Día 22: EL AGUA VIVA DEL ESPÍRITU

Todos estos días del mes de mayo, hemos meditados en la persona de María, y su relación con Dios y la humanidad a Ella encomendada. Hoy, damos inicio a la novena preparatoria para la gran festividad de Pentecostés, de la cual nos hace referencia la misma Escritura cuando nos narra que los Apóstoles, una vez que el Señor Jesús ascendió al Cielo, regresaron a Jerusalén y «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, y de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 14).

María y el Espíritu como hemos visto gozan de una importante relación. Por ello, es conveniente en estos días conocer una poco más de la Persona del Espíritu Santo. En este sentido quisiera compartir con  todos ustedes algunas frases del Papa Francisco, en la cuales nos lo da a conocer más. Dicha frases fueron dichas en su habitual catequesis de la audiencia general del día 8 de mayo de 2013. Nos dice:

«El tiempo pascual que estamos viviendo con gozo, guiados por la liturgia de la Iglesia, es por excelencia el tiempo del Espíritu Santo donado «sin medida» (cfr. Jn 3,34) por Jesús crucificado y resucitado. Este tiempo de gracia concluye con la fiesta de Pentecostés, en la que la Iglesia revive la efusión del Espíritu sobre María y los Apóstoles reunidos en oración en el Cenáculo.

«Pero ¿quién es el Espíritu Santo? En el Credo profesamos con fe: «Creo en el Espíritu Santo que es Señor y da la vida». La primera verdad a la que adherimos en el Credo es que el Espíritu Santo es Kýrios, Señor. Ello significa que Él es verdaderamente Dios como lo son el Padre y el Hijo, objeto, por parte nuestra, del mismo acto de adoración y de glorificación que dirigimos al Padre y al Hijo.

De hecho, el Espíritu Santo es la tercera Persona de la Santísima Trinidad; es el gran don de Cristo Resucitado que abre nuestra mente y nuestro corazón a la fe en Jesús como el Hijo enviado por el Padre y que nos guía a la amistad, a la comunión con Dios.

Pero quisiera sobre todo detenerme en el hecho que el Espíritu Santo es la fuente inagotable de la vida de Dios en nosotros. El hombre de todos los tiempos y de todos los lugares desea una vida plena y bella, justa y buena, una vida que no esté amenazada por la muerte, sino que pueda madurar y crecer hasta su plenitud. El hombre es como un caminante que, atravesando los desiertos de la vida, tiene sed de un agua viva, fluyente y fresca, capaz de refrescar en profundidad su deseo profundo de luz, de amor, de belleza y de paz. ¡Todos sentimos este deseo! Y Jesús nos da esta agua viva: ella es el Espíritu Santo, que procede del Padre y que Jesús vierte en nuestros corazones. «Yo he venido para que tengan Vida, y la tengan en abundancia», nos dice Jesús (Jn 10,10).

Jesús promete a la Samaritana donar un “agua viva”, con abundancia y para siempre, a todos aquellos que lo reconocen como el Hijo enviado por el Padre para salvarnos (cfr Jn 4, 5-26; 3,17). Jesús ha venido a donarnos esta “agua viva” que es el Espíritu Santo, para que nuestra vida sea guiada por Dios, sea animada por Dios, sea nutrida por Dios.

Cuando decimos que el cristiano es un hombre espiritual nos referimos justamente a esto: el cristiano es una persona que piensa y actúa según Dios, según el Espíritu Santo. Y nosotros, ¿pensamos según Dios? ¿Actuamos según Dios? O ¿nos dejamos guiar por tantas otras cosas que no son Dios?

A este punto podemos preguntarnos: ¿por qué esta agua puede saciarnos hasta el fondo? Sabemos que el agua es esencial para la vida; sin agua se muere; ella refresca, lava, hace fecunda la tierra. En la Carta a los Romanos encontramos esta expresión: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (5,5).

El “agua viva”, el Espíritu Santo, Don del Resucitado que toma morada en nosotros, nos purifica, nos ilumina, nos renueva, nos transforma porque nos hace partícipes de la vida misma de Dios que es Amor. Por esto, el Apóstol Pablo afirma que la vida del cristiano está animada por el Espíritu y de sus frutos, que son «amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia» (Gal 5,22-23). El Espíritu Santo nos introduce en la vida divina como “hijos en el Hijo Unigénito” […].

Dejémonos guiar, dejémonos guiar por el Espíritu Santo. Dejemos que Él nos hable al corazón y nos diga esto: que Dios es amor, que Él nos espera siempre, que Él es el Padre y nos ama como verdadero papá; nos ama verdaderamente. Y esto solo lo dice el Espíritu Santo al corazón. Sintamos al Espíritu Santo, escuchemos al Espíritu Santo y vayamos adelante por este camino del amor, de la misericordia, del perdón».

P. Reinaldo Gámez

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