EL DESIERTO, Lunes III Semana de Adviento

«Guíame en tu verdad y enséñame porque tú eres mi Dios, mi Salvador» (Ps 25, 5).

1.— «¿Qué habéis ido a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?… ¿A un hombre vestido muelle­mente?» (Mt 11, 7-8). Con estas palabras introduce Jesús el elogio de su precursor. Esté no es un débil que fluctúa como caña al viento ni «un burgués» que disfruta cómo­damente la vida: es un hombre fuerte, robusto en la fe, austero en las costumbres, todo dado a Dios. Es un pro­feta y «más que un profeta» (ib 9); ha elegido por su morada el desierto, donde con el desasimiento de todos los bienes terrenos, con la oración y la penitencia se ha preparado para el cumplimiento de su misión: anunciar al mundo el Salvador y prepararle el camino.

Toda forma de vida cristiana exige, por lo menos en una cierta medida, el desierto, es decir, la mortificación, la penitencia y la renuncia a las comodidades. Por eso el Adviento, en que tanto destaca la figura del Bautista, es una fuerte llamada a este deber, presentado como medio indispensable, para disponerse a la venida del Señor.

Sin duda que la principal penitencia es la interior, o sea la conversión del corazón; pero la sinceridad de ésta debe manifestarse también por medio de la penitencia exterior. El carácter eminentemente interior y religioso de la penitencia… no excluye ni atenúa en modo alguno la práctica externa de esta virtud, más aún, exige, con particular urgencia su necesidad y estimula a la Iglesia… a buscar, además de la abstinencia y el ayuno, nuevas expresiones, más capaces de realizar… el fin de la pe­nitencia… La necesidad de la mortificación del cuerpo se manifiesta, pues, claramente si se considera la fragilidad de, nuestra naturaleza, en la cual, después del pecado de Adán, la carne y el espíritu tienen deseos contrarios (Pablo VI, Poenitemini: «Ecclesia» 26, 1966, pp. 309-310). La civilización moderna ofrece muchas comodidades y placeres sensibles a poco precio; aceptarlos sin ningún límite expondría al hombre al enflaquecimiento de su voluntad y al aburguesamiento de la propia vida. Es necesario resistir a la tendencia de querer ver, gozar y experimentarlo todo. Entonces «el espíritu humano, menos esclavo de las cosas, puede ir más fácilmente al culto mismo y a la contemplación del Creador» (GS 57).

2.—La espiritualidad del desierto no es sólo morti­ficación y renuncia, sino también recogimiento y silencio que hacen al hombre apto para servir a Dios, para escu­char sus palabras y contemplar sus misterios. Profeta es «quien oye palabras de Dios» (Nm 24, 4) y tras haberlas escuchado las anuncia. Así eran los antiguos profetas, así fue el Bautista enviado para anunciar al Mesías. Todo cristiano posee una vocación profética, siendo llamado a escuchar interiormente la palabra de Dios para encar­narla en su vida y luego transmitirla a los hermanos. Esto supone silencio y recogimiento: callar las criaturas para escuchar a Dios y ahondar en su palabra. No hay escucha sin silencio; quien charla no puede escuchar ni las palabras de los hombres ni tanto menos la voz de Dios que es a su vez silenciosa y se hace oír sólo en el silencio.

Si las relaciones entre los hombres exigen el diálogo y la comunicación, esto no debe hacernos incapaces para callar y para escuchar. Por lo demás, el silencio que conduce a la reflexión interior nos hace más capaces de escuchar y comprender a los demás, y de saber decir a su debido tiempo una palabra oportuna e iluminadora. No son las conversaciones inútiles ni la locuacidad desen­frenada las que abren el camino al diálogo inteligente, persuasivo y apto para llevar a los hermanos la palabra del Señor.

Y luego las relaciones con Dios y la intimidad con él exigen de una manera especial el silencio, y no tan sólo exterior, sino también el Interior. Comentando en sentido espiritual el versículo del Salmo: «Oye, hija, y mira; inclina tu oído: olvida tu pueblo y la casa de tu padre» (Ps 45, 11), Sor Isabel de la Trinidad escribe: «Para oír es necesario olvidar la casa paterna, es decir, todo cuanto pertenece a la vida natural… Olvidar a su pueblo me parece más difícil, porque ese pueblo es todo este mundo que forma parte integrante, por así decirlo, de nosotros mismos. Es la sensibilidad, los recuerdos, las impresiones, etc., es, en una palabra, nuestro yo. Nece­sitamos olvidarle, renunciar a él» (Últimos ejercicios es­pirituales, 10: Obras completas, p. 230). Entonces la criatura entra en el silencio Interior y en aquel silencio Dios se le comunica y se le da a conocer.

Señor, ¿dónde moras? —Yo no moro, hijo, lejos de ti, sino infinitamente más cerca de ti de lo que piensas: yo me llamo el Huésped ignorado, yo habito dentro de ti; búscame en pureza de espíritu y me hallarás.

Señor, y ¿cómo puedo yo entrar, dentro de mí en pureza, pues me hallo todo abierto a los sentidos y volcado al exterior? Sígueme, ven tras de mí… hacia la oración que no desfa­llece, hacia el desierto donde no hay ni madriguera ni nido, hacia el bautismo de la cruz, y hallarás la morada interior donde yo vivo escondido en ti: porque sólo siguiéndome puedes entrar dentro de ti (G. CANOVAI, Suscipe Domine, Roma, La Cività Cattolica, 1949).

Estoy cierto, ¡oh Dios mío!, que llegará un día —que sea cercano o lejano, poco importa— en que habré agotado todas mis alegrías mundanas. Tú solo, Señor mío, eres el alimento capaz de saciarme por toda la eternidad… En tu presencia corren torrentes de delicias: quien haya bebido de ellos una sola vez, no será ya capaz de olvidarlos y alejarse de ellos. Tú eres mi heredad, ¡oh Señor!, ahora y siempre.

¡Cuán lejano estoy, Dios mío, de obrar en conformidad con esta teoría que tan bien conozco! Mi corazón se pierde tras vacías sombras, lo reconozco. Parece como si yo prefiriera cualquier otra cosa a la unión contigo; siempre estoy dispuesto a alejarme y frecuentemente también la oración se me hace difícil; no existe distracción que yo no prefiera al pensamiento de ti. Dame, ¡oh Padre!, la gracia de avergonzarme de esta repugnancia mía. Sacúdeme de este estado de indolencia y de frialdad en que me encuentro y dame la fuerza de aspirar a ti con todo mi corazón. Enséñame el amor a la meditación, a la lectura espiritual, a la oración. Enséñame a amar desde ahora lo que atraerá hacia sí mi corazón por toda la eternidad. (J. H. NEWMAN, Maturità cristiana, Milano, Vita e Pensiero, 1956).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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