Nuestro verdadero nombre

El primer libro de la Biblia empieza presentando a Dios creador, que hace surgir las cosas de la nada por su palabra: «Haya luz (…). Haya un firmamento (…). Produzca la tierra hierba verde, plantas con semilla, y árboles frutales (…).  Produzca la tierra seres vivos según su especie, ganados, reptiles y animales salvajes según su especie» (Gn 1,1-25). Cuando llega el momento del ser humano, en cambio, sucede algo distinto. Dios no lo crea «según su especie», o según lo que es, sino que le da un nombre: lo llama personalmente a la existencia; le habla de tú a tú.

Si, desde este momento preciso del relato de la creación, pasamos al último libro de la Biblia, nos encontramos con algo sorprendente: ese nombre, el que Dios nos da al crearnos, hemos de recibirlo de nuevo al final de nuestra historia. «Al vencedor — promete el Señor en el Apocalipsis— le daré del maná escondido; le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe» (Ap 2,17). Recibimos, pues, un nombre al nacer, pero nos lo darán de nuevo al final de nuestra vida en la tierra. ¿Cómo entender esto? Nos encontramos ante el misterio de la vocación; un misterio personal que se despliega a medida que avanzamos en nuestro camino hacia la verdadera vida.

Seres libres e inacabados

Una rosa, un roble, un caballo no deben tomar ninguna decisión para llegar a ser lo que son: simplemente existen. Crecen, se desarrollan y finalmente desaparecen. Con la persona humana, en cambio, no ocurre lo mismo. A medida que crecemos, y de modo particular durante la adolescencia, nos damos cuenta de que no podemos ser «uno más». Por algún motivo, nos parece que debemos ser alguien único, con nombre y apellido, distinto, irrepetible. Percibimos que estamos en el mundo por algo, y que con nuestra vida podemos hacer de este mundo un lugar mejor. No nos basta saber qué somos, o cómo son las cosas, sino que nos sentimos empujados a soñar quiénes queremos ser y cómo queremos que sea el mundo en que vivimos.

Hay quien ve esto como una ingenuidad, una falta de realismo que tarde o temprano es necesario superar. Sin embargo, esa tendencia a soñar pertenece realmente a lo más alto que poseemos. Para un cristiano, el deseo de ser alguien, con nombre y apellido, manifiesta el modo en que Dios ha querido crearnos: como un ser irrepetible. Y a ese designio amoroso responde nuestra capacidad de soñar. Él hizo el mundo y lo dejó en manos del ser humano, «para que lo trabajara y lo guardara» (Gn 2,15). Quiso contar con nuestro trabajo para guardar este mundo y para hacerlo brillar con toda su belleza, para que lo amáramos «apasionadamente», como solía decir san Josemaría1.

Y lo mismo hace Dios al regalarnos el don de la vida: nos invita a desarrollar nuestra personalidad, dejándola en nuestras manos. Para eso espera que pongamos en juego nuestra libertad, nuestra iniciativa, todas nuestras capacidades. «Dios quiere algo de ti, Dios te espera a ti», dice a los jóvenes, y a todos, el Papa Francisco. «Te está invitando a soñar, te quiere hacer ver que el mundo contigo puede ser distinto. Eso sí, si tú no pones lo mejor de ti, el mundo no será distinto. Es un reto»2.

Meditación tomada del libro de Borja de León (ed), titulado: Algo grande y que sea amor. La vocación cristiana: encuentro, respuesta, fidelidad. Fundación Studium, 2020. Borja de León, es un Sacerdote, doctor en Filosofía, que desarrolla su labor pastoral con familias y es capellán de un colegio de Madrid.

[1] Cfr. San Josemaría, Surco, n. 290; Amigos de Dios, n. 206; «Amar al mundo apasionadamente», en Conversaciones, nn. 113 ss.

[2] Francisco, Vigilia de oración con los jóvenes, 30-VII-2016.

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