La Santidad en la vida cotidiana

El Papa Emérito Benedicto XVI en alguna oportunidad nos recordó que “Todos los seres humanos están llamados a la santidad que, en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en esa semejanza a Él según la cual han sido creados”, porque la santidad es vivir la vida como lo que realmente somos “hijos e hijas de Dios”, que en todo momento se esfuerzan por agradar a su Padre y que buscan con anhelo continuamente estar en su presencia, y eso lo logra un corazón que se sabe amado por Dios y que ama a su prójimo.

En ese sentido, la santidad se identifica con la caridad, es decir, el amor en su sentido más puro; y la santificación no es otra cosa que el camino hacia una caridad más grande para con Dios y para con el prójimo. Pero la caridad no encuentra su fuente en el hombre, sino en Dios: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo… Si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros (1Jn 4, 8.10-11). Por eso, el amor del hombre a Dios y de los hombres entre sí solo puede ser una respuesta al amor de Dios por el hombre. Entonces, la santidad y la santificación son el resultado conjunto de la acción de Dios y de la actividad humana.

Dios toma siempre la iniciativa, pero pide al hombre que, desde su libertad, ofrezca lo que él puede dar: la disponibilidad de voluntad y corazón, entrañas de misericordia, docilidad a la acción del Espíritu Santo para que sus dones produzcan los frutos queridos por Dios.

También nos dice el Papa Benedicto XVI: “El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su verdad perfecta, que es progresivamente transformado. Por esta belleza y esta verdad está dispuesto a renunciar a todo, incluso a sí mismo. Le basta el amor de Dios, que experimenta en el servicio humilde y desinteresado al prójimo, especialmente a quienes no están en condiciones de corresponder. Los santos, alimentados de Cristo, pan vivo, se convirtieron al amor y ¡en él centraron toda su existencia! En diversas situaciones y con diversos carismas, amaron al Señor con todo su corazón y al prójimo como a sí mismos, y así llegaron a ser un modelo para todos los creyentes”

Toda esa experiencia la vivieron los santos, ellos nos dan testimonio de ese anhelo continuo que había en sus corazones de agradar a Dios en todo momento y de hacer su voluntad; reconociendo sus pecados , e imperfecciones, ellos se dejaron amar por Dios, amaron a Dios y al prójimo, por tanto, la presencia de Dios en sus vidas les llevó a comprender que la santidad consistía en vivir la vida cotidiana con la mirada fija en Dios, es decir, vivir cada instante de sus vidas con la certeza de saber que siempre estaban en su presencia. Todo lo movía el amor de Dios, cada acción, cada palabra, brotaba del profundo amor en sus corazones a Dios y al prójimo.

Para hablar de la santidad en la vida cotidiana, es necesario saber qué se entiende por “cotidiano”. Lo “cotidiano” es lo “corriente”, lo “ordinario’, “común”, “acostumbrado”, “usual”; estas son palabras que recuerdan hechos, comportamientos que no tienen especial relieve, que no causan admiración, que podrían pasar desapercibidos o que no reciben valoración. Nuestra vida, nuestro día a día se basa en este nivel de lo “cotidiano”; no quiere decir que en ciertos casos lo “extraordinario” se manifieste; todo lo contrario, puede darse, pero lo normal es que sea en una proporción reducida de la actividad y de la historia personal.

San Josemaría Escrivá de Balaguer insiste en sus escritos en el buscar la presencia de Dios en lo cotidiano, en la importancia que tiene en la vida cristiana la “gracia de Dios” y “la conciencia del cristiano de la vocación a la santidad”. Menciona el santo: “Santidad en las tareas ordinarias, santidad en las cosas pequeñas, santidad en la labor profesional, en los afanes de cada día; santidad para santificar a los demás”. Para lograrlo, debemos esforzarnos por tener una vida interior profunda; ser asiduos a “la oración, al sacrificio, los Sacramentos, la meditación, el examen de conciencia, la lectura espiritual, el trato asiduo con la Virgen Santísima y con los Ángeles custodios…Todo esto contribuye además, con eficacia insustituible, a que sea tan amable la jornada del cristiano, porque de su riqueza interior fluyen la dulcedumbre y la felicidad de Dios, como la miel del panal.” (Amigos de Dios, 18)

Se trata de hacer los trabajos, estudios, trato con los demás, todo en el día, procurando mantenerse en continua presencia de Dios, con un diálogo que no se manifiesta hacia afuera, recordando en todo nuestra condición de hijos de Dios, por tanto, todo cuanto hagamos estará impregnado por el empeño y por la amorosa diligencia que pondremos en acabar bien las tareas, tanto las importantes como las más pequeñas.

Pidamos a Dios la perseverancia final para poder realizar con amor cada actividad, tarea, acción; esforzándonos, luchando; siempre con alegría, contando con el testimonio de los santos que nos aseguran que sí es posible lograr por gracia de Dios, vencer y vencerse a sí mismo por amor a Dios y así permanecer en su presencia las 24 horas del día.

 

Oración

Señor, que tu Santo Espíritu me conceda la gracia de ser dócil a sus inspiraciones divinas, que sepa escucharle, que le deje obrar en mi vida. Santísima Virgen María que por tu intercesión mi cotidiano pueda transformarse en un cotidiano extraordinario; donde todo cuanto haga: obra, palabra, acción sea movido por el amor de Dios presente en mi corazón. Por eso consagro mi día a día a tu Inmaculado Corazón, sabiendo que estarás a mi lado Madre para ayudarme e impulsarme en esta camino a la santidad:

Oh Dulce Madre
En este día yo me entrego del todo a Tí
Y en prueba de mi filial afecto
Te consagro mis ojos, mi lengua, mi mente, mi corazón.
En una palabra, todo mi ser.
Ya que soy todo tuyo o Santa Madre de bondad
Guárdame y defiéndeme como cosa y posesión tuya.
Amén

Laura Pastrán

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