DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO (A)

Convidados por Jesús

San Mateo sitúa la parábola de este domingo en Jerusalén, días antes de la muerte de Jesús. La gente sencilla le había proclamado Hijo de David (Mt 21,9), mientras que las autoridades religiosas confabulaban el modo de acabar con él. En esta situación, Jesús, pese a saber que llegan sus últimos momentos, nos habla de fiesta y de banquete.

Comienza el evangelio comparando el reino de los cielos con un banquete de bodas organizado por Dios. La boda es sinónimo de alegría y de felicidad. Dios nos quiere felices y nos invita a compartir su vida, su mesa y su alegría. ¿Nos habremos enterado de lo que significa ser cristiano? Seguir a Jesús es la gran oportunidad de hacer de la vida una fiesta de amor y fraternidad.

Esta parábola resume, en forma de historia, la relación de Dios con el pueblo judío y con la Iglesia. En principio, la parábola está dirigida al pueblo de Israel, el pueblo de la Promesa y de la Alianza, pero el pueblo judío rechazó la invitación asesinando a los profetas y al mismo hijo del Rey, al Mesías.

De todos modos, habrá fiesta, Dios la tiene preparada y no tira la toalla. Saldrán a buscar nuevos invitados, hasta los cruces del camino, buenos y malos. Los malos y buenos (v.10) reflejan a la Iglesia del tiempo de Mateo, formada por judeocristianos, a la que comenzaban a incorporarse muchos paganos. Esto creaba conflictos y dificultades dentro de la comunidad (Cf. Hch 10). A los nuevos invitados, los judeocristianos los suponían alejados de Dios, gente pecadora, personas de mala vida, marginada, pero sin embargo, aceptaron la invitación y acogieron el mensaje de salvación.

Hoy la invitación nos llega a nosotros, buenos y malos. Dios no permite que ni los intereses personales, ni los rechazos, ni los asesinatos se conviertan en impedimentos festivos: la boda está preparada y hay que celebrarla. Dios quiere compartir su alegría con nosotros. La misericordia de Dios la podemos experimentar si aceptamos su invitación. Participar en el banquete de bodas del Hijo de Dios es lo más importante de nuestra vida, lo único esencial. De nosotros depende aceptar la invitación, Dios respetará nuestra decisión. Rehusar la invitación viene a ser lo mismo que preferir lo secundario, lo transitorio a lo único que nos es esencial. Ante la invitación, nos dice el texto evangélico que los convidados comenzaron a excusarse, unos tenían que atender a sus negocios y los otros debían ir al campo. ¿Nos suena esto? Tenemos que visitar a un amigo, necesitamos tomar un día de descanso, se nos ofrece una oportunidad de visitar una ciudad… Tenemos tantas cosas que hacer, que frecuentemente no tenemos tiempo para disfrutar con Dios, no tenemos el tiempo que Él nos reclama. A menudo ponemos  el corazón en cosas que perecen desoyendo la invitación de Dios. ¿No es esta la actitud de indiferencia que albergan tantas personas obsesionadas con el dinero, con el sexo, con el poder, con las apariencias, con una religión a la carta…? Según la parábola los indiferentes al evangelio, los que se oponen y lo obstaculizan y los que desoyen la voz del Evangelio comparten el mismo destino: Ninguno disfrutará del banquete del rey.

Ser invitados a la boda del hijo de rey confiere gran honor, pero no basta con entrar en la fiesta, pertenecer a una familia cristiana o a una comunidad religiosa; se requiere llevar su traje de bodas, se requiere una actitud, una conversión y una actitud de fe coherentes con la invitación: Jesús pide a los suyos, no sólo palabras, sino obras y una justicia mayor que la de los fariseos. En las bodas se le da mucha importancia al vestido. Es necesario e indispensable entrar con el ajuar apropiado al gran banquete que Cristo nos invita, este ajuar es la vida de gracia.

Jesús en persona es quien nos invita a su mesa, incluso se sienta con pecadores y con los que el mundo considera indeseables. Dichosos los invitados al banquete del Señor, al banquete de bodas. Esta invitación nos llama a experimentar la íntima unión con Cristo, fuente de alegría y de santidad. Es una invitación que nos alegra y empuja hacia un examen de conciencia iluminado por la fe. El signo central que Jesús pensó para la Eucaristía no fue el ayuno sino el comer y beber, lo más propio de toda fiesta. Acerquémonos a la Eucaristía como invitados que sí quieren asistir a la boda del Señor, conscientes de que la vida es una gran invitación a la fiesta de Dios. Que nuestro horizonte no sea la amargura ni la tristeza, sino la alegría y la esperanza.

Por Vicente Martín, OSA

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