JESÚS, REY UNIVERSAL, 5 de Enero

«Quiero ensalzarte, Dios mío, Rey, y ben­decir tu nombre por los siglos» (Ps 145, 1).

1.— En el Antiguo Testamento se presentaba Dios a su pueblo sobre todo como el Señor, poniendo su señorío como fundamento del decálogo: «Yo soy el Señor, tu Dios…, no tendrás otro Dios que a mí» (Ex 20, 2-3). La soberanía de Dios no admite competidores y por otra parte asegura a los hombres la libertad. Cuando Israel era fiel a su Dios, Dios lo libraba de la esclavitud; era el momento de la desgracia (Jud 10, 6-7).

Pero Israel no era más que figura del pueblo mesiá­nico, en el cual Dios «determinó congregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos. Para ello envió a su Hijo, a quien constituyó heredero universal, para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote nuestro, Cabeza del nue­vo y universal pueblo de los hijos de Dios» (LG 13). De hecho, cuando el Hijo de Dios hecho hombre apareció en la tierra, fue designado comúnmente como «el Señor», él mismo reconocía este título: «me llamáis… Señor, y decís bien, porque de verdad lo soy» (Jn 13, 13); y a sus discípulos prometió: «Yo dispongo del reino en favor vuestro, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío» (Lc 22, 29). Ante la autoridad romana declaró abiertamente: «Yo soy rey» (Jn 18, 37), y antes de subir al cielo dijo: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28, 18).

Jesús es verdaderamente Rey universal. En cuanto Verbo eterno, posee todo el señorío de la Trinidad: es Criador, Señor del universo y de toda criatura. Pero también en cuanto hombre, en fuerza de su unión hipostática, participa plenamente de esta divina y absoluta soberanía. Cristo está en el vértice de la creación: principio, fin y rey de todo lo creado: «Yo soy el alfa y la omega, dice el Señor Dios; el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso» (Ap 1, 8).

2.— Jesús, Señor y Rey, viene a este mundo para anunciar, difundir y afirmar la eterna soberanía de Dios y someter a ella todas las criaturas. En la liturgia encontra­mos una bellísima síntesis de esta su misión: «Dios todopoderoso y eterno… tú consagraste Sacerdote eterno y Rey del universo a tu Único Hijo, nuestro Señor Jesu­cristo… para que ofreciéndose a sí mismo, como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana; y sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu majestad infinita un reino eterno y universal» (Prefacio de Cristo Rey). Jesús con su muerte ha destruido el pecado, enemigo de Dios, rebelión abierta contra su señorío; de esta manera librado a los hombres de la esclavitud de Satanás y de las pasiones y los ha devuelto dulcemente al imperio del Padre, el único imperio que no hace esclavos sino libres, porque servir a Dios es reinar. Y «después de hacer la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Hb 1, 3), como correspondía a dignidad real de Hijo de Dios.

Cristo, que ha reconquistado, y establecido de nuevo el reino de Dios sobre la tierra, fue colocado «por encima de todo principado, potestad, poder y dominación y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este siglo, sino también ­en el venidero. A él sujetó todas las cosas bajo sus pies y le puso por cabeza de todas las cosas en la Iglesia» (Ef 1, 21-22). La soberanía que ya le pertenecía Dios, Jesús ha querido reconquistarla en cuanto hombre y pagarla a precio de su sangre para demostrar que su soberanía es una realeza de amor. Por un motivo de amor, es decir para salvarnos, se ha hecho uno de nosotros; y por el mismo motivo ha muerto y resucitado por nosotros (2 Cr 5, 15): reina desde el pesebre, reina desde la cruz, y reina para siempre glorioso en el cielo. Glorificar a Jesús como a nuestro Rey, quiere decir reco­nocer y confesar sus derechos soberanos sobre nosotros y defender la libertad que a precio tan elevado nos ha conquistado, viviendo sometidos dócilmente a su suavísi­mo imperio. Para su gloria y para nuestra salvación «pre­ciso es que él reine» (1 Cr 15, 25) y que «tenga la primacía sobre todas las cosas» (Cl 1, 18).

Digno eres de alabanza, Señor Jesús, porque fuiste inmolado y con tu sangre has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua y pueblo y nación, e hiciste de todos nosotros un reino y sacerdotes para nuestro Dios.

Digno eres tú, ¡oh Cordero que has sido degollado!, de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la bendición (cfr. 5, 9-12).

Grandes y estupendas son tus obras, Señor, Dios todopo­deroso; justos y verdaderos tus caminos, Rey de las naciones. ¿Quién no te temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque tú solo eres santo, y todas las naciones vendrán y se postrarán delante de ti, pues tus juicios se han hecho manifiestos (15, 3-4). (Apocalipsis).

«¡Oh Señor mío!, ¡oh Rey mío!; ¡quién supiera ahora repre­sentar la majestad que tenéis! Es imposible dejar de ver que sois gran Emperador en Vos mismo, que espanta mirar esta majestad; mas más espanta, Señor mío, mirar con ella vuestra humildad y el amor que mostráis a una como yo. En todo se puede tratar y hablar con Vos como quisiéremos, perdido el primer espanto y temor de ver Vuestra Majestad…

Puedo tratar con Vos como con amigo, aunque sois Señor; porque entiendo no sois como los que acá tenemos por señores, que todo el señorío ponen en autoridades postizas…

¡Oh Rey de gloria y Señor de todos los reyes, cómo no es vuestro reino armado de palillos, pues no tiene fin! ¡Cómo no son menester terceros para Vos! Con mirar vuestra persona, se ve luego que es sólo el que merecéis que os llamen Señor, según la Majestad mostráis; no es menester gente de acompa­ñamiento ni de guarda para que conozcan que sois Rey.» (SANTA TERESA, Vida).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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