DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO, Ciclo B

La Ley no es una lista de reglas, sino una expresión del amor de Dios

Padre Thomas Chacón

Hoy la Palabra de Dios nos invita a una profunda reflexión sobre la Ley de Dios y su aplicación en nuestra vida diaria. A través de las lecturas de este domingo, somos llamados a examinar nuestra conciencia y a buscar una santidad que brota del interior de nuestro ser.

En la primera lectura del libro del Deuteronomio, se nos señala que Moisés, al final de su vida, exhorta al pueblo de Israel a guardar fielmente la Ley de Dios. Esta Ley no es una carga, sino un don que garantiza la vida y la felicidad. Al obedecerla, el pueblo se distingue de las demás naciones y demuestra su sabiduría. La Ley, en este sentido, es una expresión del amor de Dios por su pueblo y un camino hacia la santidad.

El salmo de hoy nos presenta un retrato del hombre justo, de aquel que puede habitar en la casa del Señor. Este hombre se caracteriza por su integridad, su honestidad y su amor al prójimo. Es un hombre que vive según la Ley de Dios y que busca la santidad en todas sus acciones.

La carta de Santiago nos recuerda que todo don bueno proviene de Dios. Somos engendrados por la palabra de verdad para ser como primicias de sus criaturas. La verdadera religión consiste en acoger la Palabra de Dios, ponerla en práctica y vivir una vida de servicio al prójimo. La santidad, por tanto, es fruto de la escucha y la obediencia a la Palabra.

Jesús denuncia la hipocresía de los fariseos, que se aferran a tradiciones humanas y descuidan los mandamientos de Dios. Para Jesús, la verdadera pureza no reside en lo externo, sino en el corazón. Son los malos pensamientos, los deseos impuros y las palabras maliciosas los que contaminan al hombre. La santidad, por tanto, es una cuestión del corazón.

Todo esto nos lleva a pensar: ¿Qué significa para nosotros hoy la Ley de Dios? ¿La vemos como una carga o como un camino hacia la felicidad? ¿Estamos dispuestos a examinar nuestra conciencia y a purificar nuestro corazón?

Jesús nos enseña que la Ley no es una mera lista de reglas, sino una expresión del amor de Dios por nosotros. Al guardar la Ley, no solo agradamos a Dios, sino que también nos hacemos más humanos y más felices. La santidad no es un ideal inalcanzable, sino un camino que todos estamos llamados a recorrer.

La ley es verdadera tradición cuando no es simplemente un conjunto de normas, sino un camino vivo que nos conecta con Dios y con nuestros hermanos. Es como un río que fluye a través de los siglos, llevando consigo la sabiduría y la experiencia de aquellos que nos precedieron. Sin embargo, este río no es estático, sino que se renueva constantemente, adaptándose a las nuevas circunstancias y a las necesidades de cada generación.

Jesús, en su confrontación con los fariseos, nos muestra el peligro de una ley que se petrifica y se convierte en un obstáculo para el encuentro con Dios. Los fariseos se aferraban a las normas y a las tradiciones externas, pero habían perdido de vista el corazón de la Ley: el amor a Dios y al prójimo. Su rigidez los había alejado de la misericordia y de la compasión, que son los signos distintivos de la presencia de Dios en el mundo.

En contraste con los fariseos, Jesús nos invita a vivir la tradición y la ley como un encuentro personal con Dios. La tradición debe ser un instrumento que nos ayude a descubrir la voluntad de Dios en nuestra vida y a responder a ella con amor y generosidad.

La ley no es un lastre, sino un tesoro que debemos custodiar y transmitir a las futuras generaciones. Al vivir la ley como un encuentro vivo con Dios, nos abrimos a la acción del Espíritu Santo que nos transforma y nos renueva.

Que la Virgen María, modelo de fe y de entrega a la voluntad de Dios, nos ayude a vivir la tradición con alegría y profundidad.

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