Lo que podría ser tu vida

Mesopotamia vio nacer y desaparecer algunas de las civilizaciones más antiguas del mundo: sumerios, acadios, babilonios, caldeos… Aunque en el colegio tal vez estudiamos algunas de ellas, nos parecen culturas distantes y poco relacionadas con nosotros. Sin embargo, de esa zona surgió un personaje que forma parte de nuestra familia. Se llamaba Abrán, hasta que Dios le cambió el nombre por Abrahán. La Biblia lo sitúa unos 1850 años antes de la venida de Jesucristo a la tierra. Cuatro mil años después seguimos acordándonos de él, cuando en la Santa Misa le invocamos como «nuestro padre en la fe»[i]: él dio origen a nuestra familia.

«Te he llamado por tu nombre»

Abrahán es una de las primeras personas que han pasado a la historia por haber respondido a una llamada de Dios. En su caso, era una petición muy singular: «Vete de tu tierra y de tu patria y de casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gn 12,1). Tras él vinieron, entre otros, Moisés, Samuel, Elías y los demás profetas… Todos escucharon la voz de Dios, que los invitaba de un modo u otro a «salir de su tierra» y a comenzar una nueva vida en su compañía. Como a Abrahán, Dios les prometía que haría grandes cosas en sus vidas: «de ti haré un gran pueblo, te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, que servirá de bendición» (Gn 12,2). Además, a cada uno de ellos lo llamó por su nombre; y por eso, junto al recuerdo de las acciones de Dios, el Antiguo Testamento conserva los nombres de quienes colaboraron con Él. La carta a los Hebreos los elogia con entusiasmo (cf. Hb 11,1-40).

Cuando Dios envió a su Hijo al mundo, los llamados ya no solo escucharon la voz de Dios; pudieron ver también un rostro humano: el de Jesús de Nazaret. También a ellos Dios los llamó a comenzar una nueva vida, a dejar un rastro imborrable en la historia. Conocemos sus nombres —María Magdalena, Pedro, Juan, Andrés…— y los recordamos también con agradecimiento.

¿Y después? Podría parecer que, con la Ascensión de Jesús al cielo, Dios se hubiera retirado de la historia. En realidad, su acción no solo continúa sino que se ha hecho más intensa “Si en su paso por la tierra escogió solo a unos pocos, durante los últimos dos mil años Dios ha «cambiado los planes» de millones de hombres y mujeres, abriéndoles horizontes que ellos mismos no habrían podido ni imaginar. Conocemos los nombres de muchos de ellos, que forman parte del santoral de la Iglesia. Y existe una multitud inmensa de hombres y mujeres «de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas» (Ap 7,9), santos desconocidos, que son los verdaderos protagonistas de la historia.

Hoy, en este instante, Dios sigue buscando y llamando a la puerta de cada uno. A San Josemaría le gustaba considerar estas palabras de Isaías: «te he redimido y te he llamado por tu nombre: ¡tú eres mío!» (Is 43,1). Al meditarlas, decía que le traían al corazón «sabores de panal y de miel»[ii], porque le permitían percibir hasta qué punto era amado por Dios de un modo personalísimo, único.

También a nosotros estas palabras pueden traernos sabores de panal y de miel, porque revelan que nuestra vida es importante para Dios: que cuenta con todos, que invita a cada uno. El sueño de todo cristiano es que su nombre esté escrito en el Corazón de Dios. Y es un sueño que está al alcance de todos.

[i] Misal Romano, Plegaria Eucarística I.

[ii] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 312.

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