EL REINO, 7 de Enero

«Señor, que yo escuche la palabra del Rei­no y la comprenda; y que el Maligno no arrebate lo que has sembrado en mi corazón­» (Mt 13, 19).

1.— «El Señor Jesús inició su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la venida del Reino de Dios pro­metido muchos siglos antes en las Escrituras: “Porque el tiempo está cumplido y se acerca el reino de Dios”» (Mc 1, 15; cfr. Mt 4, 17) (LG 5). ¿Pero cuál, es este Reino que el Antiguo Testamento anunció y prefiguró en la historia de Israel y que Jesús proclama ya cercano? En primer lugar se trata del señorío y del poder universal de Dios Creador, Señor, Rey, Padre de todos los pueblos, afirmados claramente por la predicación de Cristo y más aún por la presencia de Dios mismo en el mundo en la persona del Hijo que, aunque hecho hombre, comparte de lleno su divinidad y sus poderes. En el Antiguo Testa­mento Dios gobernaba a su pueblo y le hablaba por medio de simples hombres, representantes suyos; ahora lo hace por medio de su Verbo encarnado. Cesan los intermedia­rios y viene Dios en su Hijo, a guiar, iluminar y regir a los hombres. Por eso Jesús decía: «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17, 21). Ya no es el tiempo de la espera, porque el Reino ha llegado y está presente en Cristo que manifiesta los designios del Padre para la salvación de los hombres y los comienza a poner ya en ejecución por medio de sus obras. Sin embargo es un reino misterioso y escondido que no tiene nada que ver con la estructura de los reinos terrenos que se imponen con el fasto y la potencia exterior. «No viene el reino de Dios ostensiblemente, ni podrá decirse: helo aquí o allí­» (Ibíd. 20-21). Es un reino espiritual, infinitamente distante de todo lo que es sensible o significa logro terreno o poder político; abraza los valores profundos del espíritu y transforma al hombre desde dentro, convirtiéndolo en hijo de Dios y por lo tanto en ciudadano de su Reino. Aunque el reino de Dios se extiende de por sí a todo el cosmos, a todos los seres criados en el cielo y en la tierra, sin embargo no está forzado a entrar en él sino que lo debe hacer libremente. Y cuando, con la fe y la obediencia, comienza a hacerlo, este Reino se comienza a establecer en él de una forma completamente íntima y escondida, que no cambia nada de su estructura exterior pero que le renueva toda la interior. Entonces el hombre, criado ya de la carne y de la sangre, renace en Dios por medio del Espíritu (Jn 1, 13; 3, 5-6).

2.— Entre las parábolas de que Jesús se sirvió para ilustrar los diversos aspectos del Reino, sobresale la del sembrador (Mt 13, 1-9). Bajo la figura del hombre que es­parce la semilla a manos llenas, que viene a caer en los terrenos más diversos —camino, suelo pedregoso, suelo espinoso y buen terreno— son significadas por una parte la prodigalidad de Dios que siembra su Reino por todo el mundo y, por otra, las condiciones necesarias para que el hombre pueda acoger esta semilla, es decir «la palabra del Reino», y hacerla fructificar en su corazón. La palabra del Reino son las enseñanzas de Jesús acerca del reino de los cielos, es todo su Evangelio; aún más, es él mismo, Palabra eterna del Padre sembrada en nuestra humanidad, para que, hecho hombre como nosotros, tradujera en lenguaje humano la Palabra de Dios e hiciera caer la semilla preciosa del Reino en el corazón de todos los hombres. La semilla —la Palabra— tiene en sí misma la fuerza de germinar y de crear el Reino en todas las criaturas; pero no lo hace —lo mismo que la semilla del cuerpo— que la semilla del campo— si no encuentra un terreno preparado para recibirla. En primer lugar es necesaria la escucha atenta, interior, no distraída por los ruidos de la calle; es necesario un corazón que esté limpio de pie­dras y espinas, es decir, del apego desordenado a sí mismo y a las criaturas, de la preocupación excesiva por los bienes terrenos, de las pasiones que ahogan todo buen propósito, apartan del bien y nos vuelven flacos e inconstantes. Hay que ser «buen terreno», como lo fue el corazón de María que acogió en sí al Verbo de Dios y fue su madre no sólo porque lo engendró a la vida temporal, sino aún más porque guardó en su corazón la Palabra y la convirtió en vida suya, según dijo el mismo Jesús: «Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra (Lc 8, 21). De esta manera la semilla germina, y como es una semilla divina, tiene una capacidad inmensa de desarrollo, hasta la vida eterna; pues enraiza al hombre en el reino de Dios no sólo durante el tiempo, sino por toda la eternidad. «Lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y da fruto, uno ciento, otro sesenta, otro trein­ta» (Mt 13, 23).

¡Oh Jesús, Señor mío!, yo me consagro y me abandono a la soberanía suprema e incomunicable a toda criatura, al poder excelente, absoluto y particular sobre todo lo criado que posee tu Humanidad en virtud del estado admirable y adorable de la filiación divina.

Me ofrezco y me consagro todo a ti… y deseo que tú tengas un poder especial sobre mi alma y mi estado, sobre mi vida y acciones, como sobre cosa que te pertenece con un derecho nuevo y particular, en virtud del acto de mi espontánea voluntad por el cual quiero depender siempre de tu soberanía.

Y pues tu poder sobrepuja inmensamente el nuestro, te su­plico, ¡oh Jesús!, que te sirvas tomar tú mismo sobre mí cual­quier poder que yo no sea capaz de darte. Acéptame, te suplico, como tu súbdito y tu esclavo, aunque sea de la manera que yo no puedo conocer pero que tú tan bien conoces. (P. DE BERULLE, Las grandezas de Jesús).

¡Oh Padre celestial, que enviaste al mundo al Verbo eterno, palabra vuestra, engendrada dentro de Vos mismo, para que fuese semilla de todas las semillas, y de todas las palabras vuestras, que son semilla de nuestro bien! Por este Verbo, Hijo vuestro, os suplico sembréis en mi memoria copiosa semilla de santos pensamientos, para que nazcan de ella frutos copiosos de buenas obras. ¡Oh Verbo eterno, que salisteis del seno de nuestro Eterno Padre y bajasteis del cielo a nuestra tierra para sembrar la semilla de la doctrina verdadera, semilla propiamen­te vuestra y no ajena, ni mendigada de otro! Salid, Señor, a sembrar en mi entendimiento abundante semilla de divinas ilus­traciones, con las cuales os conozca y me conozca, y conozca lo que tengo que creer y obrar, de modo que lo ponga por obra. ¡Oh Espíritu santísimo, que inspiráis donde queréis y queréis inspirar donde hay necesidad de vuestra inspiración! Tocad con ella mi voluntad, sembradla con semilla de santos afectos y arrojad en ella centellas de fervientes deseos, para que se encienda dentro de mi corazón un fuego vehementísimo de amor y con vuestra semilla broten los frutos copiosísimos del espíritu que de este amor proceden. ¡Oh Trinidad beatísima, Gracias te hago por la liberalidad con que siembras tu semilla en tierra tan vil y despreciada! (L. DE LA PUENTE).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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