EN EL MISTERIO DE CRISTO PACIENTE, 20 de Marzo

«¡Oh Cristo, que padeciste por nosotros y nos dejaste ejemplo para que siguiéramos tus pasos!» (1 Pe 2, 21).

1. — «Yo, como cordero manso, llevado al matadero, no sabía los planes homicidas que contra mí planeaban: «Talemos el árbol en su lozanía, arranquémoslo de la tierra vital, que su nombre no se pronuncie más»» (Jer 11, 19). Jeremías, buscado a muerte por sus conciudadanos, es figura de Cristo perseguido, «el Cordero de Dios» —como un día le saludaría el Bautista— conducido al matadero para quitar los pecados del mundo (Jn 1,  29).  Pero mientras Jeremías ignora la conjura que contra él se trama, Cristo conoce perfectamente la que se trama contra él. La pasión que le espera no es para él un imprevisto, sino una libre y consciente inmolación a la voluntad del Padre: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: Este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 18). Con estos sentimientos va Jesús al encuentro de su pasión, y se ofrece a ella como un cordero manso que no recalcitra, que no se niega. Su padecer es mucho más que un sufrir pasivo: es una aceptación espontánea, amorosa, fundada en el conocimiento de la resurrección. Y sin embargo, es un padecimiento real que le atormenta el espíritu y los miembros.

El Hijo de Dios ha venido al mundo y ha salvado a los hombres asumiendo su naturaleza pasible, con  la que ha expiado sus pecados y ha santificado, sufriendo, todo el dolor de la humanidad. Para encontrarse con él, los hombres deben, a su vez, aceptar el padecimiento. Pero el padecer del cristiano no puede resolverse en una paciencia resignada, algo así como  forzada porque no se puede evitar. A imitación de la de Cristo, la paciencia cristiana es una libre aceptación de lo que en la vida crucifica, en amorosa conformidad con la voluntad de Dios. Por medio de esta adhesión voluntaria, el cristiano se asemeja a Cristo paciente, y su padecer se hace participación en el misterio de Cristo. La paciencia, así entendida, no envilece al hombre, no le convierte en esclavo de situaciones dolorosas de las que no sabe o no puede liberarse, sino que le hace capaz de abrazar voluntariamente todo el sufrimiento que Dios permite en su vida, con una positiva disposición de amor, de unión a Cristo crucificado y resucitado.

2. — «Estad alegres cuando compartís los padecimientos de Cristo —dice san Pedro— para que cuando se manifieste su gloria reboséis de gozo» (1Pe 4, 13). La conciencia de participar en la pasión del Señor le hace valiente al cristiano, sereno y hasta alegre en sus tribulaci0nes No es el suyo un padecer sombrío, desesperado, sino fortalecido e iluminado por la esperanza. Esas mismas situaciones dolorosas que no tienen una solución humana, hallan apoyo y explicación en el misterio de Cristo, el cual une íntimamente a sí a todos cuantos pasan a través de su pasión. De este modo, el sufrimiento de los inocentes deja de ser un absurdo, para convertirse en la semejanza al Inocente crucificado.

Desde esta perspectiva, la paciencia cristiana no es tanto una virtud moral, cuanto la exigencia de participar en el misterio de Cristo. El que no entra en el misterio de su pasión y de su muerte, tampoco entra en el  de  su resurrección. Y mientras que la vida eterna será la plenitud de la resurrección de Cristo, la  vida terrena  no es más que su preludio, predominando en ella la inmersión en el sufrimiento y en la  muerte del Señor. Sin embargo, aun en el tiempo, la resurrección está ya actualizada en virtud de la vida divina de la que Cristo hace participar a cuantos fueron bautizados en su  muerte y a ella se asemejaron.

La paciencia se aprende fijando la mirada en el Paciente divino: «El no cometió pecado ni encontraron en- gaño en su boca; cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas… Cargado con nuestros pecados subió al leño» (1Pe 2, 22-24). Si los pecados del hombre atormentaron a Cristo inocente, no hay injusticia alguna en que muerdan al culpable de los mismos. Mirando al Crucificado, ningún hombre  puede pensar que se halla solo en su padecer; Cristo sufrió en sí mismo todas las amarguras, todas las angustias, todas las congojas, para hacérselas al hombre menos ásperas y para darle alientos en sus tribulaciones. Fortalecido con el ejemplo y con  la gracia de Cristo, sostenido por el amor a él, el cristiano aprende a vivir su propio sufrimiento personal sin abatirse, y aprende a ofrecerlo por la salvación de los hermanos, como humilde aportación a la  obra redentora. «Completo en mi carne los dolores de  Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).


He fijado en ti la mirada, ¡oh Cristo crucificado!, te he visto ofrecerte como víctima al Padre por las almas, y reconcentrándome en esta amplia visión de tu caridad, he comprendido la pasión de amor que tu alma sufrió y quiero entregarme como tú lo hiciste.

¡Cuánto me alegra pensar que desde toda la eternidad el Padre nos conoce y quiere hallar en nosotros tu imagen, oh Cristo crucificado!

¡Oh, cuán necesario es el sufrimiento para que se cumpla en el alma  la obra de Dios! Dios mío, tienes un deseo inmenso de enriquecernos de tus gracias, pero somos nosotros los que establecemos la medida en la proporción en que nos dejamos inmolar por ti, inmolar con alegría, con acción de gracias, como el Maestro, diciendo como él: «El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo  voy a  beber?». ¡Oh  Maestro, la hora de la pasión tú la llamabas «tu hora», por ella habías venido, ella era el objeto de todos tus deseos!

Cuando se me presente un gran sufrimiento o un mínimo sacrificio, quiero pensar inmediatamente que también ha llegado mi hora, la hora en que me dispongo a dar pruebas de mi amor a ti, Señor, que «tanto me has amado». (ISABEL DE LA TRINIDAD, Cartas C XII, 272).

¡Oh dulcísimo Jesús, qué pensamientos te indujeron a padecer y qué inmensa caridad manifestaste en tu pasión!  Pero  dime,  Jesús mío, ¿no podías haber redimido al hombre y haber salvado mi alma sin tanto exceso de amor, con sufrimientos más suaves y con afecto más moderado? ¡Oh dolores inefables de mi Señor, oh amor constante, invencible, incomprensible! Jesús mío, ¿Cuándo podré yo devolverte tanto amor como te debo y deseo tenerte?

Ciertamente será necesario que de aquí en adelante, viviendo, muera continuamente… y sin embargo, por mucho que sea lo que yo padezca en esta vida, nunca será tanto como mis culpas merecen.  Antes bien, ésta es la cruz de todas las cruces, el dolor de todos los dolores: ¡haberte ofendido, Dios mío!

Jesús, mi único amor, no me abandones; trátame en esta vida como te plazca y envíame las cruces que quieras: heme aquí resignado totalmente a tu voluntad. Sólo te pido que no permitas que me separe de tu gracia por el pecado. (BEATO ENRIQUE SUSON, Diálogo del amor, V, VI, XVII).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *