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Parroquia "San José de Chacao"
Página Web Oficial del Complejo Parroquial "San José de Chacao" – Arquidiócesis de Caracas
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«Dichosos los que guardan sus dictámenes, los que le buscan de todo corazón» (SI 119, 2).
1.— Así hablaba Moisés al pueblo de Israel: «Has hecho decir a Yahvé que él será tu Dios y tú seguirás sus caminos, observarás sus preceptos… escucharás su voz. Y Yahvé te ha hecho decir hoy que serás el pueblo de su predilección… el pueblo consagrado al Señor tu Dios, como él te ha dicho» (Dt 26, 17-19). Con esta declaración de los compromisos por ambas partes se confirmaba la alianza entre Israel y Yahvé: fidelidad y obediencia por parte de Israel, cumplimiento de las promesas por parte de Dios. En virtud de la obediencia Israel será un pueblo privilegiado, consagrado, es decir perteneciente a su Dios, quien tendrá de él un cuidado especial y lo salvará.
En lugar de Israel hace ya siglos entró la Iglesia, nuevo pueblo de Dios; y hoy, como ayer, la condición para ser «pueblo de Dios es la obediencia. El primer motivo de la obediencia se funda en el hecho de ser el hombre una creatura y que como tal recibe de Dios «la vida, el aliento y todas las cosas» (Ac 17, 25), por lo que de ninguna manera puede ser independiente de él. «Ay de quien litiga con el que le ha modelado… —dice el profeta— ¿Dice la arcilla al que la modela: qué haces tú? (Is 45, 9). La obediencia es la relación esencial de la creatura con Dios, relación que garantiza el orden, la armonía, la felicidad. La ruptura de esta relación fue la ruina del género humano: «Por la desobediencia de un solo hombre [Adán], todos han sido constituidos pecadores» (Rm 5, 19), y para restablecer el orden fue necesaria la obediencia de Cristo. Desobediencia significa ruptura con Dios, abandono de su amistad, negación de su dominio, pretensión orgullosa de vivir independientemente de él. Obediencia es reconocimiento práctico de la primacía absoluta de Dios, conciencia clara de que fuera de Dios el hombre no puede encontrar ningún bien, ninguna felicidad, y humilde sumisión a su querer, aceptación amorosa y dócil de sus preceptos, comunión con él. El Hijo de Dios que por amor del Padre y por la salvación de la humanidad ha obedecido hasta la muerte de cruz hizo que la obediencia del hombre no sea solamente la de la simple creatura que se somete al Creador por imposición de su mismo ser, sino obediencia de hijo inspirada en el amor.
2.— Perfeccionando la ley antigua, Jesús ha presentado las relaciones del hombre con Dios no en cuanto creatura que depende del creador sino en cuanto hijo que mira al Padre. En el Antiguo Testamento la obediencia a la ley divina estaba dominada por la idea del señorío de Dios: «El será tu Dios… y tú escucharás su voz». En el Nuevo Testamento esta idea permanece inmutable ciertamente; el primer mandamiento sigue formulándose así: «Yo soy el Señor tu Dios» (Dt 5, 6); pero es completada y se carga de amor por la idea de la paternidad de Dios. En consecuencia la obediencia y la observancia de la ley toman un aspecto filial. La figura del Padre está siempre presente en las enseñanzas de Jesús: los deberes de la limosna, de la oración, del ayuno, han de ser observados bajo la mirada del Padre que ve en lo secreto (Mt 6, 1-18); las obras de los discípulos han de ser tales que hagan glorificar al Padre (Mt 5, 16). Este sentido original sobresale especialmente en el anuncio de la nueva ley de la caridad: «Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (ib 44-45). Mientras el ideal de la ley antigua es la santidad absoluta de Dios: «sed santos porque yo soy santo» (Lv 11, 44), el ideal de la ley nueva es la santidad de Dios contemplada sobre todo bajo el aspecto de la paternidad: «sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). La idea de la paternidad reclama inmediatamente la idea de la bondad, del amor y precisamente por esto Jesús da tanta importancia a la ley del amor, sea como respuesta al amor infinito del Padre celestial, sea como imitación de su bondad en las relaciones recíprocas.
El hecho de que Dios sea Padre y el hombre su hijo no disminuye, sin embargo, el deber de la obediencia, más bien lo hace especialmente ineludible, porque derivará no ya de un temor servil sino del amor filial. «La caridad —enseña Santo Tomás— es inconcebible sin la obediencia… Y la razón es que la amistad hace querer y no querer las mismas cosas» (S. T. 2-2, 104, 3). La obediencia es el fruto del amor, de la amistad con Dios y juntamente es su testimonio práctico. Cuanto más el hombre, renunciando a su voluntad, se conforma en todo con la voluntad de Dios, más se une a él en comunión perfecta.
Te alabaré con sincero corazón cuando aprenda tus justos mandamientos. Quiero guardar tus leyes exactamente, tú no me abandones.
¿Cómo andaré honestamente? Cumpliendo tus palabras… Mis labios van enumerando los mandamientos de tu boca; mi alegría es el camino de tus preceptos, más que todas las riquezas…
Mira cómo ansío tus decretos: dame vida con tu justicia, Señor, que me alcance tu favor, tu salvación según tu promesa: así responderé a los que me injurian, que confío en tu palabra… Cumpliré sin cesar tu voluntad, por siempre jamás. Andaré por un camino ancho, buscando tus decretos. (Salmo 119, 7-9. 13-14. 40-45).
He aquí el único fin que han de tener todos nuestros pensamientos, todas nuestras acciones, todos nuestros deseos y todas nuestras plegarias: darte gusto a ti, ¡oh Señor! Este debe ser el camino de nuestra perfección: seguir tu voluntad. Tú quieres que cada uno de nosotros te ame con todo su corazón… Te ama con todo el corazón quien repite sinceramente lo que te dijo el Apóstol: ¿Qué debo hacer, Señor? (Act 22, 10). Señor, dame a entender qué es lo que quieres de mí, que yo quiero hacer todo lo que tú quieras. Hazme entender que cuando quiero lo que tú quieres, entonces quiero mi mayor bien, pues ciertamente tú no quieres más que lo mejor para mí…
Dios mío, sé, pues, tú el único Señor de mi corazón: poséelo todo; y que mi alma sólo te ame a ti, que a ti sólo te obedezca y trate de complacer… Jesús mío, te doy enteramente mi corazón y toda mi voluntad. Un tiempo te fue rebelde, pero ahora toda te la consagro a ti… Dispón de mí y de mis cosas como te plazca; lo acepto todo y a todo me resigno. ¡Oh Amor digno de infinito amor! Tú me amaste hasta morir por mí; yo te amo con todo mi corazón, te amo más que a mí mismo, y a tus manos abandono mi alma. (S. ALFONSO M.’ DE LIGORIO, Práctica del amor a Jesús, 13).
Tomado del Libro INTIMIDAD DIVINA, Meditaciones sobre la vida interior
para la Cuaresma y Semana Santa, del P Gabriel de Santa María Magdalena O.C.D