FE Y HUMILDAD, 18 de Marzo

«Te doy gracias, Padre…, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla» (Lc 10, 21).

1. — Discutiendo con los Judíos, Jesús les echaba en cara: «Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna: pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida!» (Jn 5, 39). Los Judíos hacían consistir toda su perfección en una investigación minuciosa, y a veces arbitraria, de la Sagrada Escritura, que interpretaban según sus opiniones personales. Llevados de su orgullo, no aceptaban la posibilidad de equivocarse, y al no comprender el sentido de las profecías, se negaban a admitir que Jesús fuese el Mesías por ellas anunciado. Jesús mismo busca el modo de iluminarles, pero la luz no penetra en su corazón, obcecado por el orgullo. «¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios?» (ibid 44). La intención de aquellos falsos maestros no era la de penetrar el  espíritu genuino de las Escrituras, la de comprender el plan de Dios para salvar a los hombres y adaptarse a él, sino la de ser alabados y honrados por los hombres. Esto constituía para ellos el gran impedimento para aceptar la fe en Cristo. ¿Cómo podían aceptar a un Mesías humilde, pobre, que exaltaba a los pequeños, a los sencillos, a  los indigentes, mientras que ellos iban en busca de «gloria unos de otros»?

La fe en Cristo exige humildad, como la exige el estudio de la Sagrada Escritura. Jesús ha venido a revelar a los hombres los misterios de Dios, y  los planes que tiene para su salvación, el sentido auténtico de las Escrituras:, pero sólo los humildes se dejan enseñar por él. El que se tiene por sabio y justo quiere obrar por sí mismo, no acepta ni al Maestro, ni al Salvador. Es ésta la misma situación que se perpetúa  a través de los siglos cuando los hombres orgullosos rechazan el magisterio y la mediación de la Iglesia, depositaria oficial de la palabra de Dios y de los sacramentos de la salvación. Jesús preguntaba un día: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18, 8). Ciertamente no la encontrará  en los soberbios, en los hombres engreídos de su propia ciencia, sino en los humildes, en los sencillos.

2. — Los fariseos se gloriaban de creer en Moisés, pero, en realidad, ni habían comprendido su espíritu, ni habían seguido sus ejemplos. Moisés había rehusado a convertirse en cabeza de una gran nación con tal de salvar a su pueblo (Ex 32, 7-14), mientras que los fariseos se desentendían del bien del pueblo y sólo buscaban su propia gloria. No habiendo comprendido a Moisés, tampoco comprendieron al Mesías anunciado por él y prefigurado en su conducta; por eso Jesús les amonesta: «Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí» (Jn 5. 46). Nadie puede afirmar que cree en alguien y rechaza, al mismo tiempo sus enseñanzas y ejemplos. Contradicción no rara, desgraciadamente, entre los cristianos, y que puede resumirse en que rechazan el Evangelio de la humildad y del servicio.

Se puede caer en la tentación de pensar que para hacer el bien sea necesario ocupar  puestos de privilegio, de relieve, mientras Jesús habló y  obró en un sentido absolutamente opuesto. A sus discípulos les enseñó a escoger el último lugar poniéndose al servicio de los demás, aun en el caso de que fuesen llamados a ejercer oficios de responsabilidad. Precisamente, durante la última cena les decía: «el primero entre vosotros pórtese como el menor, y el que gobierne, como el que sirve», y para animarles, añadía: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22, 26-27). La vida entera de Cristo fue un rendido servicio al Padre y a los hombres, pero quiso demostrarlo con un ejemplo todavía más explícito, y los Apóstoles le vieron arrodillarse ante ellos para cumplir el acto más humilde de  servidumbre: «lavarles los pies» (Jn 13, 5). Las profecías habían hablado del Mesías «Siervo del Señor», pero Jesús se presenta también como siervo de los hombres, y pide a sus discípulos que obren como él.

La elección del último lugar para el servicio de los hermanos es una constante del Evangelio; empeñarse en ignorarla equivale a rechazar el misterio de Cristo. De aquél que, «a pesar de su condición divina», no  hizo alarde de su categoría de Dios para conquistar a los hombres; al contrario, «se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo» (F(p 2, 7), haciéndose semejante al más pobre de los pobres, al más abyecto, rebajándose a su mismo nivel y mancomunándose con ellos.


¡Oh Jesús!, para los que abren los ojos para verte, tú eres luz; pero para los que los cierran, eres dura piedra contra la que se estrellan. Por no haber querido aprender de ti el misterio de la humildad, los judíos tropezaron, se estrellaron y no te conocieron… Tú les habrías iluminado con tu verdad, si ellos te la hubieran pedido humildemente; pero llevados por su soberbia, no acogieron tu luz, y tú, que habías venido para iluminarles, fuiste para ellos un escándalo… A fuerza de despreciar tu luz, tu luz desaparece; una densa niebla la cubre, y nuestras pasiones la oscurecen totalmente a nuestros ojos.

Cuando se camina en las  tinieblas, nadie sabe adónde va.  Cree, tal vez, ir hacia la gloria, hacia los placeres, hacia la vida y  la felicidad, y va, sin embargo, hacia la perdición y hacia la muerte. ¡Oh Señor, ayúdame a caminar mientras nos queda un destello de tu luz!  (Cf. BOSSUET, Meditaciones sobre el Evangelio, III, 17).

¡Oh Jesús!, cuando erais peregrino en la tierra dijisteis: «Aprended de , que soy manso y humilde  de  corazóny hallaréis el descanso de vuestras almas». Sí, poderoso Monarca de los cielos, mi alma halla el descanso al ver cómo os abajáis, vistiendo forma y naturaleza de esclavo, hasta lavar los pies de vuestros apóstoles. Entonces me acuerdo de estas palabras que pronunciasteis para enseñarme a practicar la humildad: «Ejemplo os he dado, para que lo que yo he hecho lo hagáis también vosotros. No es mayor el Maestro»…

¡Oh Amado mío!, no podéis abajaros más para enseñarme la humildad. Por eso quiero responder a vuestro amor, ponerme en el último lugar, participar de vuestras humillaciones, a fin de «tener parte con vos» en el reino de los cielos.

Os suplico, divino Jesús mío, que me enviéis una humillación cada vez que intente sobreponerme a las demás…

Pero conocéis, Señor, mi debilidad; cada mañana tomo la resolución de practicar la humildad, y por la noche reconozco haber cometido muchas faltas de orgullo. Al ver esto, me tienta el desaliento, pero sé que el desaliento es también orgullo.

Quiero, por tanto, Dios mío, fundar mi esperanza sólo en vos. Puesto que todo lo podéis, dignaos hacer nacer en mi alma la virtud que deseo. (STA. TERESA DEL NIÑO JESUS, Oraciones, 8, 8).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D

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