¡SI CONOCIESEIS EL DON DE DIOS!, Sábado II Semana de Adviento

«Cantad a Yahvé y bendecid su nombre, anunciad de día en día su salvación» (Ps 96, 2).

1.— «He aquí al Señor, Yahvé de los ejércitos, que viene con fortaleza… El apacentará su rebaño como pas­tor. El llevará en su seno a los corderos, y cuidará dulce­mente de las madres» (Is 40, 10-11). La figura majestuosa de Dios que con su fortaleza viene a salvar a Israel, es seguida por la figura mansa y suave del Señor que guía a su pueblo con la solicitud amorosa del pastor para con su rebaño. Imagen ésta tan querida de los antiguos profetas, que se sirvieron de ella para expresar el amor de Dios para con Israel, y que Cristo recogió aplicándola a sí mismo, buen Pastor que teniendo cien ovejas, «deja en el monte las noventa y nueve y va en busca de la extraviada», porque quiere que «no se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos» (Mt 18, 12. 14). Jesús, el buen pastor que dará la vida por sus ovejas, conoce y ama a los hombres uno por uno y quiere establecer con cada uno de ellos relaciones de afectuosa intimidad semejantes a las que existen entre él y su Padre (Jn 10, 14-15). Ni uno solo de estos pequeñuelos es olvidado: el Señor quie­re juntar en torno a sí a todos los hombres no sólo para salvarlos, sino para ofrecerles su amistad y admitirlos a la comunión íntima consigo. A todos dirige la gran pro­mesa: «Si alguno me ama… mi Padre le amará y ven­dremos a él y en él haremos morada» (Jn 14, 23).

Israel había gozado del gran privilegio de la presencia de Dios en medio de su pueblo: Dios lo había acompa­ñado a través del desierto; lo había protegido en los cam­pos de batalla, lo había guiado en la vuelta del destierro de Babilonia, había puesto su morada en el arca santa y más tarde en el templo de Jerusalén. Al nuevo Israel Jesús revela abiertamente un privilegio inmensamente más grande: la inhabitación de la Trinidad en los que le aman. Dios no es sólo el pastor o el defensor que guía, conforta, protege y salva a su pueblo, sino también el amigo, el huésped que quiere poner su morada en el corazón del hombre y vivir con él en dulce intimidad.

2.— Dios está necesariamente presente en todas sus criaturas. En efecto, para que éstas existan, no sólo es necesario que sean creadas por Dios, sino también que sean conservadas por él en la existencia; y de hecho Dios las conserva obrando en ellas, esto es, comunicándoles continuamente el ser; y como Dios obra mediante su sustancia, está presente dondequiera que obra y, por lo tanto, en todas sus criaturas. Dios está presente de esta manera en todas las partes, aun en los incrédulos y en los pecadores.

Pero en los fieles que viven en gracia y en caridad, Dios se hace presente de un modo peculiarísimo, que es precisamente el prometido por Jesús, o sea, la presencia de inhabitación: «Se dice que las divinas personas habi­tan en el alma porque están presentes de un modo inescrutable en las criaturas dotadas de inteligencia y pueden ser poseídas por estás mediante el conocimiento y el amor, aunque de un modo que trasciende toda la naturaleza criada y es del todo íntimo y singular» (Pío XII, Enc. Mystici Corporis). Es decir, las tres divinas personas se hacen presentes en el alma que está en gracia, para que las conozca por la fe, las ame por la caridad, a fin de que viva en unión; en amistad íntima con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es de nuevo Jesús quien lo afir­ma: «Permaneced en mí y yo en vosotros» (Jn 15, 4). «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, también ellos sean uno, como nosotros somos uno» (ib. 17, 21). Pero donde está el Padre y el Hijo no puede faltar el Espíritu Santo, y Jesús lo ha dicho expresamente: «El Espíritu de verdad… permanece con vosotros y está con vosotros» (ib. 14, 17).

«La razón más alta de la dignidad humana —enseña el Vaticano II— consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios» (GS 19), unión que se lleva a efecto precisamente por el misterio de la inhabitación de la Trinidad en los que aman a Dios. A cada uno de ellos puede repetirse con entera verdad la gran palabra que tanto impresionaba a Isabel de la Trinidad: «El Padre está en ti, el Hijo está en ti, el Espíritu Santo está en ti». ¡Oh don inmenso! «¡Si conocieses el don de Dios!» (Jn 4, 10).

«¡Oh Señor y Bien mío! ¡Que no puedo decir, esto sin lágri­mas y gran regalo de mi alma! ¡Que queráis Vos, Señor, estar así con nosotros!… Y si no es por nuestra culpa, nos podemos gozar con Vos, y Vos os holgáis con nosotros, pues decís ser vuestro deleite estar con los hijos de los hombres. ¡Oh Señor mío! ¿Qué es esto? Siempre que oigo esta palabra me es gran consuelo… ¿Es posible que haya alma que llegue a que Vos le hagáis mercedes semejantes y regalos y a entender que Vos os holgáis con ella, que os torne a ofender después de tantos favores y tan grandes muestras del amor que la te­néis, que no se puede dudar, pues se ve clara la obra? Sí hay, por cierto, y no una vez sino muchas, que soy yo. Y plega a vuestra bondad, Señor, que sea yo sola la ingrata y la que haya hecho tan gran maldad, y tenido tan excesiva ingra­titud; porque ya de ella algún bien ha sacado vuestra infinita bondad; y mientras mayor mal, más resplandece el gran bien que nuestras misericordias. ¡Y con cuánta razón las puedo yo para siempre cantar!» (STA. TERESA DE JESUS; Vida).

Dios mío, estoy espantado, quisiera decir: «Aléjate de mí, ¡oh Señor!, porque soy un hombre pecador», pero no lo digo, no, sino más bien lo contrario: «Quédate con nosotros, Señor, porque anochece». Yo estoy en la noche del pecado, y la luz de la salvación no puede venir sino de ti; quédate, ¡oh Señor! porque soy pecador y estoy asustado viendo las innumerables imperfecciones que en cualquier hora y en cualquier instante cometo delante de ti… Tú estás dentro de mí; y delante de ti y en ti yo cometo desde la mañana a la noche, a cada momento, imperfecciones, faltas sin cuento, de pensamiento, palabra y obra…

Esta ha sido una de las cosas que me han impedido por tanto tiempo buscarte en mí para adorarte y postrarme a tus pies; estaba asustado de sentirte tan dentro de mí, tan cerca de mis miserias y de mis innumerables imperfecciones. (CAR­LOS DE FOLICALILD, Sulle feste dell’anno, Op. sp.).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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