Día 8: PRESENTACIÓN DE JESÚS EN EL TEMPLO

Presentación de Jesús en el templo

Día 8 del mes de María: Presentación de Jesús en el Templo[1]

La aglomeración de peregrinos había cesado en Belén. Después del nacimiento de Jesús, José encontró un lugar más decente para alojar a la Sagrada Familia. Allí, a los ocho días, realizó el rito de la circuncisión, por el que los varones comenzaban a formar parte del pueblo de Israel, y el niño recibió oficialmente el nombre de Jesús, como le había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno (Lc 2, 21). Cuarenta días después, María y José tomaron al Niño y lo condujeron a Jerusalén, cumplidos los días de su purificación según la Ley de Moisés (…), para presentarlo al Señor, como está mandado en la Ley del Señor (…) y para presentar como ofrenda un par de tórtolas o dos pichones, según lo mandado en la Ley del Señor (Lc 2, 22 – 25).

Ni Jesús ni María estaban obligados a seguir estas prescripciones. Ninguna impureza legal había contraído María, pues había concebido y dado a luz virginalmente; tampoco la ley de rescate del primogénito concernía a Jesús, auténtico Cordero de Dios que venía a quitar los pecados del mundo. Y, sin embargo, por tres veces, en pocos versículos, se hace hincapié en que todo se llevó a cabo en estricta obediencia a la Ley de Dios.

La Iglesia descubre en este episodio una razón más profunda. En primer lugar, el cumplimiento de la profecía de Malaquías: vendrá a su Templo el Dominador, a quien buscáis vosotros, y el Ángel del Testamento, al que vosotros deseáis (Ml 3, 1). Además, María comprendió que Jesús debía ser conducido al Templo, no ya para rescatarlo como a los demás primogénitos, sino para ser ofrecido a Dios en verdadero sacrificio. Así lo expresa la Carta a los Hebreos: Al entrar en el mundo, dice: «Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me preparaste un cuerpo; los holocaustos y sacrificios por el pecado no te han agradado. Entonces dije: aquí vengo, como está escrito de mí al comienzo del libro, para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10, 5 – 7). La Presentación de Jesús en el Templo se podría comparar, en cierto modo, al Ofertorio del Sacrificio del Calvario, que la Misa haría presente en todos los puntos del tiempo y del espacio. En la preparación de ese sacrificio, como después en su realización en la cima del Gólgota, un lugar especial estaba reservado a la Madre de Jesús. Desde los primeros momentos de su vida terrena, Jesús asocia a María en el sacrificio redentor que había venido a cumplir.

Esta participación en el misterio de la Redención le fue revelada a la Virgen poco a poco. El ángel de la Anunciación nada le había dicho a este propósito, pero ahora le será comunicado por las palabras de Simeón, un anciano justo y temeroso de Dios que había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo del Señor (Lc 2, 26).

El encuentro entre la Virgen y el anciano debió de suceder ante la puerta de Nicanor, por la que se accedía al atrio de los israelitas. En aquel lugar se situaba uno de los sacerdotes encargados de atender a las mujeres que ofrecían el sacrificio por sí mismas y por sus hijos. María, acompañada de José, se colocó en la fila. Mientras aguardaba su turno, se produjo un acontecimiento que llenó de asombro a los circunstantes. Un anciano venerable se acercó a la fila. Su faz resplandecía de gozo. Y al entrar los padres con el niño Jesús, para cumplir lo que prescribía la Ley sobre Él, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque han visto mis ojos tu Salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 29 – 32).

Al oír estas palabras, un sentimiento de admiración se apoderó de María y de José: el anciano Simeón les confirmaba lo que el ángel les había comunicado de parte de Dios. Pero, enseguida, aquel anuncio ensombreció la alegría: el Mesías cumpliría su misión por medio del sufrimiento; y la Madre se hallaba misteriosamente asociada al dolor del Hijo. Simeón los bendijo y dijo a María, su Madre: «Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción — y a tu misma alma la traspasará una espada — , a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2, 34 – 35). También Ana, una anciana de más de ochenta años, se asoció al anuncio de Simeón, pues llegando en aquel mismo momento, alababa a Dios y hablaba de Él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén (Lc 2, 38).

Del evangelio de San Lucas se deduce que la Virgen presentó a Jesús sólo después de escuchar la profecía. Ofreció por su rescate un par de tórtolas o dos pichones, la ofrenda de los pobres, en lugar del cordero prescrito en la Ley de Moisés. Sin embargo, a la luz de las palabras de Simeón, comprendió — más allá de las apariencias — que Jesús era el verdadero Cordero que redimiría a los hombres de sus pecados. Y que Ella, como Madre, de un modo que no alcanzaba a comprender, estaría unida estrechamente a la suerte de su Hijo.

[1] Tomado del Libro en versión digital de www.opusdei.org, titulado: María, una vida junto a Jesús, de José Antonio Loarte.

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