DOMINGO XX T.O. (A)

Qué grande es tu fe

Teniendo aún entre nosotros el perfume solemne de la celebración de la Asunción de la Santísima Virgen María en la cual nos hemos alegrado por su tránsito al cielo en cuerpo y alma, hoy igualmente en la liturgia se nos revela que lo que Ella misma ya ha vivido, también nosotros en modo semejante estamos llamados a vivirlo. Al llegar el final de los tiempos Dios nos quiere tener a todos a su lado en su bienaventuranza eterna. Nuestro destino final es la salvación, el cielo.

En este sentido, hoy se nos invita a reflexionar en la llamada universal que todos y sin distinción alguna tienen a la salvación. Si bien Jesús asume en todo, menos en el pecado la condición humana, la asume en medio de un pueblo que ha sido elegido por Dios para ser el pueblo de su propiedad, -destacando que ha sido elegido para ser instrumento y guía de salvación para los demás pueblos-, esto no quería significar de parte de Dios que los pueblos extranjeros estuviesen privados de la vida y felicidad en Él, siempre y cuando le acojan. Es lo que señala Isaías cuando habla de guardar el sábado y practicar la justicia (Is 56,1). En definitiva y como ora el salmista, hemos de buscar que todos conozcan-vivan los caminos del Señor para alcanzar la salvación (cf. Sal 66)

Asimismo, el Apóstol san Pablo nos presenta a un Dios que por ser compasivo y misericordioso está siempre dispuesto a abrir las puertas de su misericordia a los ‘gentiles’, o sea, a los extranjeros, los considerados lejos. No obstante san Pablo advierte que esto no es suficiente, pues puede suceder que estando ya «adentro» quedemos «fuera», no porque nos echen fuera sino que por causa de nuestra soberbia seamos nosotros quienes nos vayamos afuera.

De igual modo, en el Evangelio de Mateo 15,21-28, Jesús revela el rostro de un Dios que no hace acepción de personas, que escucha toda oración, la de los elegidos y la de los extranjeros, el acceso a Él nos la da el don de la fe. Está fe humilde que apela a la piedad y misericordia, que reconoce a adora a Jesús como el «Señor», el Hijo de Dios, y que además -por su misma humildad- sabe perseverar, es la fe de esta mujer Cananea. ¡Qué grande es la fe en Dios! Una mujer extranjera, pagana y sin nombre pasa a la historia de la tradición cristiana como un modelo de fe profunda, ejemplar y confiada.

Señor, aumenta nuestra fe.

P. Reinaldo G.

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