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Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
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«Padre, he pecado…; ya no merezco llamarme hijo tuyo» (Lc 15, 21).
1.— «¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado?… No mantendrás por siempre la ira, pues te complaces en la misericordia». Así alaba Miqueas al Señor, y le suplica: «Vuelve a compadecerte de nosotros, y extingue nuestras culpas; arroja a lo hondo del mar todos nuestros delitos» (Miq 7, 18-19). La antigua plegaria revela una concepción profunda de la misericordia de Dios; sin embargo, el Evangelio la profundiza ulteriormente y la comenta del modo más expresivo con la parábola del hijo pródigo.
La parábola demuestra que cuando el hombre está sinceramente arrepentido de sus pecados, aunque éstos sean muy graves —abandono de la casa paterna, vida disoluta, impiedad y desprecio de toda ley—, Dios los destruye y olvida, como algo que se pisotea y se arroja a lo hondo del mar. Dios ha creado al hombre libre, y cuando éste, con un gesto de independencia y de rebelión, se aleja de él para ir a gozar de la vida a su capricho, no le constriñe al bien, no le detiene a la fuerza, sino que le espera y sigue amándole. Como el padre de la parábola, apenas le divisa en el camino del retorno, corre a su encuentro. Hace todavía más: previene el retorno mismo suscitando en el corazón del hijo el pesar y el arrepentimiento, efectos de su gracia. Y cuando el pecador, cediendo al impulso interior, se decide a cambiar de vida y se abre a una confesión humilde y sincera de su pecado, inmediatamente Dios le acoge y le festeja; le devuelve sus derechos de hijo, le reviste de su gracia, vuelve a admitirle en su amistad: «Este hijo mío estaba muerto, y ha revivido» (Lc 15, 24). Dios se goza en la vida del hombre, se alegra de verle pasar de la muerte del pecado a la vida de la gracia, gusta de verle volver a su amor, única fuente de vida y de alegría.
La parábola manifiesta la inmensa misericordia de Dios hacia el hombre pecador, pero manifiesta también las disposiciones que ha de tener el pecador para hallar misericordia. El hijo pródigo entra dentro de sí, reconoce sus culpas, se arrepiente de ellas, decide poner punto final a su vida disipada, volver a su padre y confesarle su pecado; sabe que no merece ser acogido como hijo, y sin embargo, vuelve, confiando en la bondad paterna. Del mismo modo, para que cada confesión sacramental fructifique, debe ir precedida y acompañada por el arrepentimiento, por el propósito de convertirse, por la humildad del corazón contrito, por la confianza en la misericordia divina.
2.— La parábola habla también de la misericordia para con los hijos que quedaron en casa, fieles a sus deberes, pero un poco mezquinos, pobres de amor. La costumbre les hace insensibles al beneficio de vivir en la casa paterna, de gozar continuamente de la compañía del Padre, por eso pecan de desamor hacia él. Están demasiado convencidos de ser buenos hijos, muy distintos de aquellos disolutos que se fueron por los caminos de la vida en busca de aventuras, por eso pecan de desamor hacia los hermanos lejanos, no sufren al verles perdidos, y cuando éstos vuelven arrepentidos, se asombran, y tal vez se irritan, al ver que se les perdona Es la mentalidad del fariseo que condena al publicano, la de los operarios de la primera hora que se indignan porque los últimos llegados reciben el mismo trato que ellos.
También estos hijos necesitan de la misericordia de Dios para curarse de su pecado, tanto más engañoso cuanto menos conocido. Y Dios les trata con la misma misericordia con que trata a los hijos pródigos. Ved cómo el padre sale al encuentro del hijo mayor, el cual, indignado, se niega a entrar en casa; le suplica, escucha sus desahogos y las protestas de haber obedecido siempre, de haber trabajado mucho y de no haber dispuesto nunca, sin embargo, de «un cabrito» para tener un banquete con sus amigos, no tiene más que una respuesta: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15, 31). El amor del padre se desborda. El hijo reclama un cabrito, y él le dice: «todo lo mío es tuyo»; el hijo se siente menos amado porque ninguna fiesta se ha hecho en su honor, y el padre le replica: «tú estás siempre conmigo», ¿puede haber una fiesta mayor? El padre quiere vencer con su amor el desamor del hijo; quiere hacerle comprender que es amado, pero quiere también que comprenda que debe amar al hermano, hacer fiesta y «alegrarse…, porque estaba muerto y ha revivido» (ibid 32). Dios quiere a sus hijos vivos en su amor, por eso les sigue, les acoge y trata con amor. De él deben ellos aprender a amar, esto es esencial.
También el hijo mayor tiene necesidad de confesar su pecado. Y ha de ser una confesión hecha con corazón contrito y humillado por haber vivido siempre en la casa del padre y no haber entendido todavía el misterio de su amor. Perseverar en el servicio de Dios es algo muy bueno; sin embargo, Dios no quiere servicios de mercenarios, sino de hijos, y los hijos deben servir amando.
¿Qué Dios hay como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa…? No mantendrás por siempre la Ira, pues te complaces en la misericordia. Vuelve a compadecerte de nosotros, y extingue nuestras culpas; arroja a lo hondo del mar todos nuestros delitos. Sé fiel…, sé compasivo…, como juraste a nuestros padres en tiempos remotos. (Miqueas 7, 18-20).
¿Quién soy yo y cómo soy? ¡Qué no hubo de malo en mis obras, o si no en mis obras, en mis palabras, o si no en mis palabras, en mis deseos! Mas tú, Señor, te mostraste bueno y misericordioso, poniendo los ojos en la profundidad de mi muerte y agotando con tu diestra el abismo de corrupción del fondo de mi alma. Todo ello consistía en no querer lo que yo quería y en querer lo que tú querías.
Te amaré, Señor, y te daré gracias y confesaré tu nombre por haberme perdonado tantas y tan nefandas acciones mías.
A tu gracia y misericordia debo que hayas deshecho mis pecados como hielo y no haya caído en otros muchos. ¿Qué pecados, realmente, no pude yo cometer, yo, que amé gratuitamente el crimen?
Confieso que todos me han sido ya perdonados, así los cometidos voluntariamente como los que dejé de hacer por tu favor.
¿Quién hay de los hombres que, conociendo su fIaqueza, atribuya a sus fuerzas su castidad y su inocencia, para por ello amarte menos, cual si hubiera necesitado menos de tu misericordia, por la que perdonas los pecados a los que se convierten a ti?… Antes, sí, debe amarte tanto y aún más que yo; porque el mismo que me sanó a mí de tantas y tan graves enfermedades, ése le libró a él de caer en ellas. (S. AGUSTIN, Confesiones, IX, 11; II, 7, 15).
Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D.