Principales Servicios y Actividades
Bienvenido a este espacio donde podrás encontrar los principales enlaces e información sobre nuestras actividades
Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
Bienvenido a este espacio donde podrás encontrar los principales enlaces e información sobre nuestras actividades
Hermanos, el Evangelio de hoy, nos sitúa en un camino, en una frontera. Jesús va de camino a Jerusalén, y en el límite entre Samaría y Galilea, se encuentra con diez hombres. Diez vidas rotas, condenadas al exilio, a gritar desde lejos: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» Su clamor es la oración más sencilla y urgente. Es la oración que nace de nuestra propia lepra, esa enfermedad del alma, del egoísmo, del resentimiento, de lo que nos aísla de Dios y de los demás. Todos, de alguna manera, somos esos leprosos que necesitamos la misericordia del Maestro.
La respuesta de Jesús es inmediata y, a la vez, una prueba de fe: «vayan a presentarse a los sacerdotes». Él les está pidiendo un acto de obediencia antes de ver el resultado. Les está diciendo: «Confíen en Mí, pónganse en marcha». Y el texto nos dice algo maravilloso: «Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.» ¡El milagro sucedió en el camino! La fe de estos hombres se puso en acción, y en el movimiento, en el cumplimiento humilde de la Palabra, la vida les fue devuelta.
Diez hombres sanados. Diez vidas restauradas a sus familias, a su sociedad, a su templo. Debería ser un momento de alegría y triunfo colectivo. Pero es aquí donde el Evangelio nos golpea con una de las paradojas más duras y, a la vez, más comunes de la vida espiritual. Nueve siguieron su camino. Estaban curados. Estaban en regla con la Ley. Lo habían conseguido. El don era suyo, y con el don, se olvidaron del Dador. Nueve se fueron a disfrutar de la bendición sin volver a los pies de Aquel que se la había concedido.
Solo uno, un extranjero, un samaritano, que por su origen tenía menos «derecho» a la bendición, se detiene. Este samaritano, al verse limpio, hace un alto en su nueva vida, da media vuelta, y regresa. Regresa con un estruendo de gratitud: «glorificando a Dios a grandes voces» y postrándose «a los pies de Jesús, dándole gracias.» Y en ese silencio que queda tras la algarabía de su agradecimiento, oímos la pregunta dolorosa de Jesús: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿Dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que a este extranjero?»
Hermanos, esta pregunta no es solo para los nueve judíos ingratos de hace dos mil años. Es para nosotros hoy. Es la pregunta que Jesús nos hace a cada uno ¿Dónde están los nueve que fueron a la iglesia, pidieron ayuda en la tribulación, la recibieron, y luego desaparecieron? ¿Dónde están los que se curaron de una enfermedad, encontraron un trabajo, superaron una crisis familiar, y su primer acto fue ir a la fiesta y no volver a la oración?
La ingratitud es la amnesia del alma. Es creer que merecemos las bendiciones, que todo es fruto de nuestro esfuerzo o simple suerte, y no un regalo inmerecido de la infinita misericordia de Dios. El samaritano, al volver, entendió algo vital: no se trataba solo de estar limpio (curación física), se trataba de estar salvado (curación total). Por eso, Jesús le dice: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado.» La curación le devolvió la vida social. La gratitud le dio la vida eterna. La fe de los otros nueve fue una fe utilitaria; usaron a Jesús como un medio para solucionar un problema. La fe del samaritano fue una fe de encuentro; al regresar, reconoció en Jesús al Salvador.
Pero detengámonos un momento en la lección que trasciende el altar y llega a nuestra vida diaria, al encuentro con el prójimo. Si la gratitud es la memoria del corazón, debe ser una memoria activa, una memoria que se traduce en caridad. Dios, en su infinita misericordia, nos da sin medida: nos perdona una y otra vez, nos levanta de nuestras caídas, nos cura de las «lepras» de la soberbia, el resentimiento y el pecado. Todo esto lo hace por gracia, gratuitamente. Su amor no tiene precio.
Y aquí viene el cuestionamiento fuerte para nuestra fe: ¿Actuamos nosotros de la misma manera con los demás? Dios nos da su gracia gratis, pero muchas veces, al relacionarnos con el prójimo necesitado, nos volvemos unos «tacaños» de la misericordia. Nos regimos por la lógica del mercado, no por la lógica del Evangelio: Dios nos da su tiempo incondicionalmente, pero nosotros decimos: «Ya no tengo tiempo para la caridad, mi trabajo vale». Dios nos perdona deudas impagables, pero nosotros decimos: «Yo ya hice mi parte, ahora que se esfuercen solos», o peor aún, «Mi ayuda no es gratis, la deben pagar con sumisión o reconocimiento». Incluso justificamos la falta de compasión diciendo: «Mi servicio es profesional, no puedo regalar mi trabajo», como si el servicio que Dios nos ha dado a nosotros —la vida, la salvación, la gracia— no tuviera un valor infinito.
Hermanos, ¿es que acaso el trabajo de Dios no vale? ¡Claro que vale! Vale la Sangre de su Hijo. Y es precisamente por ese valor incalculable que se nos dio gratis que estamos obligados a reflejar esa misma gratuidad hacia el otro. Esta lepra es mayor que la primera, porque nos aleja automáticamente de todos y nos por la enfermedad de la piel, sino del corazón. El samaritano no solo regresó para honrar a Jesús, sino que su regreso fue el inicio de una nueva vida que debía ser un testimonio de la misericordia recibida. La gratitud que no se traduce en un corazón abierto y generoso hacia el prójimo es una gratitud incompleta, una fe que no ha madurado.
Que esta Palabra nos invite a la reflexión más profunda. ¿En qué grupo estamos? El agradecimiento no es un gesto de buena educación; es el termómetro de nuestra fe. Es la actitud que nos mantiene humildes y conscientes de que todo es gracia, todo es don. Que al salir de esta Eucaristía, que es la «Acción de Gracias» por excelencia, nuestra vida se convierta en un constante regreso a Jesús, glorificando a Dios a grandes voces, postrados a sus pies en adoración y reconociendo que no solo nos ha limpiado la lepra, sino que, por su inmensa bondad, nos ha salvado.
Dios es bueno.