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Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
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Dios entra en la vida de Abrahán para quedarse con él, para unirse en cierto modo a su destino: «Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan; en ti serán bendecidos todos los pueblos de la tierra» (Gn 12,3). Su historia es la de un «protagonismo compartido». Es la historia de Abrahán y de Dios, de Dios y de Abrahán. Hasta tal punto que, a partir de entonces, Dios se presentará a Sí mismo ante los demás hombres como «el Dios de Abrahán»[i].
La llamada consiste, pues, en primer lugar, en vivir con Él. Más que de hacer cosas especiales, se trata de hacerlo todo con Dios, «¡todo por Amor!»[ii]. Lo mismo les sucedió a los primeros: Jesús los eligió, antes que nada, «para que estuvieran con Él»; solo después, el evangelista añade: «y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14). Por eso, también nosotros, cuando percibimos la voz de Dios, no debemos pensar en una especie de «misión imposible», dificilísima, que Él nos impone desde la lejanía del Cielo. Si es una auténtica llamada de Dios, será una invitación a meternos en su vida, en su proyecto: una llamada a permanecer en su Amor (cfr. Jn 15,8). Y así, desde el Corazón de Dios, desde una auténtica amistad con Jesús, podremos llevar su Amor al mundo entero. Él quiere contar con nosotros… estando con nosotros. O viceversa: Él quiere estar con nosotros, contando con nosotros.
Se entiende así que quienes han experimentado la llamada de Dios, y la han seguido, animen a quienes empiezan a escucharla. Porque, en un primer momento, es frecuente que experimenten miedo. Es el temor lógico que produce lo inesperado, lo desconocido, lo que agranda horizontes: la realidad de Dios, que nos supera por todas partes. Pero este miedo está llamado a ser transitorio. Se trata de una reacción humana de lo más común, que no debe sorprendernos. Por eso, sería un error dejarnos paralizar por el miedo: más bien, es necesario enfrentarse con él, atreverse a analizarlo con calma.
Las grandes decisiones de la vida, los proyectos que han dejado rastro, casi siempre han sido precedidos de un estadio de miedo, superado después con una reflexión serena; y sí, también, con un golpe de audacia.
San Juan Pablo II comenzó su pontificado con una invitación que aún hoy resuena: «Abrid de par en par las puertas a Cristo (…) ¡No tengáis miedo!»[iii]. Benedicto XVI la retomó nada más ser elegido: comentaba cómo, con estas palabras, «el Papa hablaba a todos los hombres, sobre todo a los jóvenes». Y se preguntaba: «¿Acaso no tenemos todos de algún modo miedo —si dejamos entrar a Cristo totalmente dentro de nosotros, si nos abrimos totalmente a Él—, miedo de que Él pueda quitarnos algo de nuestra vida? ¿Acaso no tenemos miedo de renunciar a algo grande, único, que hace la vida más bella? ¿No corremos el riesgo de encontrarnos luego en la angustia y vernos privados de la libertad?»[iv].
Seguía Benedicto XVI: «Y todavía el Papa quería decir: ¡No! quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada —absolutamente nada— de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera»[v]. Y, uniéndose a aquella recomendación de San Juan Pablo II, concluía: «Quisiera (…), a partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida»[vi]. Solo abriendo nuestro corazón podremos hacer la experiencia de todos los santos: Dios no quita nada, sino que llena nuestro corazón de una paz y una alegría que el mundo no puede dar.
Por este camino, el miedo cede enseguida el paso a una profunda gratitud: «Doy gracias a aquel que me ha llenado de fortaleza, a Jesucristo nuestro Señor, porque me ha considerado digno de su confianza (…) a mí, que antes era blasfemo, perseguidor e insolente. Pero alcancé misericordia» (1 Tim 1,12-13). Que todos tengamos una vocación, muestra que la misericordia de Dios no se detiene ante nuestras debilidades y pecados. Él se pone ante nosotros miserando atque eligendo, como reza el lema episcopal del Papa Francisco. Porque, para Dios, escogernos y tener misericordia -pasar por alto nuestra pequeñez- es una sola cosa.
Como Abrahán, como san Pablo, como todos los amigos de Jesús, también nosotros nos sabemos no solo llamados y acompañados por Dios, sino también seguros de su ayuda: convencidos de que «quien comenzó en [nosotros] la obra buena la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1,6). Sabemos que nuestras dificultades, aunque a veces sean serias, no tienen la última palabra. San Josemaría lo repetía a los primeros fieles del Opus Dei: «cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos… y les comunica las gracias convenientes»[vii].
La llamada de Dios es, pues, una invitación a la confianza. Solo la confianza nos permite vivir sin estar esclavizados por el cálculo de las propias fuerzas, de los propios talentos, abriéndonos a la maravilla de vivir también de las fuerzas de Otro, de los talentos de Otro. Como en las escaladas a las grandes cumbres, es necesario fiarse de quien nos precede, con quien compartimos incluso una misma cuerda. El que va por delante nos indica dónde pisar y nos ayuda en aquellos momentos en que, si estuviéramos solos, nos dejaríamos dominar por el pánico o el vértigo.
Caminamos, pues, como en la escalada, pero con la diferencia de que ahora nuestra confianza no está puesta en alguien como nosotros, ni siquiera en el mejor de los amigos; ahora nuestra confianza está puesta en el mismo Dios, que siempre «permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Tm 2, 13).
[i] Cfr. Ex 3,6; Mt 22,32.
[ii] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 296, 22-IX-1931, citado en Camino, edición crítico-histórica, comentario al n. 813.
[iii] San Juan Pablo II, Homilía en el comienzo de su pontificado, 22-X-1978.
[iv] Benedicto XVI, Homilía en el comienzo de su pontificado, 24-V-2005.
[v] Ibídem.
[vi] Ibídem.
[vii] San Josemaría, Instrucción 19-III-1934, n. 48.