SANTOS EN LA CARIDAD, Miércoles I Semana de Adviento

«¡Oh Señor!, que tu bondad y benevolencia me acompañen todos los días de mi vida­ (Salmo 23, 6).

1.— «El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros» (Is 25, 8), dice Isaías aludiendo a la obra de salvación que había de cumplir Dios un día en favor de su pueblo. Es lo que se ha realizado con la venida de Jesús: «Se le acercó una gran muchedum­bre —narra San Mateo— en la que había cojos, mancos, ciegos, mudos y muchos otros, que se echa­ron a sus pies, y los curó» (Mt 15, 30). La misión de Cristo se presentó en seguida como una misión de bondad y de caridad infinita para alivio de todas las miserias humanas. De esta manera revelaba Cristo a los hombres la naturaleza íntima de Dios: el amor.

«Dios es amor» dirá más tarde el apóstol San Juan (1 Jn 4, 16), sacando esta afirmación no de concep­ciones teóricas, sino de lo que él mismo había visto y como tocado con su mano en el Verbo de vida, el Hijo de Dios (ib. 1): enfermos curados, muertos re­sucitados, oprimidos y afligidos aliviados, pecadores absueltos y rehabilitados. Además San Juan había es­cuchado los discursos del Señor sobre el amor del Padre celestial, amor que Jesús mismo encarnaba en sí y que le movía a dar su vida por la salvación de los hombres. Todo esto lo ha resumido el Apóstol, bajo la inspiración del Espíritu Santo, en la fórmula: «Dios es amor».

El significado de esta breve frase es sumamente profundo. Dios es amor, o sea, todo lo que hay en Dios, todo el ser de Dios es amor: Dios es esen­cialmente amor. El amor, aun el meramente humano, es voluntad de bien, es el acto por el cual la voluntad tiende hacia el bien. Tratándose de Dios ser infinito, su amor es una voluntad infinita de bien enderezada hacia un bien infinito, que es el mismo Dios. Tene­mos, pues, que el amor en Dios es una infinita complacencia en su infinita bondad, en que él halla toda su felicidad; y sin embargo Dios no encierra en sí solo su amor, sino que lo derrama fuera de sí lla­mando a la existencia a innumerables criaturas para comunicarles sus bienes y su felicidad. Dios, qué es amor, crea a los hombres por un acto de amor, y por amor también os conserva y los va dirigiendo para que obtengan su propia felicidad, orientándolos a sí, sumo Bien, haciéndolos capaces de amarle.

2.— «Dios es amor, y el que vive en amor perma­nece en Dios y Dios en él» (1 Jn, 4, 16). «Y Dios di­fundió su caridad en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Por con­siguiente, el don principal y más necesario es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por él (LG 42).

A semejanza de la de Dios, la vida del cristiano debe ser, esencialmente, amor: en primer lugar para con Dios y luego amor para con todos los hombres. Esto es posible porque Dios ha infundido en el cora­zón da los creyentes una centella de su amor infinito. Quien fomenta este amor, y vive en él «mora en Dios y Dios, en él», porque, participa de la vida de Dios que es amor. Pero quien con el pecado se opone al amor extingue en sí la vida divina y se precipita en la muerte: «El que no ama, permanece en la muerte» (1 Jn 3, 14). La caridad y la gracia son absolutamente inseparables; es imposible vivir en gracia de Dios si se rehúsa su amor, como es imposible ser «partícipes de la divina naturaleza» (2 Pe 1, 4) si el corazón se cierra a la caridad, pues Dios es caridad. Por el contrario; cuanto más crece en el amor el creyente, tanto más profunda e íntimamente unido vive con Dios, de tal manera que ya no vive para sí mismo, sino para Dios (S. Tomás, II-II, 16, 6).

Al hacer al hombre partícipe del amor, que es Dios, la caridad lo hace semejante a Dios como ver­dadero hijo y lo une a él. Y  así la caridad es la más excelente de todas las virtudes no sólo en esta vida sino también en la otra, ya que permanecerá para siempre y de su intensidad dependerá la felicidad eterna de cada uno de los elegidos.

Todo cristiano es santo, es decir participa de la santidad de Dios, en la medida en que participa de su amor. De aquí se sigue que la caridad es el «primero y más necesario don» que Dios ha hecho al hombre, y al mismo tiempo el primero y más impor­tante de sus mandamientos: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Ama­rás al prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37-39). El amor es la esencia de la santidad y el dinamismo de la vida cristiana, de la vida de gracia.

¡Qué pronto se dice Dios es amor! Breve, pero excelsa alabanza; breve en las palabras, excelsa en el contenido… Quien permanece en caridad, mora en Dios, y Dios en él. Sea Dios tu casa, y tú la casa de Dios. Mora en Dios, y Dios morará en ti. En ti mora Dios para conservarte; tú moras en él para no caer (In I lo 9, 1).

He aquí, Señor, que me exhortas a amarte. ¿Y podría yo amarte si tú no hubieses amado primero? Ya que he sido perezoso para amarte, no lo sea en adelante para co­rresponder a tu amor. Tú me amaste el primero, y, con todo, no te amo todavía.

Me amaste siendo yo perverso, y me libraste de mi iniquidad. Me amaste siendo yo inicuo, pero no me han congregado en la iglesia para que yo continúe en mi ini­quidad. Me amaste estando yo enfermo, pero me visitaste para curarme. En esto has manifestado tu caridad para conmigo, porque viniste a este mundo para que yo viviese por ti (In I Io 7, 7 BAC 235 p.302).

No quiero yo solo engrandecerte, oh, Señor; no quiero yo únicamente amarte; no quiero abrazarte yo solo, pues temo que si yo solo te abrazo no puedan otros hacerlo…

¡Qué vergüenza para mí, si de tal modo amase a Dios que envidiase a los demás! Quiero arrebatar al amor de Dios a todos los que conmigo están unidos y a todos los que se hallan en mi casa… Aún más, arrebataré a todos los que pueda, exhortando, llevando, rogando, disputando, dando a conocer con mansedumbre y benevolencia. Los arrebataré al amor para que, si engrandecen al Señor, te engrandezca­mos todos juntos. (S. AGUSTIN, Enarrationes sobre los Salmos).

«Amor saca amor. Y aunque sea muy a los principios y nosotros muy ruines, procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos para amar; porque si una vez nos hace el Señor merced que se nos imprima en el corazón este amor, sernos ha todo fácil y obraremos muy en breve y muy sin trabajo. Dénosle Su Majestad —pues sabe lo mucho que nos conviene— por el que él nos tuvo y por su glorioso Hijo, a quien tan a su costa nos le mostró, amén.» (STA. TERESA DE JESUS, Vida).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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