¿Me amas?
En este pasaje hermoso del Evangelio de Juan, podemos sumergirnos en esta escena junto al lago de Tiberíades y sentir las emociones de los discípulos, tan cercanas a nuestras propias experiencias humanas.
Imaginemos el estado anímico de aquellos hombres. La crucifixión de Jesús había sido un golpe devastador. Sus esperanzas, sus sueños de un Mesías triunfante, se habían hecho añicos. La tristeza, la confusión y el miedo debían ser sus compañeros constantes. Se sentían perdidos, sin rumbo, como ovejas sin pastor. En medio de esa angustia, surge una necesidad muy humana: la de distraerse, de ocupar la mente con algo conocido, algo que les ofreciera una sensación de normalidad en medio del caos. Pedro, con su carácter impulsivo, dice: «Voy a pescar». Y los demás, quizás sintiendo ese mismo vacío, le siguen. ¿Cuántas veces nosotros, ante la angustia o la pérdida, buscamos refugio en el trabajo, en las rutinas diarias, en cualquier actividad que nos permita no pensar, aunque sea por un momento?
Pero en esa noche oscura, en esa labor infructuosa, irrumpe una voz familiar desde la orilla: «Hijos, ¿tenéis algo de comer?». No lo reconocen al instante, pero la obediencia a su indicación, a echar la red a la derecha, trae una pesca milagrosa. Es entonces cuando Juan, el discípulo amado, reconoce al Señor. ¡Es Jesús! La alegría inunda sus corazones, una alegría que contrasta fuertemente con la tristeza de los días anteriores.
Y luego, la escena se vuelve aún más íntima y conmovedora. Al desembarcar, encuentran un fuego encendido, pescado puesto sobre las brasas y pan. Jesús, el Maestro, se convierte en el anfitrión, compartiendo una comida sencilla con sus amigos. ¡Qué atmósfera de confianza y familiaridad! Después de la resurrección, Jesús no se presenta como un ser distante y glorioso, sino que se acerca a sus discípulos en la cotidianidad, restaurando los lazos rotos por la traición y la negación. En esa comida, se renueva el amor y la comunión. Nos recuerda que incluso en nuestros momentos de mayor debilidad, Jesús se acerca, nos alimenta y nos restaura.
Finalmente, llegamos al diálogo crucial entre Jesús y Pedro. Tres veces le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Tres veces Pedro, a pesar de su triple negación, afirma su amor, aunque quizás con un matiz de humildad y arrepentimiento. Y tras cada afirmación, Jesús le encomienda una misión: «Apacienta mis corderos», «Apacienta mis ovejas». Con estas palabras, Jesús instituye el papado, confiando a Pedro la tarea de ser el pastor universal de su Iglesia.
Esta elección no se basa en la perfección de Pedro, sino en su amor, un amor que ha sido probado y purificado por el arrepentimiento. Pedro, con sus debilidades y fortalezas, es elegido para guiar a la comunidad de creyentes. Y esta elección resuena hasta nuestros días. Cada Papa, como sucesor de Pedro, está llamado a ser ese pastor que guía, alimenta y cuida a la Iglesia universal. Vemos reflejada la elección de Pedro en el ministerio de cada Sumo Pontífice, en su labor de unidad, en su enseñanza y en su amor pastoral por todos los hijos de Dios.
Así, este pasaje del Evangelio de Juan no solo nos relata un encuentro transformador junto al lago, sino que también nos ofrece una profunda reflexión sobre la fragilidad humana, la necesidad de esperanza en medio de la dificultad, la cercanía amorosa de Jesús en nuestras vidas y la misión fundamental del papado como signo de unidad y guía para la Iglesia. Que podamos sentirnos también nosotros invitados a esa orilla, a compartir el pan y el pescado con el Señor resucitado y a renovar nuestro amor por Él y por su Iglesia.
Dios es bueno.