DOMINGO II DE PASCUA

Fe y Misericordia

Este Evangelio nos presenta un encuentro íntimo y revelador con el Señor resucitado, un encuentro que nos invita a reflexionar sobre la primacía de la fe y la inmensa misericordia de Jesús.

La escena inicial nos sitúa en un ambiente cargado de temor y recogimiento. Los discípulos, aún con el eco del horror del Viernes Santo resonando en sus corazones, se encuentran reunidos, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. En medio de su incertidumbre y vulnerabilidad, Jesús se presenta. No irrumpe con estruendo, sino que se manifiesta en la paz: «Paz a vosotros». Esta paz no es una mera ausencia de conflicto, sino la paz profunda que solo el Resucitado puede ofrecer, la paz que reconcilia, que sana las heridas y disipa el miedo.

Jesús les muestra sus manos y su costado, las señales imborrables de su pasión, ahora glorificadas. Son la prueba tangible de su sacrificio, del amor extremo que lo llevó a la cruz. Al ver al Señor, la Escritura nos dice que los discípulos se llenaron de alegría. Una alegría que brota de lo más profundo del ser, una alegría que solo puede dar el encuentro con el Viviente, con aquel que venció a la muerte.

Y entonces viene el envío, la misión: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Los discípulos, que habían estado paralizados por el miedo, son ahora comisionados a continuar la obra de Jesús, a ser portadores de su paz y de su mensaje de reconciliación al mundo. Y para esta misión, reciben el Espíritu Santo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Este don del Espíritu es esencial, pues es la fuerza que los capacitará para llevar a cabo esta tarea trascendental, para ser instrumentos de la misericordia divina.

Pero en este grupo de discípulos falta uno: Tomás. Un hombre que, quizás por su naturaleza más pragmática o por el profundo dolor de la pérdida, necesita una evidencia tangible para creer. Cuando los demás le anuncian con entusiasmo: «¡Hemos visto al Señor!», su respuesta es categórica: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».

La reacción de Tomás nos resulta familiar. A menudo, nosotros también buscamos pruebas concretas, evidencias racionales que respalden nuestra fe. Queremos ver para creer, cuando el camino de la fe nos invita precisamente a lo contrario: a creer para ver, a confiar en la palabra de aquellos que han tenido el encuentro con el Señor.

Sin embargo, la actitud de Jesús hacia Tomás es de una ternura y una paciencia infinitas. No lo reprende por su incredulidad, sino que espera. Ocho días después, cuando Tomás está presente con los demás, Jesús se aparece de nuevo y se dirige directamente a él: «Trae tu dedo aquí y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».

En este gesto de Jesús se revela su corazón misericordioso. Él comprende la fragilidad humana, la dificultad que a veces tenemos para trascender la lógica y abrazar el misterio de la fe. Se abaja a la necesidad de Tomás, ofreciéndole las pruebas que él pedía. Pero la respuesta de Tomás va mucho más allá de la simple constatación física: «¡Señor mío y Dios mío!». En esta exclamación, Tomás reconoce la divinidad de Jesús, la verdad profunda que la razón sola no podía alcanzar. Su incredulidad se transforma en la más profunda profesión de fe.

La bienaventuranza final de Jesús es para todos nosotros: «Dichosos los que no han visto y han creído». Esta es la esencia de la fe cristiana: creer en aquel que no vemos con los ojos del cuerpo, pero que se revela a nuestro corazón a través de la Palabra, de los sacramentos, de la comunidad de creyentes. Es una fe que se funda en la confianza en el testimonio de aquellos que sí lo vieron y experimentaron su presencia viva.

La historia de Tomás nos enseña que la duda puede ser parte del camino de la fe. No debemos avergonzarnos de nuestras preguntas o de nuestras dificultades para creer. Lo importante es, como Tomás, permitir que el encuentro con el Resucitado transforme nuestra incredulidad en una fe viva y profunda.

Que en este tiempo de Pascua, como los discípulos y como Tomás, podamos experimentar la presencia viva de Jesús en nuestras vidas. Que su paz disipe nuestros miedos, que su amor sane nuestras heridas y que su misericordia nos impulse a una fe cada vez más profunda, una fe que trasciende la razón y se abandona confiadamente en el misterio del Dios vivo.

Dios es bueno.

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