la gracia de su sacramento. El pueblo de Dios necesita de su camino diario en la fe, en el amor y en la esperanza, con todas las alegrías y las fatigas que este camino comporta en un matrimonio y en una familia.
La ruta está de este modo marcada para siempre, es la ruta del amor: se ama como ama Dios, para siempre. Cristo no cesa de cuidar a la Iglesia: la ama siempre, la cuida siempre, como a sí mismo. Cristo no cesa de quitar del rostro humano las manchas y las arrugas de todo tipo. Es conmovedora y muy bella esta irradiación de la fuerza y de la ternura de Dios que se transmite de pareja a pareja, de familia a familia. Tiene razón san Pablo: esto es precisamente un «gran misterio». Hombres y mujeres, lo suficientemente valientes para llevar este tesoro en «vasijas de barro» de nuestra humanidad, son —estos hombres y estas mujeres tan valientes— un recurso esencial para la Iglesia, también para todo el mundo. Que Dios los bendiga mil veces por esto.
Papa Francisco, Audiencia General, miércoles 20 de mayo de 2015
Hoy, queridos hermanos y hermanas, quiero daros la bienvenida porque he visto entre vosotros a numerosas familias, ¡buenos días a todas las familias! Seguimos reflexionando sobre la familia. Hoy nos detenemos a reflexionar sobre una característica esencial de la familia, o sea su natural vocación a educar a los hijos para que crezcan en la responsabilidad de sí mismos y de los demás. Lo que hemos escuchado del apóstol Pablo, al inicio, es muy bonito: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo» (Col 3, 20-21). Esta es una regla sabia: el hijo educado en la escucha y obediencia a los padres, quienes no tienen que mandar de mala manera, para no desanimar a los hijos. Los hijos, en efecto, deben crecer sin desalentarse, paso a paso. Si vosotros padres decís a los hijos: «Subamos por aquella escalera» y los tomáis de la mano y paso a paso los hacéis subir, las cosas irán bien. Pero si vosotros decís: «¡Vamos, sube!» — «Pero no puedo» — «¡Sigue!», esto se llama exasperar a los hijos, pedir a los hijos lo que no son capaces de hacer. Por ello, la relación entre padres e hijos debe ser de una sabiduría y un equilibrio muy grande. Hijos, obedeced a los padres, esto quiere Dios. Y vosotros padres, no exasperéis a los hijos, pidiéndoles cosas que no pueden hacer. Y esto hay que hacerlo para que los hijos crezcan en la responsabilidad de sí mismo y de los demás.
Parecería una constatación obvia, sin embargo, incluso en nuestro tiempo, no faltan dificultades. Es difícil para los padres educar a los hijos que sólo ven por la noche, cuando regresan a casa cansados del trabajo. ¡Los que tienen la suerte de tener trabajo! Es aún más difícil para los padres separados, que cargan el peso de su condición: pobres, tuvieron dificultades, se separaron y muchas veces toman al hijo como rehén, y el papá le habla mal de la mamá y la mamá le habla mal del papá, y se hace mucho mal. A los padres separados les digo: jamás, jamás, jamás tomar el hijo como rehén. Os habéis separado por muchas dificultades y motivos, la vida os ha dado esta prueba, pero que no sean los hijos quienes carguen el peso de esta separación, que no sean usados como rehenes contra el otro cónyuge, que crezcan escuchando que la mamá habla bien del papá, aunque no estén juntos, y que el papá habla bien de la mamá. Para los padres separados esto es muy importante y muy difícil, pero pueden hacerlo.
Pero, sobre todo, la pregunta: ¿cómo educar? ¿Qué tradición tenemos hoy para transmitir a nuestros hijos?
Intelectuales «críticos» de todo tipo han acallado a los padres de mil formas, para defender a las jóvenes generaciones de los daños —verdaderos o presuntos— de la educación familiar. La familia ha sido acusada, entre otras cosas, de autoritarismo, favoritismo, conformismo y represión afectiva que genera conflictos.
De hecho, se ha abierto una brecha entre familia y sociedad, entre familia y escuela, el pacto educativo hoy se ha roto; y así, la alianza educativa de la sociedad con la familia ha entrado en crisis porque se ha visto socavada la confianza mutua. Los síntomas son muchos. Por ejemplo, en la escuela se han fracturado las relaciones entre los padres y los profesores. A veces hay tensiones y desconfianza mutua; y las consecuencias naturalmente recaen en los hijos. Por otra parte, se han multiplicado los así llamados «expertos», que han ocupado el papel de los padres, incluso en los aspectos más íntimos de la educación. En relación a la vida afectiva, la personalidad y el desarrollo, los derechos y los deberes, los «expertos» lo saben todo: objetivos, motivaciones, técnicas. Y los padres sólo deben escuchar, aprender y adaptarse. Privados de su papel, a menudo llegan a ser excesivamente aprensivos y posesivos con sus hijos, hasta no corregirlos nunca: «Tú no puedes corregir al hijo». Tienden a confiarlos cada vez más a los «expertos», incluso en los aspectos más delicados y personales de su vida, ubicándose ellos mismos en un rincón; y así los padres hoy corren el riesgo de autoexcluirse de la vida de sus hijos. Y esto es gravísimo. Hoy existen casos de este tipo. No digo que suceda siempre, pero se da. La maestra en la escuela reprende al niño y escribe una nota a los padres. Recuerdo una anécdota personal. Una vez, cuando estaba en cuarto grado dije una mala palabra a la maestra y la maestra, una buena mujer, mandó llamar a mi mamá. Ella fue al día siguiente, hablaron entre ellas y luego me llamaron. Y mi mamá delante de la maestra me explicó que lo que yo había hecho era algo malo, que no se debe hacer; pero mi madre lo hizo con mucha dulzura y me dijo que pidiese perdón a la maestra delante de ella. Lo hice y me quedé contento porque dije: acabó bien la historia. Pero ese era el primer capítulo. Cuando regresé a casa, comenzó el segundo capítulo… Imaginad vosotros, hoy, si la maestra hace algo por el estilo, al día siguiente se encuentra con los dos padres o uno de los dos para reprenderla, porque los «expertos» dicen que a los niños no se les debe regañar así. Han cambiado las cosas. Por lo tanto, los padres no tienen que autoexcluirse de la educación de los hijos.
Es evidente que este planteamiento no es bueno: no es armónico, no es dialógico, y en lugar de favorecer la colaboración entre la familia y las demás entidades educativas, las escuelas, los gimnasios… las enfrenta.
¿Cómo hemos llegado a esto? No cabe duda de que los padres, o más bien, ciertos modelos educativos del pasado tenían algunas limitaciones, no hay duda. Pero también es verdad que hay errores que sólo los padres están autorizados a cometer, porque pueden compensarlos de un modo que es imposible a cualquier otra persona. Por otra parte, como bien sabemos, la vida se ha vuelto tacaña con el tiempo para hablar, reflexionar, discutir. Muchos padres se ven «secuestrados» por el trabajo —papá y mamá deben trabajar— y otras preocupaciones, molestos por las nuevas exigencias de los hijos y por la complejidad de la vida actual —es así y debemos aceptarla como es—, y se encuentran como paralizados por el temor a equivocarse. El problema, sin embargo, no está sólo en hablar. Es más, un «dialoguismo» superficial no conduce a un verdadero encuentro de la mente y el corazón. Más bien preguntémonos: ¿Intentamos comprender «dónde» están los hijos realmente en su camino? ¿Dónde está realmente su alma, lo sabemos? Y, sobre todo, ¿queremos saberlo? ¿Estamos convencidos de que ellos, en realidad, no esperan otra cosa?
Las comunidades cristianas están llamadas a ofrecer su apoyo a la misión educativa de las familias, y lo hacen ante todo con la luz de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo recuerda la reciprocidad de los deberes entre padres e hijos: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo» (Col 3, 20-21). En la base de todo está el amor, el amor que Dios nos da, que «no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal… Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13, 5-7). Incluso en las mejores familias hay que soportarse, y se necesita mucha paciencia para soportarse. Pero la vida es así. La vida no se construye en un laboratorio, se hace en la realidad. Jesús mismo pasó por la educación familiar.
También en este caso, la gracia del amor de Cristo conduce a su realización lo que está escrito en la naturaleza humana. ¡Cuántos ejemplos estupendos tenemos de padres cristianos llenos de sabiduría humana! Ellos muestran que la buena educación familiar es la columna vertebral del humanismo. Su irradiación social es el recurso que permite compensar las lagunas, las heridas, los vacíos de paternidad y maternidad que tocan a los hijos menos afortunados. Esta irradiación puede obrar auténticos milagros. Y en la Iglesia suceden cada día estos milagros.
Deseo que el Señor done a las familias cristianas la fe, la libertad y la valentía necesarias para su misión. Si la educación familiar vuelve a encontrar el orgullo de su protagonismo, muchas cosas cambiarán para mejor, para los padres inciertos y para los hijos decepcionados. Es hora de que los padres y las madres vuelvan de su exilio —porque se han autoexiliado de la educación de los hijos— y vuelvan a asumir plenamente su función educativa. Esperamos que el Señor done a los padres esta gracia: de no autoexiliarse de la educación de los hijos. Y esto sólo puede hacerlo el amor, la ternura y la paciencia.
Papa Francisco, Audiencia General, miércoles 12 de agosto de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy abrimos un pequeño recorrido de reflexión sobre las tres dimensiones que marcan, por así decir, el ritmo de la vida familiar: la fiesta, el trabajo, la oración.
Comenzamos por la fiesta. Hoy hablaremos de la fiesta y decimos enseguida que la fiesta es una invención de Dios. Recordamos la conclusión del pasaje de la creación, en el libro del Génesis que hemos escuchado: «Y habiendo concluido el día séptimo la obra que había hecho, descansó el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él descansó de toda la obra que Dios había hecho cuando creó» (2, 2-3). Dios mismo nos enseña la importancia de dedicar un tiempo a contemplar y a gozar de lo que en el trabajo se ha hecho bien. Hablo de trabajo, naturalmente, no sólo en el sentido del oficio y la profesión, sino en un sentido más amplio: cada acción con la que nosotros hombres y mujeres podemos colaborar con la obra creadora de Dios.
Por tanto, la fiesta no es la pereza de estar en el sofá, o la emoción de una tonta evasión. La fiesta es sobre todo una mirada amorosa y agradecida por el trabajo bien hecho; celebramos un trabajo. También vosotros, recién casados, estáis festejando el trabajo de un bonito tiempo de noviazgo: ¡y esto es bello! Es el tiempo para contemplar cómo crecen los hijos, o los nietos, y pensar: ¡qué bello! Es el tiempo para mirar nuestra casa, a los amigos que hospedamos, la comunidad que nos rodea, y pensar: ¡qué bueno! Dios lo hizo de este modo cuando creó el mundo. Y continuamente lo hace así, porque Dios crea siempre, también en este momento.
Puede suceder que una fiesta llegue en circunstancias difíciles o dolorosas, y se celebra quizá «con un nudo en la garganta». Sin embargo también en estos casos, pedimos a Dios la fuerza de no vaciarla completamente. Vosotros, mamás y papás sabéis bien esto: ¡cuántas veces por amor a los hijos, sois capaces de tragaros las penas para dejar que ellos vivan bien la fiesta, degusten el sentido bueno de la vida! ¡Hay tanto amor en esto!
También en el ambiente del trabajo, a veces —sin dejar de lado los deberes— sabemos «infiltrar» algún toque de fiesta: un cumpleaños, un matrimonio, un nuevo nacimiento, como también una despedida o una nueva llegada…, es importante. Es importante hacer fiesta. Son momentos de familiaridad en el engranaje de la máquina productiva: ¡nos hace bien!
Pero el verdadero tiempo de la fiesta interrumpe el trabajo profesional, y es sagrado, porque recuerda al hombre y a la mujer que están hechos a imagen de Dios, que no es esclavo del trabajo, sino Señor, y, por tanto, tampoco nosotros nunca debemos ser esclavos del trabajo, sino «señores». Hay un mandamiento para esto, un mandamiento que es para todos, ¡nadie excluido! Y sin embargo sabemos que hay millones de hombres y mujeres e incluso niños esclavos del trabajo. En este tiempo existen esclavos, son explotados, esclavos del trabajo y ¡esto va contra Dios y contra la dignidad de la persona humana! La obsesión por el beneficio económico y la eficiencia de la técnica amenazan los ritmos humanos de la vida, porque la vida tiene sus ritmos humanos. El tiempo de descanso, sobre todo el del domingo, está destinado a nosotros para que podamos gozar de lo que no se produce ni consume, no se compra ni se vende. Y en lugar de esto vemos que la ideología del beneficio y del consumo quiere comerse también la fiesta: también esta a veces se reduce a un «negocio», a una forma de hacer dinero y gastarlo. Pero, ¿trabajamos para esto? La codicia del consumir, que implica desperdicio, es un virus malo que, entre otras cosas, al final nos hace estar más cansados que antes. Perjudica al verdadero trabajo y consume la vida. Los ritmos desordenados de la fiesta causan víctimas, a menudo jóvenes.
Por último, el tiempo de la fiesta es sagrado porque Dios lo habita de una forma especial. La Eucaristía del domingo lleva a la fiesta toda la gracia de Jesucristo: su presencia, su amor, su sacrificio, su hacerse comunidad, su estar con nosotros… Y así cada realidad recibe su sentido pleno: el trabajo, la familia, las alegrías y las fatigas de cada día, también el sufrimiento y la muerte; todo es transfigurado por la gracia de Cristo.
La familia está dotada de una competencia extraordinaria para entender, dirigir y sostener el auténtico valor del tiempo de la fiesta. ¡Qué bonitas son las fiestas en familia, son bellísimas! Y en particular la del domingo. No es casualidad que las fiestas en las que hay sitio para toda la familia son aquellas que salen mejor.
La misma vida familiar, vista a través de los ojos de la fe, nos parece mejor que los cansancios que comporta. Nos aparece como una obra de arte de sencillez, bonita precisamente porque no es falsa, sino capaz de incorporar en sí todos los aspectos de la vida verdadera. Nos aparece como una cosa «muy buena», como Dios dijo al finalizar la creación del hombre y de la mujer (cfr. Gn 1, 31). Por tanto, la fiesta es un precioso regalo de Dios; un precioso regalo que Dios ha hecho a la familia humana: ¡no lo estropeemos!
Papa Francisco, Audiencia General, Aula Pablo VI, miércoles 19 de agosto de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de reflexionar sobre el valor de la fiesta en la vida de la familia, hoy nos centramos en el elemento complementario, que es el trabajo. Ambos forman parte del proyecto creador de Dios, la fiesta y el trabajo.
El trabajo, se dice comúnmente, es necesario para mantener a la familia, criar a los hijos y asegurar una vida digna a los seres queridos. De una persona seria, honrada, lo más hermoso que se puede decir es: «Es un trabajador», se trata precisamente de alguien que trabaja, que en la comunidad no vive a expensas de los demás. He visto que hay muchos argentinos, y lo diré como lo decimos nosotros: «No vive de arriba».
El trabajo, en efecto, en sus mil formas, comenzando por la labor de ama de casa, se ocupa también del bien común. Y, ¿dónde se aprende este estilo de vida laborioso? Ante todo se aprende en la familia. La familia educa al trabajo con el ejemplo de los padres: el papá y la mamá que trabajan por el bien de la familia y de la sociedad.
En el Evangelio, la Sagrada Familia de Nazaret se presenta como una familia de trabajadores, y Jesús mismo era conocido como el «hijo del carpintero» (Mt 13, 55) o incluso «el carpintero» (Mc 6, 3). Y san Pablo no duda en poner en guardia a los cristianos: «Si alguno no quiere trabajar, que no coma» (2 Ts 3, 10) —es una buena receta para adelgazar: no trabajas, no comes—. El apóstol se refiere explícitamente al falso espiritualismo de algunos que, de hecho, viven a expensas de sus hermanos y hermanas «sin hacer nada» (2 Ts 3, 11). El compromiso del trabajo y la vida del espíritu, en la concepción cristiana, no están de ninguna manera en contraste entre sí. Es importante comprender bien esto. Oración y trabajo pueden y deben ir de la mano, en armonía, como enseña san Benito. La falta de trabajo perjudica al espíritu, como la ausencia de oración hace daño también a la actividad práctica.
Trabajar —repito, de mil maneras— es propio de la persona humana y expresa su dignidad de ser creada a imagen de Dios. Por ello se dice que el trabajo es sagrado. Y por este motivo la gestión del trabajo es una gran responsabilidad humana y social, que no se puede dejar en manos de unos pocos o de un «mercado» divinizado. Causar una pérdida de puestos de trabajo significa provocar un grave daño social. Me entristece cuando veo que hay gente sin trabajo, que no encuentra trabajo y no tiene la dignidad de llevar el pan a casa. Y me alegro mucho cuando veo que los gobernantes hacen numerosos esfuerzos para crear puestos de trabajo y tratar que todos tengan un trabajo. El trabajo es sagrado, el trabajo da dignidad a una familia. Tenemos que rezar para que no falte el trabajo en una familia.
Por lo tanto, también el trabajo, como la fiesta, forma parte del proyecto de Dios Creador. En el libro del Génesis, el tema de la tierra como casa-jardín, confiada al cuidado y al trabajo del hombre (2, 8.15), lo anticipa un pasaje muy conmovedor: «El día en que el Señor Dios hizo tierra y cielo, no había aún matorrales en la tierra, ni brotaba hierba en el campo, porque el Señor Dios no había enviado lluvia sobre la tierra, ni había hombre que cultivase el suelo; pero un manantial salía de la tierra y regaba toda la superficie del suelo» (2, 4b-6). No es romanticismo, es revelación de Dios; y nosotros tenemos la responsabilidad de comprenderla y asimilarla en profundidad. La encíclica Laudato si’, que propone una ecología integral, contiene también este mensaje: la belleza de la tierra y la dignidad del trabajo fueron hechas para estar unidas. Ambas van juntas: la tierra llega a ser hermosa cuando el hombre la trabaja. Cuando el trabajo se separa de la alianza de Dios con el hombre y la mujer, cuando se separa de sus cualidades espirituales, cuando es rehén de la lógica del beneficio y desprecia los afectos de la vida, el abatimiento del alma contamina todo: también el aire, el agua, la hierba, el alimento… La vida civil se corrompe y el hábitat se arruina. Y las consecuencias golpean sobre todo a los más pobres y a las familias más pobres. La organización moderna del trabajo muestra algunas veces una peligrosa tendencia a considerar a la familia un estorbo, un peso, una pasividad para la productividad del trabajo. Pero preguntémonos: ¿qué productividad? ¿Y para quién? La así llamada «ciudad inteligente» es indudablemente rica en servicios y organización; pero, por ejemplo, con frecuencia es hostil a los niños y a los ancianos.
En algunas ocasiones, quien proyecta se interesa en la gestión de la fuerza-trabajo individual, que se ha de acoplar y utilizar o descartar según la conveniencia económica. La familia es un gran punto de verificación. Cuando la organización del trabajo la tiene como rehén, o incluso dificulta su camino, entonces estamos seguros de que la sociedad humana ha comenzado a trabajar en contra de sí misma.
Las familias cristianas reciben de esta articulación un gran desafío y una gran misión. Ellas llevan en sí los valores fundamentales de la creación de Dios: la identidad y el vínculo del hombre y la mujer, la generación de los hijos, el trabajo que cuida la tierra y hace habitable el mundo. La pérdida de estos valores fundamentales es una cuestión muy seria, y en la casa común ya hay demasiadas grietas. La tarea no es fácil. A las asociaciones de las familias a veces les puede parecer que están como David ante Goliat… ¡pero sabemos cómo acabó ese desafío! Se necesita fe y astucia. Que Dios nos conceda acoger su llamada con alegría y esperanza, en este momento difícil de nuestra historia, la llamada al trabajo para dar dignidad a sí mismos y a la propia familia.
Papa Francisco, Audiencia General, miércoles 26 de agosto de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de reflexionar acerca de cómo vive la familia los tiempos de la fiesta y del trabajo, consideramos ahora el tiempo de la oración. El lamento más frecuente de los cristianos se refiere precisamente al tiempo: «Tendría que rezar más…; quisiera hacerlo, pero a menudo me falta el tiempo». Lo oímos continuamente. El pesar es sincero, ciertamente, porque el corazón humano busca siempre la oración, incluso sin saberlo; y si no la encuentra no tiene paz. Pero para que se encuentren, hay que cultivar en el corazón un amor «cálido» por Dios, un amor afectivo.
Podemos hacernos una pregunta muy sencilla. Está bien creer en Dios con todo el corazón, está bien esperar que nos ayude en las dificultades, está bien sentir el deber de darle gracias. Todo está bien. Pero ¿lo queremos, de verdad, un poco al Señor? ¿Pensar en Dios nos conmueve, nos maravilla, nos enternece?
Pensemos en la formulación del gran mandamiento, que sostiene a todos los demás: «Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda el alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 5; cf. Mt 22, 37). La fórmula usa el lenguaje intenso del amor, orientándolo a Dios. Así, el espíritu de oración habita ante todo aquí. Y si habita aquí, habita todo el tiempo y ya no sale de él. ¿Logramos pensar en Dios como la caricia que nos mantiene con vida, antes de la cual no hay nada; una caricia de la cual nada, ni siquiera la muerte, nos puede separar? ¿O bien pensamos en Él sólo como el gran Ser, el Todopoderoso que creó todas las cosas, el Juez que controla cada acción? Todo es verdad, naturalmente. Pero sólo cuando Dios es el afecto de todos nuestros afectos, el significado de estas palabras llega a ser pleno. Entonces nos sentimos felices, y también un poco confundidos, porque Él piensa en nosotros y, sobre todo, nos ama. ¿No es impresionante esto? ¿No es impresionante que Dios nos acaricie con amor de padre? ¡Es tan bonito! Podía simplemente darse a conocer como el Ser supremo, dar sus mandamientos y esperar los resultados. En cambio, Dios hizo y hace infinitamente más que eso. Nos acompaña en el camino de la vida, nos protege y nos ama.
Si el afecto por Dios no enciende el fuego, el espíritu de la oración no caldea el tiempo. Podemos incluso multiplicar nuestras palabras, «como hacen los gentiles», dice Jesús; o también hacernos ver por nuestros ritos, «como hacen los fariseos» (cf. Mt 6, 5.7). Un corazón habitado por el amor a Dios convierte también en oración un pensamiento sin palabras, o una invocación ante una imagen sagrada, o un beso enviado hacia una iglesia. Es hermoso cuando las mamás enseñan a los hijos pequeños a mandar un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en eso! En ese momento el corazón de los niños se convierte en espacio de oración. Y es un don del Espíritu Santo. Nunca olvidemos pedir este don para cada uno de nosotros, porque el Espíritu de Dios tiene su modo especial de decir en nuestro corazón «Abbà» — «Padre»; y nos enseña a decir «Padre» precisamente como lo decía Jesús, un modo que nunca podremos encontrar por nosotros mismos (cf. Gal 4, 6). Este don del Espíritu se aprende a pedirlo y apreciarlo en la familia. Si lo aprendes con la misma espontaneidad con la que aprendes
Requerimientos para la Celebración del Matrimonio[1]
Escucha, Señor, nuestras súplicas y derrama tu gracia
sobre estos hijos tuyos que se unirán ante tu altar, ,
para que se mantengan firmes en el amor que se profesan.
Por nuestro Señor Jesucristo.
[1] Conferencia Episcopal Venezolana. “Decreto General sobre el Canon 1067”. Iglesia Venezuela, Boletín del Secretariado del Episcopado Venezolano. Año 13 – 0ctubre – Diciembre Nº 50 Caracas 1985, pág. 216 -219.