Día 9: ADORACIÓN DE LOS MAGOS

Día 9 del mes de María: Adoración de los magos[1]

La Sagrada Familia regresó a Belén. En los oídos de María y de José resonaban las palabras del anciano Simeón. A la memoria de la Virgen acudirían los textos de algunos profetas que, hablando del Mesías, su Hijo, afirman que no sólo sería Rey de Israel, sino que recibiría el homenaje de todos los pueblos de la tierra.

Con particular elocuencia lo había anunciado Isaías: Las naciones caminarán a tu luz, los reyes, al resplandor de tu aurora. Alza tus ojos y mira alrededor: todos ellos se congregan, vienen a ti (…). Te cubrirá una multitud de camellos, dromedarios de Madián y de Efá, todos vendrán de Sabá cargados de oro e incienso, y pregonando las alabanzas del Señor (Is 60, 3 – 6).

Mientras tanto, el tiempo transcurría en la más absoluta normalidad. Nada hacía presagiar ningún acontecimiento fuera de lo común. Hasta que un día sucedió algo extraordinario.

Después de nacer Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén, preguntando: ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarle (Mt 2, 1 – 2). San Mateo anota que, al oír esa pregunta, el rey Herodes se inquietó, y con él toda Jerusalén (Mt 2, 3).

Sabemos muy poco de estos personajes. De todas formas, el texto evangélico ofrece algunas certezas: se trataba de unos viajeros procedentes de Oriente, donde habían descubierto una estrella de extraordinario fulgor, que les movió a dejar sus casas y marchar en busca del Rey de los judíos. Todo lo demás — su número, su país de origen, la naturaleza de la luz celestial, el camino que siguieron — no pasa de ser conjetura, más o menos fundada.

La tradición occidental habla de tres personajes, a los que da incluso un nombre — Melchor, Gaspar y Baltasar — , mientras otras tradiciones cristianas elevan su número hasta siete e incluso doce. El hecho de que procedieran de Oriente} apunta a las lejanas regiones de allende el Jordán: el desierto sirio-arábigo, Mesopotamia, Persia. A favor del origen persa milita un episodio históricamente comprobado. Cuando, a principios del siglo VII, el rey persa Cosroes II invadió Palestina, destruyó las basílicas que la piedad cristiana había edificado en memoria del Salvador, excepto una: la Basílica de la Natividad, en Belén. Y esto por una sencilla razón: en su entrada figuraba la representación de unos personajes vestidos con atuendo persa, en actitud de rendir homenaje a Jesús en brazos de su Madre.

La palabra magos, con que los designa el Evangelio, no tiene nada que ver con lo que hoy día se entiende por ese nombre. No eran personas dadas a la magia, sino hombres cultos, muy probablemente pertenecientes a una casta de estudiosos de los fenómenos celestes, discípulos de Zoroastro, ya conocidos por numerosos autores de la Grecia clásica. Por otra parte, es un hecho comprobado que la expectativa mesiánica de Israel era conocida en las regiones orientales del Imperio Romano, e incluso en la misma Roma. No es extraño, pues, que algunos sabios pertenecientes a la casta de los magos, al descubrir un astro de extraordinario fulgor, lo hubieran interpretado — iluminados interiormente por Dios — como un signo del nacimiento del esperado Rey de los Judíos.

Aunque la piedad popular une de modo casi inmediato el nacimiento de Jesús con la llegada de los Magos a Palestina, no se conoce con precisión la época en que tuvo lugar; sí sabemos que Herodes, sintiéndose amenazado, se informó cuidadosamente por ellos del tiempo en que había aparecido la estrella (Mt 2, 7). Luego preguntó a los doctores de la Ley por el lugar de nacimiento del Mesías, y los escribas respondieron citando al profeta Miqueas: tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo Israel (Mt 2, 6). Sirviéndose de un engaño, Herodes puso a los Magos camino de Belén: id e informaos bien acerca del niño; y cuando lo encontréis, avisadme para que también yo vaya a adorarle (Mt 2, 8). Su propósito era bien diverso, pues se proponía asesinar a todo los varones nacidos en la ciudad y su comarca, menores de dos años, para asegurarse así de la muerte del que — según su corto entender — venía a disputarle el trono. De estos datos se deduce que la llegada de los Magos tuvo lugar algún tiempo después del nacimiento de Jesús; quizá un año o año y medio.

Tras recibir esa información, los Magos se dirigieron con prisa a Belén, llenos de alegría al ver reaparecer la estrella, que había desaparecido misteriosamente en Jerusalén. Este mismo hecho aboga por la suposición de que el astro que los guiaba no era un fenómeno natural — un cometa, una conjunción sideral, etc., como se ha tratado muchas veces de demostrar — , sino un signo sobrenatural dado por Dios a esos hombres elegidos, y sólo a ellos.

Nada más salir de Jerusalén — prosigue San Mateo — , la estrella que habían visto en Oriente se colocó delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el Niño. Y, entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre; y postrándose le adoraron. Luego abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra (Mt 2, 9 – 11).

Los corazones de María y de José debieron de llenarse de alegría y gratitud. Gozo porque los anuncios proféticos sobre Jesús comenzaban a cumplirse; agradecimiento porque los presentes de aquellos hombres generosos — predecesores en la fe de los cristianos procedentes de la gentilidad — posiblemente contribuyeron a aliviar una situación económica precaria. José y María no pudieron corresponder a su generosidad. Ellos, sin embargo, se consideraron suficientemente recompensados por la mirada y la sonrisa de Jesús, que iluminó de nuevo sus almas, y por las dulces palabras de agradecimiento de su Madre, María.

[1] Tomado del Libro en versión digital de www.opusdei.org, titulado: María, una vida junto a Jesús, de José Antonio Loarte.

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