DOMINGO IV DE PASCUA

Jesús nos conoce y nos llama por nuestros nombres

 

¡Qué pasaje tan hermoso y lleno de consuelo nos regala el Evangelio de Juan! En estos versículos, Jesús nos revela verdades profundas sobre nuestra relación con Él y con el Padre, verdades que resuenan con fuerza en nuestro caminar de fe.

«Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen.» (Juan 10, 27)

Aquí, Jesús se presenta con la imagen del Buen Pastor, una figura cargada de ternura y cuidado. Nos dice que sus ovejas, es decir, aquellos que le pertenecen, reconocen su voz. Esta voz no es solo un sonido, sino una llamada profunda que resuena en lo más íntimo de nuestro ser. Es la voz de la verdad, del amor incondicional, de la paz que sobrepasa todo entendimiento. ¿Estamos atentos a esta voz en medio del bullicio del mundo? ¿La distinguimos de otras voces que nos llaman con promesas vacías?

Y no solo oímos su voz, sino que Él nos conoce. ¡Qué misterio tan reconfortante! No somos un número en una multitud, sino individuos amados y conocidos por nuestro nombre. Jesús conoce nuestras alegrías, nuestras luchas, nuestras fortalezas y nuestras debilidades. Su conocimiento no es superficial, sino íntimo y personal.

La consecuencia natural de oír su voz y ser conocidos por Él es seguirlo. El seguimiento implica confianza, entrega, caminar detrás de sus pasos, aprendiendo de su ejemplo de amor y servicio. No es un seguimiento pasivo, sino activo, una respuesta libre y gozosa a su llamado.

«Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.» (Juan 10, 28)

Esta promesa de vida eterna es el corazón de la Buena Nueva. Jesús no nos ofrece una existencia terrenal sin fin, sino una vida plena y trascendente, una comunión eterna con Dios. Y esta vida, esta pertenencia, está asegurada en sus manos. ¡Qué imagen tan poderosa! Las manos de Jesús, las mismas que sanaron enfermos, bendijeron niños y se extendieron en la cruz por nuestra salvación, nos sostienen con firmeza.

La afirmación «ni nadie las arrebatará de mi mano» nos llena de una seguridad inquebrantable. No hay poder terrenal ni espiritual capaz de arrebatarnos del amor de Cristo. En un mundo lleno de incertidumbres y peligros, esta promesa es un ancla firme para nuestra esperanza.

«Mi Padre que me las dio, es mayor que todos; y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.» (Juan 10, 29)

Jesús eleva aún más nuestra confianza al recordarnos la grandeza del Padre. Él y el Padre son uno, y lo que está en las manos del Hijo también está seguro en las manos del Padre. La autoridad y el poder de Dios son infinitamente mayores que cualquier fuerza que pueda amenazarnos. Esta unidad entre el Padre y el Hijo es la garantía última de nuestra seguridad y protección.

«Yo y el Padre uno somos.» (Juan 10, 30)

Esta declaración concisa pero profunda revela la íntima unidad entre Jesús y el Padre. No son dos dioses separados, sino un solo Dios en dos personas. Esta unidad es la base de nuestra fe y la fuente de nuestra esperanza. Al estar en las manos de Jesús, estamos inseparablemente unidos al Padre.

La Importancia del Ser Pastor Universal

Este pasaje, aunque dirigido directamente a sus seguidores, nos invita también a reflexionar sobre la dimensión del «pastor universal» que Jesús encarna. Su amor y cuidado no se limitan a un grupo selecto, sino que se extienden a toda la humanidad. Él es el Buen Pastor que busca a la oveja perdida, que se preocupa por cada uno de nosotros, sin importar nuestra procedencia o condición.

Como cristianos, estamos llamados a reflejar este amor universal en nuestras vidas. Aunque no todos estamos llamados al ministerio pastoral en el sentido estricto, todos estamos llamados a ser «pastores» en nuestros propios ámbitos: en nuestras familias, en nuestros trabajos, en nuestras comunidades. Esto implica escuchar la voz de los demás, conocer sus necesidades, guiarlos con amor y verdad, y ser instrumentos del amor de Dios en sus vidas.

Dios nos ha puesto en las manos de Jesús: Seguridad y Confianza

La certeza de que Dios nos ha puesto en las manos de Jesús es una fuente inagotable de paz y confianza. En momentos de duda, de miedo o de tribulación, podemos recordar estas palabras y aferrarnos a la seguridad de que estamos protegidos por el amor infinito de Dios manifestado en su Hijo.

Nada ni nadie puede apartarnos de este amor. Las dificultades, las pruebas, incluso la muerte, no tienen la última palabra. Estamos en las manos de Aquel que venció a la muerte y nos ofrece la vida eterna. Esta certeza nos da la fuerza para enfrentar los desafíos de la vida con valentía y esperanza, sabiendo que no estamos solos, sino que caminamos de la mano del Buen Pastor que nos guía hacia la plenitud de la vida en Dios.

Que esta reflexión nos impulse a escuchar con más atención la voz de Jesús, a seguirlo con mayor fidelidad y a confiar plenamente en el amor incondicional que el Padre nos ha manifestado en su Hijo. Que podamos experimentar la profunda paz que proviene de saber que estamos seguros en sus manos, y que nada ni nadie podrá jamás arrebatarnos de su amor.

 

Dios es bueno.

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