Principales Servicios y Actividades
Bienvenido a este espacio donde podrás encontrar los principales enlaces e información sobre nuestras actividades
Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
Bienvenido a este espacio donde podrás encontrar los principales enlaces e información sobre nuestras actividades
«¡Oh Jesús, humillado hasta despojarte de tu rango!, hazme partícipe de tus sentimientos» (Flp 2, 5-7).
1. — «Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone a nuestras acciones… Lo someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa» (Sab 2, 12. 19-20). El justo humillado y perseguido por los impíos es Cristo; en su vida, y especialmente en su pasión, se verifican de un modo impresionante los detalles descritos en el libro de la Sabiduría. Contra él, inocentísimo, se lanza el odio de todos aquellos que se sienten ofendidos por la santidad de su conducta y de su doctrina. «El mundo… me odia —dirá un día—, porque doy testimonio contra él de que sus obras son malas» (Jn 7, 7).
El Hijo de Dios, que se humilló voluntariamente hasta hacerse hombre, hasta hacerse «pecado» para sustituir a los hombres pecadores, de igual modo, voluntariamente, acepta ser humillado por los mismos a quienes ha venido a salvar. Buscado a muerte por los Judíos, Jesús huye varias veces de sus manos, «porque todavía no había llegado su hora» (ibid 30), pero no huye de las contradicciones y de las humillaciones. El, Verdad eterna, acepta ser tratado de embustero; Bondad infinita, tratado como un malhechor; Sabiduría increada, tenido por loco; Mansedumbre sin límites, considerado como un subversor del pueblo; Hijo de Dios, ¡y le llamaban «endemoniado»! Las humillaciones de Cristo son, al mismo tiempo, el precio que él paga para rescatar a los hombres de su orgullo y el estímulo que él les da para que le sigan por el camino de la humildad. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29).
La humildad auténtica brota del corazón, de la convicción íntima y profunda de la propia poquedad frente a Dios. Mientras Jesús se humilló olvidándose de su dignidad de Hijo de Dios, el hombre, para ser humilde, ha de recordar que es: una criatura subsistente no por virtud propia, sino por los dones recibidos de Dios, y criatura que, por haber pecado, ha caído en un estado de miseria moral. El conocimiento y la conciencia de todo esto deberían hacer que el hombre fuese profundamente humilde, y sin embargo, está en él tan vivo el orgullo, que le resulta siempre difícil humillarse, y más aún aceptar ser humillado. Sólo la gracia que proviene de las humillaciones de Cristo puede ayudarle a establecerse en una sincera humildad de corazón.
2. — «Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús. El, a pesar de su condición divina… se despojó de su rango» (Flp 2, 5-7). Estas palabras del Apóstol no serán nunca suficientemente meditadas. Todos los cristianos son llamados a seguir a Jesús por el camino de la humildad, y para hacerlo es necesario «despojarse del propio rango», es decir, vaciarse del orgullo aceptando todo lo que lo destruye: las humillaciones. Ante todo, la humillación de comprobar las propias deficiencias, faltas, infidelidades, y luego las humillaciones externas que se derivan del hecho de que nuestras limitaciones, defectos y errores son vistos y juzgados por los demás. A muchos les gusta ser humildes, pero son pocos los que aceptan ser humillados; muchos son los que piden la humildad, pero después, en la práctica, huyen de las humillaciones. Sin embargo, así como el estudio es el único medio para adquirir la ciencia, del mismo modo la humillación es el único medio para adquirir la humildad. Por lo demás, la humillación es la parte que, en justicia, le corresponde al hombre pecador. Tan convencidos estaban de esto los santos, que nunca consideraron demasiado graves las humillaciones que recibían. «Nunca oí decir cosa mala de mí —escribía santa Teresa de Jesús— que no viese quedaban cortos; porque, aunque no era en las mismas cosas, tenía ofendido a Dios en otras muchas y parecíame habían hecho harto en dejar aquéllas, y siempre me huelgo yo más que digan de mí lo que no es que no las verdades» (Cm 15, 3).
El Concilio exhorta de un modo particular a los religiosos a que practiquen la virtud de la humildad, «por la que participan del anonadamiento de Cristo» (PC 5). El que quiere asociarse íntimamente al misterio de Cristo —como lo exige la vocación de los consagrados—tiene que internarse en el camino del propio anonadamiento. El hombre por sí solo no es capaz de hacerlo; necesita que Cristo mismo le introduzca en él haciéndole compartir sus humillaciones divinas. Los agravios, las acusaciones, las ofensas, las incomprensiones, los fracasos con que se tropieza en la vida son el único medio: aceptándolos por amor a Cristo, el hombre se abre al don de su humildad divina, entra en el misterio de su divino anonadamiento para alabanza del Padre y salvación de la humanidad. Siguiendo a Cristo humillado hasta la muerte de cruz nos convertimos en glorificadores de Dios y en salvadores de los hermanos. La humildad vence y conquista hasta a los más reacios.
¡Oh Cristo, Hijo de Dios!, te pusiste en el último lugar, tratándote a ti mismo como al último de todos los hombres…, desde tu nacimiento hasta tu muerte. Y así quisiste ser tratado por los pecadores, por los demonios, por el Espíritu Santo y hasta por tu eterno Padre. Y obraste así para glorificar a tu Padre…, para reparar la ofensa hecha al Padre por nuestro orgullo, para confundir y destruir nuestra arrogancia, para enseñarnos a detestar el engreimiento y amar la humildad. ¡Puede decirse, en verdad, que la soberbia deshonora a Dios y que le desagrada sumamente, puesto que para reparar tal deshonor fue necesario que tú, Hijo de Dios, fueses tan humillado! ¡Puede decirse, en verdad, que el engreimiento es algo monstruoso, puesto que para aniquilarlo tú quisiste reducirte a tan ínfimo grado de rebajamiento! ¡Cuán necesario es creer que a los ojos de Dios la humildad es un tesoro verdaderamente precioso y una perla que le es gratísima, puesto que tú, su Hijo divino, quisiste ser tan humillado para hacernos amar esta virtud, para estimularnos a imitarte en su práctica y para merecernos el cumplimiento de sus obras! (SAN JUAN EUDES, Misterio del hombre y grandeza del cristiano, II, 16, 2).
¡Oh dulce Jesús!, me pongo a tus pies, con la certeza de que tú sabes cumplir lo que yo ni siquiera sé imaginar. Quiero servirte hasta donde tú quieras, a toda costa, al precio de cualquier sacrificio. Nada sé hacer; no sé humillarme, sólo sé decirte, y te lo digo firmemente: quiero humillarme, quiero amar la humillación, la indiferencia por parte de mi prójimo respecto a mi persona; me arrojo a cierra ojos, con cierto deleite, en el diluvio de desprecios, de padecimientos, de humillaciones en que quieras colocarme. Me repugna decirte esto, se me desgarra el corazón al decírtelo, pero te lo prometo; quiero padecer, quiero ser despreciado por ti. No sé lo que haré, es más, no me creo a mí mismo, pero no desisto de quererlo con toda la energía de mi alma: «pati, pati et contemni pro te». (JUAN XXIII, El diario del alma 1903).
Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D