LLAMADOS A SER SANTOS, Lunes I Semana de Adviento

«Despierta tu poder, ¡oh Señor!, ven a salvarnos, ven a santificarnos» (Ps 80, 3).

1.— Con la caída de Adán, el pecado desbarató el plan divino para la santificación del hombre. Nues­tros primeros padres, criados a imagen y semejanza de Dios, colocados en un estado de gracia y de jus­ticia, elevados a la dignidad de hijos de Dios, se hundieron en un abismo de miseria, arrastrando consigo a todo el género humano. Durante largos siglos gime el hombre en su pecado, que ha abierto entre él y Dios una sima infranqueable. Al otro lado yace el hombre, absolutamente incapaz de levantarse.

Para llevar a cabo eso que el hombre no puede realizar, o sea, la destrucción del pecado y la resti­tución de la gracia al linaje humano, Dios nos prome­te un Salvador. La promesa hecha y renovada a través de los siglos, no se limita al pueblo de Israel, sino qué interesa a la humanidad entera. Ya Isaías lo había entrevisto: «Vendrán muchedumbres de pueblos, di­ciendo: Venid y subamos al monte de Yahvé, a la casa del Dios de Jacob, y él nos enseñará sus ca­minos» (2, 3). Y Jesús lo declaró explícitamente: «Os digo que del Oriente y del Occidente vendrán muchos y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8, 11).

Jesús Señor ha venido a salvar a todos los pueblos y a llevarlos a la mesa de su Padre en el reino de los cielos. Dios «quiere que todos los hombres sean sal­vos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4), y para que todos se salven ha dado «a su unigé­nito Hijo, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). De esta manera ha amado Dios al mundo. Si Israel fue el de­positario de la divina promesa y tuvo la misión de transmitirla de generación en generación, no fue sin embargo su único beneficiario. En el plan de Dios ya desde el principio la promesa estaba destinada a toda la familia, humana, y ninguno estaba excluido de ella. Jesús Salvador ha venido para todos los hombres y a cada uno de ellos ofrece todos los medios necesa­rios para su salvación.

Escribiendo a los cristianos de Corinto, San Pablo pone así la dirección de su carta: «A los san­tificados de Cristo Jesús, llamados a ser santos, con todos los que invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo en todo lugar» (1 Cr 1, 2). Todos los que creen en Cristo, a cualquier pueblo o raza  a que per­tenezcan, son en efecto «llamados a ser santos», lo que significa sobre todo en el lenguaje del Apóstol pertenecer y estar consagrados a Dios por el bautismo y consiguientemente y en fuerza de esta consagración hacerse santos personalmente.

También la santidad, lo mismo que la salvación, es ofrecida a todos los hombres. «Os santificaréis y seréis santos, porque yo soy santo» (Lv 1:1, 44), había dicho ya Dios al pueblo de Israel; y Jesús puntua­lizó: «Sed perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Jesús no dirigió estas palabras a un grupo escogido de personas, ni las reservó a sus apóstoles y a sus íntimos, sino que las proclamó ante la multitud que le seguía. Siendo él el Santo por excelencia, vino para santificarnos a todos y ofrecer a todos los hombres no sólo los medios necesarios de salvación, sino también los de santificación: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10).

La Iglesia no se cansa de repetir e inculcar estas enseñanzas del Señor: «Nadie crea que… [la santidad] incumbe únicamente a unos pocos hombres escogidos entre muchos, y que los demás pueden limitarse a un grado inferior de virtud… Todos absolutamente… se hallan comprendidos sin excepción alguna en esta ley» (Pío XI, AAS 1923, p 50). De manera particular eh Concilio Vaticano II ha proclamado de nuevo este llamamiento personal a la santidad: «Todos en la Iglesia, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad… El Señor Jesús, divino Maestro y modelo de toda perfección, predicó la santidad de vida, de la que él es autor y consu­mador, a todos y cada uno de sus discípulos, de cual­quier condición que fuesen» (LG 39, 40). El hombre no puede encontrar en sí mismo recursos y fuerzas que lo santifiquen; sólo Dios es santo y Dios sólo puede santificarlo. Más aún, Dios mismo quiere ser el santificador de sus criaturas y en Jesús bendito nos ofrece a todos a manos llenas los medios para santificarnos.

«¡Oh Señor mío, cómo se os parece que sois poderoso! No es menester buscar razones para lo que Vos queréis, porque sobre toda razón natural hacéis las cosas tan posi­bles que dais a entender bien que no es menester más de amaros de veras y dejarlo de veras todo por Vos, para que Vos, Señor mío, lo hagáis todo fácil. Bien viene aquí decir que fingís trabajo en vuestra ley; porque yo no lo veo, Señor, ni sé cómo es estrecho el camino que lleva a Vos. Camino real veo que es, qué no senda; camino que, quien de verdad se pone en él, va más seguro. Muy lejos están los puertos y rocas para caer, porque lo están de las ocasiones. Senda llamo yo, y ruin senda y angosto camino, el que de una parte está un valle muy hondo adonde caer y de la otra un despeñadero: no se han descuidado, cuando se despeñan y se hacen pedazos.­

El que os ama de verdad, Bien mío, seguro va por ancho camino y real; lejos está el despeñadero; no ha tropezado tantico, cuando le dais Vos, Señor, la mano; no basta una caída ni muchas, si os tiene amor y no a las cosas del mundo, para perderse; va por el valle de la humildad. No puedo entender qué es lo que temen de ponerse en el camino de la perfección. El Señor, por quien es, nos dé a entender cuán mala es la seguridad en tan manifiestos peli­gros como hay en andar con el hilo de la gente, y cómo está la verdadera seguridad en procurar en ir muy adelante en el camino de Dios. Los ojos en él y no hayan miedo se ponga este Sol de justicia, ni nos deje caminar de noche para que nos perdamos, si primero no le dejamos a él» (STA. TERESA DE JESÚS, Vida).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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