II DOMINGO DE CUARESMA

La Oración muestra la luz en todo lo creado.

El segundo domingo de cuaresma la Iglesia lo dedica a la Transfiguración de Jesús. La semana pasada se nos invitaba a seguir a Jesús en el desierto, para afrontar y superar con él las tentaciones y hoy nos propone subir con Jesús a una colina para orar, para contemplar en su rostro humano la luz gloriosa de Dios. Pudiéramos decir que los puntos fundamentales del evangelio de hoy son que Jesús sube con Pedro, Santiago y Juan a un monte alto, y allí “se transfiguró delante de ellos” (Mc 9, 2), su rostro y sus vestidos irradiaron una luz brillante, mientras que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y que una nube envolvió la cumbre del monte y de ella salió una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo” (Mc 9, 7). Por lo tanto, la luz y la voz: la luz divina que resplandece en el rostro de Jesús, y la voz del Padre celestial que da testimonio de él y manda escucharlo.

Jesús quiere que la luz ilumine los corazones cuando se pase por la densa oscuridad que se encuentran en las vicisitudes de la vida. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en él. Así, después de este episodio, él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los asaltos de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga, porque lo que “para los ojos del cuerpo es el sol que vemos, Cristo lo es para los ojos del corazón”.

Todos necesitamos luz interior para superar las dificultades de la vida. Esta luz viene de Dios, y nos la da Cristo. Subamos con Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejémonos colmar interiormente de su luz.

¿Cómo obtener esta luz? El Evangelio nos dice que esa luz se consigue en el encuentro diario con el Señor y la recepción frecuente de los sacramentos que permiten abrir nuestra mente y nuestro corazón a su presencia, a sus palabras, a su acción.

La unión con Dios no aleja del mundo, pero nos da la fuerza para permanecer realmente en el mundo, para hacer lo que se debe hacer en el mundo. Así pues, también en nuestra vida de oración tal vez podemos tener momentos de particular intensidad, en los que sentimos más viva la presencia del Señor, pero es importante la constancia, la fidelidad en la relación con Dios, sobre todo en las situaciones de aridez, de dificultad, de sufrimiento, de aparente ausencia de Dios. Sólo si somos aferrados por el amor de Cristo, seremos capaces de afrontar cualquier adversidad.

Esto es lo que significa subir al “monte”, como lo hizo Jesús con Pedro, Santiago y Juan: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador. Jesús no sólo subió a un “monte” para transfigurar su gloria, también lo hizo para presentar su profunda angustia en el “monte de los olivos”, lo que muestra que en momentos de angustias también se acude a la oración para contemplar y buscar “la inmensidad de la creación y su belleza”, la cual se nos invita a encontrarla en todo lo creado.

Diácono Thomas Chacón

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