HEMOS SIDO REBELDES, 1 de Marzo

«Señor, que yo guarde puro mi camino, observando tu palabra» (SI 119, 9).

1.— «Señor, Dios grande y terrible .. Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas» (Dn 9, 4-5). Esta confesión hecha por el profeta Daniel en nombre del pueblo de Israel es siempre actual. Los hombres de todos los tiempos pueden repetirla y completarla con el profeta: «No hemos escuchado la voz del Señor, nuestro Dios, para seguir sus leyes, que él nos ha  dado por medio de sus siervos los profetas» (lb 10).

El pecado de la desobediencia a Dios, a sus leyes, a sus representantes es de los más frecuentes y menos valorados. Y sin embargo el hombre no conseguirá la salvación sino por el camino de la obediencia. Es  éste el camino que ha recorrido el Hijo de Dios: «Bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 6, 38). Y aceptando libremente la voluntad del Padre que lo inmolaba por la salvación del mundo, quiso someterse a cuantos le representaban, dignos e indignos, hebreos o paganos, sacerdotes o funcionarios del imperio romano.

Estilo de Dios es gobernar a los  hombres sirviéndose de otros hombres que participan de su autoridad. «Sométanse todos a las autoridades constituidas —advierte San Pablo— pues no hay autoridad que no provenga de Dios» (Rm 13, 1). Toda forma de rebeldía a la autoridad legítima, toda especie de anarquía «se opone al orden divino» (ib 2). Por eso el cristiano debe prestar «obediencia a las leyes justas y respeto a las autoridades legítimamente constituidas» (CD 19; cfr. GS 74), no sólo por motivos sociales, sino en conciencia.

Con mayor razón vale esto para los Pastores del rebaño, de quienes Jesús ha dicho: «Quien a vosotros escucha a mí  me escucha, y quien  a vosotros desprecia a mí me desprecia» (Lc 10, 16). En esta perspectiva el Concilio Vaticano II exhorta a todos los fieles a que «con cristiana obediencia abracen prontamente lo que los Pastores, en cuanto representantes de Cristo, ordenan como maestros y rectores en la Iglesia, siguiendo en esto el ejemplo de Cristo, quien con su obediencia hasta la muerte ha abierto a todos los hombres el camino libre de  la libertad de los hijos de Dios» (LG 37).

2.— No existe categoría alguna de personas que no tenga la obligación de practicar la virtud de la obediencia. «Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo —exhorta S. Pablo—. Las mujeres se sometan a sus maridos, como al Señor… Vosotros, hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor… Vosotros, esclavos, obedeced a vuestros amos de este mundo con respeto y temor, con sencillez de corazón, como a Cristo» (Ef 5, 21-22; 6, 1-5). En  estos textos, la obediencia se recomienda a toda clase de personas siempre por motivo del Señor; el orden familiar y social es algo que el Señor quiere. Por lo tanto se impone la conclusión: obedeced a los hombres como se obedece a Cristo. La obediencia  cristiana se caracteriza precisamente por este espíritu sobrenatural, en virtud del cual el hombre pasando por encima de la creatura que manda, fija la mirada en Dios, en cuyo honor ofrece el obsequio de la sumisión. Semejante obediencia  no es un ejercicio reservado sólo a quienes han hecho un voto o promesa especial, sino que es obligación de todos. De hecho la Iglesia exhorta a todos los fieles a’ tener entre sí los mismos sentimientos que tuvo Cristo, quien se despojó de sí mismo tomando condición de siervo… obedeciendo hasta la muerte (Flp 2, 7-8) (LG 42).

Es evidente que nuestra primera obediencia debe rendirse a Dios, de tal manera que si alguna autoridad quisiera imponer algo que fuese contrario a la voluntad de Dios, tendríamos que responder que no es lícito obedecer a los hombres antes que a Dios (Ac 4, 19). Hecha esta excepción, la obediencia debe practicarse siempre, también cuando contraría nuestra propia voluntad, especialmente si está en juego la voluntad expresa de Dios, su ley, el bien de la Iglesia, la  sumisión a los superiores religiosos. Precisamente porque el cristiano no es un hombre aislado, sino que está integrado en la comunidad eclesial, el bien común puede a veces exigir la renuncia de criterios, de aspiraciones y proyectos personales; pero no hay duda que esta renuncia es  más agradable a Dios que cualquier obra buena e incluso que cualquier acto de culto. «¿Acaso se complace el Señor en los holocaustos y sacrificios más que en la obediencia a su palabra? Mejor es obedecer que sacrificar» (1 Sm 15, 22). Así apostrofaba Samuel a Saúl que había ofrecido en sacrificio a Dios las primicias de sus rebaños, pero había quebrantado sus órdenes. La obediencia no es sacrificio de cosas, sino de la propia voluntad, que vale más que todas las cosas.


Señor, Dios grande y temible, que guardas la alianza y el amor a los  que te aman y observan tus mandamientos. Nosotros hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos sido malos, nos hemos rebelado y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus normas. No hemos escuchado a tus siervos, los profetas, que en tu nombre hablaban… A ti, Señor, la justicia; a nosotros la vergüenza en el rostro… porque hemos pecado contra tí. Al Señor Dios nuestro la piedad y el perdón, porque nos hemos rebelado contra él…

Oye, pues, Dios nuestro, la oración de tu siervo, oye sus plegarias, y  por amor de ti, Señor, haz brillar tu faz sobre tu santuario devastado. Oye, Dios mío, y escucha. Abre los ojos y mira nuestras ruinas… No por nuestras justicias te presentamos nuestras súplicas, sino por tus grandes misericordias. ¡Escucha, Señor! ¡Señor, perdona! ¡Atiende, Señor, y obra! (Daniel 9, 4-9. 17-19).

¡Oh cuán dulce y gloriosa es esta virtud de la obediencia, que entraña todas las demás virtudes, porque la caridad la concibe y de ella nace. En ella se funda la piedra angular de la santísima fe. Es una reina tal, que quien con ella se desposa no sufre mal alguno, sino que siente paz y quietud. Las olas del mar encrespado no pueden perjudicarle, ni dañarle puede tempestad’ alguna… No siente odio frente a la injuria, porque quiere obedecer, y se le ha mandado que perdone. No se apena al no ver satisfechos sus deseos porque la obediencia le hace desearte solamente  a ti, Señor, que eres el único que puede, sabe y quiere cumplir sus deseos… Y así, en todo halla paz y quietud…

¡Oh obediencia, que navegas sin fatiga, y sin peligro llegas al puerto acogedor! ¡Concuerdas con el Verbo unigénito Hijo de  Dios; subes a  la navecilla de la santísima cruz para mantenerte… en la obediencia del Verbo y no apartarte nunca de su doctrina! (STA.  CATALINA, Diálogo 155).

Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D. 

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