ALEGRIA Y DOLOR, 15 de Marzo

«iOh Señor, que yo padezca contigo para ser contigo glorificado!» (Rom 8, 17).

1. — «Mirad, yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva…; habrá gozo y alegría perpetua… Ya no se oirán gemidos ni llantos» (Is 65, 17-19). La profecía presenta, en forma hiperbólica, la felicidad de los tiempos mesiánicos, cuando la situación de Israel sea completamente renovada y vuelvan a quedar restablecidas las relaciones de amistad entre Dios y su pueblo. También el Evangelio anuncia la venida del Salvador como «una gran alegría, que es para todo el pueblo» (Le 2, 10), alegría espiritual sobre todo, pero que tiene también proyecciones concretas de alivio y de consuelo sobre muchos sufrimientos humanos. Los milagros con los que Jesús ha curado a los enfermos y ha resucitado a los muertos lo testifican. Sin embargo, Jesús no ha venido a traer un mensaje de felicidad terrena, ni a instaurar en este mundo una era de la que se excluya todo llanto y dolor. Ha venido, más bien, a tomar sobre sí el peso del sufrimiento humano para transformarlo en instrumento de salvación, y por consiguiente de felicidad eterna en la patria bienaventurada, la única en la que ya no habrá «ni duelo, ni gritos, ni trabajo» (Ap 21, 4). La vida del hombre redimido por Cristo es un encaminamiento hacia esta felicidad sin fin. La «gran alegría» traída por Jesús es tan verdadera, que puede pasar por sufrimientos de todo género sin quedar sofocada. Antes bien, Jesús ha indicado que precisamente en las tribulaciones abrazadas por amor a Dios está el camino que conduce a la bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres, los que lloran, los que tienen hambre, los que padecen persecución» (Mt 5, 3-10).

El misterio pascual de Cristo es un trenzado de dolor y de alegría, de muerte y de resurrección; la vida del cristiano mana de este misterio y se  fundamenta en  él, reproduce sus características. Y así como el misterio pascual no termina en la pasión y muerte de Cristo, sino que a través del dolor y la muerte culmina en la alegría de la resurrección, así la vida cristiana, a través de las tribulaciones terrenas, está constantemente orientada hacia la alegría eterna. El cristiano experimenta la dura realidad del dolor, y sin  embargo, no tiene una visión pesimista de la vida, porque sabe que cualquier sufrimiento es un instrumento precioso para asociarse a la pasión de Cristo y, por lo tanto, también a su resurrección.

2. — El hombre tiene necesidad de ser salvado del pecado y también de sus consecuencias: el dolor y la muerte. Prescindiendo del Evangelio, estas amargas realidades constituyen un enigma que aplasta al hombre; sólo Cristo puede iluminarlas y hacerlas aceptables (GS 22). Asumiendo la responsabilidad de los pecados del género humano, quiso consumar en sí mismo sus consecuencias; de este modo, su inmolación trasformó el dolor y la muerte —herencia de la culpa— en instrumento de redención, de salvación. «Padeciendo por nosotros —afirma el Vaticano  II—, nos dio ejemplo para seguir sus pasos y,  además,  abrió el camino, con cuyo seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido» (ibid). El cristiano, por lo tanto, no debe considerar el sufrimiento como una desgracia que ha de evitarse por todos los medios o como un acontecimiento indeseable al que forzosamente hay que someterse; y ni siquiera únicamente como castigo del pecado, sino como medio de salvación, porque es el modo de comunicarse con Cristo muerto y resucitado para redimir a la humanidad pecadora. El sufrimiento es la puerta que introduce al hombre en el misterio pascual del Señor y se lo hace vivir en su aspecto de pasión y de muerte para disponerle al de la resurrección. Es imposible participar en la resurrección de Cristo, si antes no se padece y se muere con él.

Sin embargo, el sufrimiento le repugna al hombre, que ha sido creado para la felicidad; y Dios no desprecia sus gemidos. Jesús no rechazó nunca a los atribulados que recurrieron a él; alguna vez puso a prueba su fe tratándoles con aparente dureza, como hizo con el funcionario real que le pedía la curación de su hijo (Jn 4, 46-51), pero por fin fue e intervino en su favor. Como quiera que sea, aun en los casos en que Dios no concede el alivio y permite que el sufrimiento se prolongue, hay que seguir confiando en él. Sólo él sabe lo que verdaderamente le conviene a cada uno. Ciertas tribulaciones que desde un punto de vista humano parecen absurdas e injustas, están situadas con toda precisión  en sus planes divinos; de la  aceptación de tales tribulaciones puede depender la salvación personal y la de muchos hermanos. «Sabemos que a los  que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rom 8, 28).


Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo; su cólera dura un instante, su bondad, de por vida; al atardecer nos visita el llanto, por la mañana, el júbilo.

Escucha, Señor, y ten piedad de mí, Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.  (Salmo 29,  2 y 4, 5-6. 11-12a y 13b).

Emanuel, Dios con nosotros…, has bajado para estar cerca de quien tiene el corazón colmado de dolor, para estar con nosotros  en  la angustia. Día llegará en que, arrebatados sobre las nubes, iremos a tu encuentro para estar siempre contigo, con tal que ahora nos preocupemos de tenerte con nosotros como compañero de camino que nos devolverá nuestra patria celeste, o mejor, como camino mismo, tú que  entonces serás la patria misma.

Es un bien para mí, Señor, hallarme en la angustia, con que tú estés conmigo; prefiero esto a reinar sin ti, a estar sin ti sumido en los placeres, sin ti en la gloria. Es mejor para mí ceñirme a ti en la angustia, tenerte conmigo en el crisol de la prueba, que estar sin ti aunque fuera en el cielo. De hecho, ¿Quién otro hay para mí en el cielo? Fuera de ti, ¿Qué puedo desear en la tierra? (Salmo 72, 25). El oro se prueba en el crisol,  y los justos en la tentación de la angustia. Aquí, Señor, tú estás con ellos; aquí, tú estás presente en medio de los que se reúnen en tu nombre…

¿Por qué tenemos miedo, por qué vacilamos, por qué procuramos huir de este crisol? Es verdad, el fuego arrecia; pero tú, Señor, estás con nosotros en la angustia. Si estás con nosotros, ¿Quién estará contra nosotros? (Rom 8, 31). Y si tú nos libras, ¿Quién nos apartará de tu mano? ¿Quién podrá arrancarnos de tu mano? En fin, si tú nos glorificas, ¿Quién podrá sumirnos en la ignominia? (SAN BERNARDO,  In Psalmum «Qui habitat», 17, 4).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D

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