BUSCAR A DIOS EN FE, Miércoles III Semana de Adviento

«Señor, acrecienta nuestra fe» (Lc 17, 6).

1.— «Y bienaventurado quien no se escandalizare en mí» (Lc 7, 23). Estas palabras del Señor contienen una grande enseñanza. Viniendo al mundo, Jesús se presentó no como un salvador potente y glorioso, sino humilde, pobre y manso. Perro esta su aparición en forma tan modesta, como cualquier otro hombre, fue de escándalo a muchos que no sabiendo ver más allá del elemento humano, no reconocieron en Cristo al Mesías prometido. Más que a la palabra de Dios revelada a través de los profetas y más que a los milagros realizados por Jesús, prefirieron creer a su corto entendimiento, juzgando cosa absurda que el Salvador del mundo se identificase con un hombre en todo, semejante a nosotros.

Para acoger a Cristo y creer en él, para buscar y hallar a Dios es necesaria la fe. La fe es «la convicción de las cosas que no se ven» (Hb 11, 1). No se funda sobre los datos sensibles o de alguna manera controla­bles por la criatura, sino sobre la palabra de Dios, sobre lo que él en su amor ha revelado de sí y de sus miste­rios. «A Dios, que revela, debe prestársele aquella obediencia de fe por la que el hombre libremente se entrega todo a Dios, rindiendo al Dios revelante el pleno acata­miento de su entendimiento y voluntad y asintiendo voluntariamente a la revelación por él hecha» (DV 5). La fe no da la evidencia de las realidades divinas, pero nos da su certeza fundada en la palabra de Dios-Amor.

La fe dice que Jesús de Nazaret, tenido por sus compaisanos por «el hijo de José» (Lc 4, 22), es el Hijo de Dios, el Salvador prometido. Y cuanto más viva es la fe, tanto mayor es el amor con que el hombre recibe a Jesús y tanto más profundamente acoge su persona de Dios-Hombre y su mensaje, cimentando sobre él su propia vida.

Jesús dijo: «Si alguno me ama… mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» (Jn 14, 23); la fe nos da la certeza de esta sublime verdad, la cual sin embargo escapa al control de los sentidos y de la humana inteligencia. La fe nos dice que el misterio de la inhabitación de la Trinidad en el bautizado es una realidad infinitamente más verdadera que tantas otras verdades caducas controlables por la ciencia humana, y cuando una criatura está plenamente convencida de ella se hace capaz de colocar esta divina realidad por encima de todas las realidades terrenas.

2.— San Juan de la Cruz habla así al alma deseosa de Dios: «Oye una palabra llena de sustancia y verdad inac­cesible: búscalo en fe y en amor, sin querer satisfacerte de cosa» (Cántico 1, 11). La vida de unión con Dios no debe fundarse en sentimientos, sino sobre el ejercicio intenso de las virtudes teologales. Hay que aprender, pues, a buscar a Dios prescindiendo de todo gusto, con­suelo y satisfacción, aunque sea espiritual; a caminar por el sendero de la «fe desnuda». La fe, mejor que cualquiera otra experiencia sensible y que cualquier otro conocimiento o raciocinio, pone al alma en contacto directo con Dios; ella es «sola el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios; porque es tanta la semejanza que hay entre ella y Dios, que no hay otra diferencia sino ser visto Dios o creído» (S. Juan de la Cruz, Subida, II, 9, 1). La fe nos presenta a Dios tal como es; no llegamos a verlo, pero lo creemos en su realidad esencial, y así nuestra inteligencia entra en contacto con el mismo Dios. Por medio de la fe «se manifiesta Dios al alma en divina luz, que excede todo entendimiento. Y, por tanto, cuanto más fe el alma tiene más unida está con Dios» (ib.). La fe une al alma con Dios, aun cuando ésta no experimente consuelo alguno; más aún, con fre­cuencia Dios le niega todo gusto, para que se ejercite con mayor pureza en la fe y crezca en ella.

«Es preciso que quien se acerque a Dios crea» (Hb 11, 6). En la medida que el hombre vive de fe, se acerca a Dios, se une a él y cree en su amor. «Este es efecto más grande de nuestra fe», dice Isabel de la Trinidad: creer en el amor de Dios y creer de modo irremovible aún en medio de las pruebas y de la oscuridad. «Un alma no se preocupa de gustos, ni de sentimientos. Le importa poco sentir o no sentir a Dios; recibir de él gozos o sufrimientos. Ella cree solamente en su amor» (El cielo en la tierra, 6: Obras, pp. 179-180). Pero para llegar a esta fe indestructible hay que ejercitarse en ella, y hay que pedirla. Señor «acrecienta nuestra fe» (Lc 17, 6).

¡Oh Señor Jesucristo!, yo creo en ti, pero hazme creer de modo que te ame. Creer verdaderamente en ti es amarte: no como creían los demonios, que no amaban, y por lo tanto aun­que creían decían: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús, Hijo de Dios?»

¡Ah!, que yo crea de modo que creyendo en ti te ame, y no diga: «¿Qué tengo yo que ver contigo?», sino más bien: «Tú me has redimido, y yo quiero ser tuyo» (In ps).

Quiero clamar a ti; pero tú ayúdame a que no sea tal vez estrepitoso en invocar y mudo en obrar. Quiero clamar a ti despreciando el mundo, quiero clamar a ti desdeñando los placeres del mundo. Quiero invocarte diciendo no con la lengua sino con la vida: «El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo». Quiero clamar a ti dando abundantemente a los pobres. (Sermón).

Juntaré a la fe la debida rectitud de vida para dar gloria a Dios con las palabras diciendo la verdad y con las obras vi­viendo rectamente. (Sermón).

Cuando un alma llega a creer en el «gran amor con que Dios la ama», se puede afirmar de ella lo que se dijo de Moisés: «Lo invisible le mantuvo firme como si lo viera». Un alma así no se preocupa de gustos ni de sentimientos; le im­porta poco sentir o no sentir a Dios, recibir de él gozos o sufrimientos. Ella cree solamente en su amor. Cuanto más sufre, mayor es su fe porque supera, por decirlo así, todos los obstáculos para ir a descansar en el seno del amor infinito que sólo puede realizar obras de amor. A esta alma, vigilante en su fe, tú puedes decirle, ¡oh divino Maestro!, aquellas palabras que dirigiste un día a María Magdalena: «Vete en paz, tu fe te ha salvado». (ISABEL DE LA TRINIDAD, El cielo en la tierra. Obras).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para el Adviento y la Navidad, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.

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