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Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
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«Señor, tú me buscas con inmenso amor y con amor eterno te apiadaste de mí» (Is 54, 7-8)
1.— «Aunque se retiren los montes y tiemblen los collados, no se apartará de ti mi amor ni mi alianza de paz vacilará, dice el que se apiada de ti, Yahvé» (Is 54, 10). De esta manera revelaba el Señor a Israel la eterna fidelidad de su amor. Por encima de la omnipotencia de Dios, de su grandeza y justicia infinitas prevalece su amor, o mejor dicho, todo en Dios es amor. Por amor Dios crea, atrae hacia sí, castiga el pecado, promete al Redentor y mantiene para siempre su afecto y sus promesas. «Dios es amor» (1 Jn 4, 16) y quiere que el nombre le pague con amor. Si el grande acto de la fe es creer en el amor de Dios, el grande acto del amor es comprometer la vida entera en pagar el amor de Dios.
La fe y el amor, dice S. Juan de la Cruz, «te guiarán por donde no sabes, allá en lo escondido de Dios. Porque la fe… son los pies con que el alma va a Dios, y el amor es la guía que la encamina. (Cántico, 1, 11). A la fe sigue la caridad; ambas van en esta vida, por decirlo así, a la par: la una se apoya en la otra y aumenta con su progreso; el hombre no puede amar a Dios si no cree en él, y no cree eficazmente en Dios si su fe no brota del amor y termina en él. Fe y amor permiten al hombre buscar a Dios y entrelazar con él relaciones de íntima amistad.
La criatura que cree con todas sus fuerzas que Dios es verdaderamente Dios, que es el ser supremo, a quien todos pertenecemos y que merece todo nuestro amor, «merecerá que el amor la descubra lo que en sí encierra la fe» (Cántico, 1, 11). El mismo Jesús dijo: «El que me ama… yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21). La virtud teologal de la caridad se convierte en el vehículo de un conocimiento de Dios y de sus misterios mucho más profundo que el que nos puede venir por el estudio. Esto acaece especialmente en la oración contemplativa, donde atrayendo Dios al hombre a sí, le da el gusto y casi experiencia de su bondad y de su grandeza infinita. Pero no existiría en el hombre esta capacidad de amar a Dios, si Dios mismo no se la hubiera infundido; él «envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera interiormente para que le amén» (LG 40). El don del amor ha sido depositado en cada cristiano con el bautismo; es necesario abrirle de par en par el corazón y la vida para que pueda desarrollarse y madurar en una profunda amistad con Dios.
2.— «El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc 12, 29-30). Este es el gran mandamiento del Señor, que San Pablo subrayó diciendo: «Caminad en el amor» (Ef 5, 2). El amor teologal, don divino que hace al hombre capaz de amar a Dios, es pura benevolencia; su pureza es la condición de su intensidad: es decir, que este amor debe consistir en el solo deseo de agradar a Dios y de hacer su voluntad, sin buscar satisfacciones personales.
Él amor con que tenemos que ir a Dios, no consiste en el sentimiento, sino que es un acto de la voluntad. Amar a Dios es querer bien a Dios. Y el bien que podemos desear a Dios, él mismo Jesús nos lo dijo cuando nos enseñó a orar: «Santificado sea tu nombre; hágase tu voluntad». Siendo Dios el Bien infinito del que todo depende, el bien que él deseó no es otro que su gloria y el cumplimiento de su voluntad.
Según esto amamos a Dios en la medida en que nos entregamos al cumplimiento de su voluntad, sin preocupamos de otra cosa ni buscarnos a nosotros mismos. Enseña S. Juan de la Cruz que si el alma fuese a buscar en Dios` suavidad y gusto propio, ya no amaría a Dios puramente sobre todas las cosas (Carta 29: Obras, 2 ed., p. 1593), pues juntamente con él amaría también su propia satisfacción, y en consecuencia tendría dividido el corazón entre el amor de Dios y el amor de sí mismo, y no sería ya capaz de «poner toda la fuerza de la voluntad en él» (ib.). Por lo tanto, concluye el Santo, «para acertar el alma a ir a Dios y juntarse, con él, ha de… estarse con ésa hambre y sed de solo Dios, sin quererse satisfacer de otra cosa» (ib., p. 1594). El alma que en todo momento y en todas sus acciones no busca más que cumplir la voluntad de Dios, ama realmente a Dios y vive unida verdaderamente con él, aunque no sienta ninguna suavidad. Pero, como es verdad que, «si el alma busca a Dios, mucho más le busca su Amado a ella» (S. Juan de la Cruz, Llama, 3, 28), algunas veces Dios la atraerá a sí, dándole a gustar la suavidad de su amor y el gozo de ser toda suya. Pero ni aun entonces puede detenerse en dichas consolaciones para satisfacerse a sí misma, sino que, aceptándolas humildemente, las aprovechará para darse a Dios con mayor decisión y generosidad.
¡Oh sumo y eterno Bien! ¿Quién te ha movido a ti, Dios infinito, a iluminarme a mí, criatura tuya, finita, con la luz de la verdad? Tú mismo fuego de amor eres la causa, porque es siempre el amor el que te obliga a crearnos a imagen y semejanza tuya, a tener misericordia de nosotros, dando gracias infinitas y desmesuradas a tus criaturas racionales. ¡Oh Bondad sobre toda bondad! Tú solo eres el que eres, sumamente bueno, y tú fuiste el que nos dio el Verbo de tu unigénito Hijo para tratar con nosotros, que somos, corrupción y tinieblas. ¿Cuál fue la causa de esto? El amor. Porque nos amaste antes que fuésemos, ¡oh Bondad, oh eterna grandeza! Te rebajaste y te hiciste pequeño para hacer grande al hombree. A cualquier parte donde me vuelo, no encuentro más que abismo y fuego de tu caridad. (STA. CATALINA DE SENA, Diálogo).
«Sólo amor es el que da valor a todas las cosas; y que sea tan grande que ninguna la estorbe a amar, es lo más necesario. Mas ¿cómo le podremos tener, Dios mío, conforme a lo que merece el Amado, si el que Vos me tenéis no le junta consigo? ¿Quejaréme con esta santa mujer [Santa Marta]? ¡Oh, que no tengo ninguna razón, pues siempre he visto en mi Dios harto mayores y más crecidas muestras de amor de lo que yo he sabido pedir ni desear! Si no me quejo de lo mucho que vuestra benignidad me ha sufrido, no tengo de qué. Pues ¿qué podrá pedir una cosa tan miserable como yo? Que me deis, Dios mío, qué os dé con San Agustín, para pagar algo de lo mucho que os debo; que os acordéis que soy vuestra hechura, y que conozca yo quién es mi Criador para que le ame.
Más ¡ay dolor, ay dolor de mí, Señor mío, que… yo tengo solas palabras, que no valgo para más! Valgan mis deseos, Dios mío, delante de vuestro divino acatamiento, y no miréis a mi poco merecer. Merezcamos todos amaros, Señor; ya que se ha de vivir, vívase para Vos, acábense ya los deseos e intereses nuestros». (STA. TERESA DE JESUS, Exclamaciones).
Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.